Monadología
1. La mónada, de que vamos a hablar en este tratado, no es sino una substancia
simple, que entra a formar los compuestos; simple quiere decir sin partes.
2. Tiene que haber substancias simples, puesto que hay compuestas; pues lo
compuesto no es más que un montón, o aggregatum, de simples.
3. Ahora bien, donde no hay partes, no puede haber ni extensión, ni figura, ni
divisibilidad. Y las tales mónadas son los verdaderos átomos de la naturaleza y,
en una palabra, los elementos de las cosas.
4. Tampoco es de temer la disolución, y no es concebible manera alguna por la
cual pueda una substancia simple perecer naturalmente.
5. Por la misma razón, no hay tampoco manera por la cual una substancia simple
pueda comenzar naturalmente, puesto que no puede formarse por composición.
6. Puede decirse, por lo tanto, que las mónadas comienzan y acaban de una vez,
es decir, que sólo pueden comenzar por creación y acabar por aniquilamiento; en
cambio, lo compuesto comienza y acaba por partes.
7. Tampoco hay medio de explicar cómo una mónada pueda ser alterada o cambiada
en su interior por otra criatura, puesto que nada puede transponerse a ella, ni
puede concebirse en ella ningún movimiento interno, capaz de ser excitado,
dirigido, aumentado o disminuido, como ello es posible en los compuestos, en los
cuales hay cambios entre las partes. Las mónadas no tienen ventanas por donde
algo pueda entrar o salir. Los accidentes no pueden desprenderse de las
substancias, ni andar fuera de ellas, como antiguamente hacían las especies
sensibles de los Escolásticos. Así pues, en una mónada no puede entrar de fuera
ni substancia ni accidente alguno.
8. Sin embargo, es preciso que las mónadas tengan algunas cualidades, pues de
lo contrario no serían ni siquiera seres. Y si las substancias simples no
difirieran por sus cualidades, no habría medio de apercibirse de ningún cambio en
las cosas; puesto que lo que hay en el compuesto no puede proceder sino de los
ingredientes simples; y si las mónadas careciesen de cualidades, serían
indistinguibles unas de otras, ya que, en cantidad, no difieren; y, por
consiguiente, supuesto lo lleno, un lugar cualquiera no recibiría nunca, en el
movimiento, sino lo equivalente de lo que había tenido, y un estado de las cosas
sería indiscernible de otro.
9. Y hasta es preciso que cada mónada sea diferente de otra cualquiera. Porque
no hay nunca en la naturaleza dos seres que sean perfectamente el uno como el
otro y en los cuales no sea posible hallar una diferencia interna, o fundada en
una denominación intrínseca.
10. También doy por concedido que todo ser creado está sujeto a cambio, y, por
consiguiente, también la mónada que asimismo es creada, e incluso que el tal
cambio es continuo en cada una.
11. Síguese de lo que acabamos de decir que los cambios naturales de las
mónadas vienen de un principio interno, puesto que ninguna causa externa puede
influir en su interior.
12. Pero también es preciso que, además del principio del cambio, haya un
detalle de lo que cambia, que haga, por decirlo así, la especificación y la
variedad de las substancias simples.
13. Ese detalle debe envolver una muchedumbre en la unidad o en lo simple. Pues
en todo cambio natural, ya que se verifica por grados, hay algo que cambia y algo
que permanece; y, por consiguiente, es preciso que en la substancia simple haya
una pluralidad de afecciones y relaciones, aunque en ella no haya partes.
14. El estado transitorio que envuelve y representa una muchedumbre en la
unidad o en la substancia simple no es otra cosa que la llamada percepción, la
cual debe distinguirse de la apercepción o consciencia, como se verá más
adelante. En esto es en lo que los Cartesianos han fallado mucho, por no haber
tenido en cuenta las percepciones de que no nos apercibimos. Y esto es lo que les
ha inducido a creer que sólo los espíritus eran mónadas, y que no había almas de
los animales ni otras entelequias; y por eso han confundido, como el vulgo, un
largo desmayo con la muerte misma, por la cual han caído también en el prejuicio
escolástico de las almas enteramente separadas, y hasta han confirmado a los
ingenios mal dispuestos en la opinión de que las almas mueren.
15. La acción del principio interno que verifica el cambio o tránsito de una
percepción a otra, puede llamarse apetición; ciertamente, el apetito no puede
conseguir siempre enteramente toda la percepción a que tiende; pero siempre
obtiene algo de ella y consigue percepciones nuevas.
16. Nosotros mismos experimentamos una muchedumbre en la substancia simple,
cuando hallamos que el menor pensamiento de que nos apercibimos envuelve una
variedad en el objeto. Así pues, todos los que reconocen que el alma es una
substancia simple, deben reconocer esa muchedumbre en la mónada; y Bayle no
debiera haber hallado en esto dificultad, como lo ha hecho, en su Diccionario,
artículo "Rorarius".
17. Es forzoso, además, confesar que la percepción, y lo que de ella depende,
es inexplicable por razones mecánicas, es decir, por las figuras y los
movimientos.
Si se finge una máquina cuya estructura la haga pensar, sentir, tener
percepción, podrá concebirse aumentada, conservando las mismas proporciones, de
suerte que pueda entrarse en ella como en un molino. Supuesta tal máquina, no
hallaremos, si la visitamos por dentro, más que piezas empujándose unas a otras;
pero nunca nada que explique una percepción.
Así pues, habrá que buscar esa explicación en la substancia simple y no en lo
compuesto o máquina. Por eso, en la substancia simple no puede hallarse nada más
que esto: las percepciones y sus cambios. Y sólo en esto pueden consistir también
todas las acciones internas de las substancias simples.
18. Podría darse el nombre de entelequia a todas las sustancias simples o
mónadas creadas, pues tienen en sí mismas cierta perfección, y hay en ellas una
suficiencia que las hace fuente de sus acciones internas y, por decirlo así,
autómatas incorpóreos.
19. Si queremos dar el nombre de alma a todo aquello que posee percepciones y
apetitos, en el sentido general que acabo de explicar, todas las substancias
simples o mónadas creadas podrían llamarse almas; pero como el sentimiento es
algo más que una simple percepción, concedo que el nombre general de mónadas y
entelequias baste para las substancias simples que sólo contengan eso; llámense
entonces almas solamente a aquellas cuya percepción es más distinta y va
acompañada de memoria.
20. Pues en nosotros mismos experimentamos estados en los que de nada nos
acordamos y no tenemos ninguna percepción distinguida; como cuando desfallecemos
o nos quedamos profundamente dormidos, sin soñar. En este estado, el alma no
difiere sensiblemente de una simple mónada; pero como no es duradero tal estado,
y sale el alma de él, resulta que ésta es algo más.
21. Y no se sigue que entonces la substancia simple se halle desprovista de
toda percepción. Esto no puede ser, por las razones ya dichas; pues no podría
perecer, no podría asimismo subsistir sin ninguna afección, la cual no es otra
cosa que su percepción; pero cuando hay gran multitud de pequeñas percepciones,
en las que nada es distinguido, queda uno como aturdido; del mismo modo que,
cuando se dan muchas vueltas rápidamente en un mismo sentido, sobreviene un
vértigo, que puede llegar al desvanecimiento, y que no nos permite distinguir
nada. Y la muerte puede dar ese estado por algún tiempo a los animales.
22. Todo estado presente de una substancia simple es naturalmente una
consecuencia de su estado anterior, de tal suerte que el presente está preñado
del porvenir.
23. Por lo tanto, si una vez vuelto del desvanecimiento, se apercibe uno de las
percepciones, es preciso que inmediatamente antes las haya tenido, aunque sin
apercibirse de ellas; porque una percepción no puede proceder naturalmente sino
de otra percepción, como un movimiento no puede proceder naturalmente sino de
otro movimiento.
24. De donde se ve que, si no tuviésemos nada distinguido y, por decirlo así,
levantado y de más alto gusto en nuestras percepciones, estaríamos de continuo en
desvanecimiento. Y éste es el estado de las mónadas desnudas.
25. Así vemos que la naturaleza ha dado a los animales percepciones elevadas,
por el cuidado que ha tenido de proveerlos de órganos que reúnan varios rayos de
luz o varias ondulaciones del aire, para que cobren en esa unión una mayor
eficacia. Algo parecido hay en el olor, en el gusto y en el tacto, y aun quizá en
muchos otros sentidos que desconocemos. Y más adelante explicaré cómo lo que
sucede en el alma representa lo que se está haciendo en los órganos.
26. La memoria proporciona a las almas una suerte de consecución, que imita a
la razón, pero que debe distinguirse de ésta. Así vemos que los animales, cuando
tienen la percepción de alguna cosa que les hiere fuertemente y de la cual ya
antes han tenido una percepción semejante, aguardan, por una representación de su
memoria, que suceda otra cosa que estuvo unida a la percepción anterior y se
sienten impelidos a experimentar los mismos sentimientos que experimentaron
anteriormente. Por ejemplo, si a un perro se le enseña un palo, se acuerda del
dolor que le ha causado, aúlla y sale corriendo.
27. La imaginación fuerte, que les hiere y conmueve, proviene o de la magnitud
o de la muchedumbre de las percepciones precedentes. Pues muchas veces una
impresión fuerte hace súbitamente el efecto de una larga costumbre o de numerosas
percepciones medianas, pero reiteradas.
28. Los hombres se conducen como los animales en tanto en cuanto las
consecuciones de sus percepciones obedecen sólo al principio de la memoria; se
parecen a los médicos empíricos, que poseen la práctica sin la teoría; y en las
tres cuartas partes de nuestros actos somos empíricos. Por ejemplo, cuando
aguardamos la llegada del nuevo día, lo hacemos por empiria, porque siempre ha
ocurrido así. Sólo el astrónomo lo juzga por razón.
29. Pero el conocimiento de las verdades necesarias y eternas es lo que nos
distingue de los simples animales y nos hace poseedores de la razón y de las
ciencias, elevándonos hasta el conocimiento de nosotros mismos y de Dios.
Y esto es lo que, en nosotros, se llama alma racional o espíritu.
30. También por medio del conocimiento de las verdades necesarias y sus
abstracciones nos elevamos hasta los actos reflexivos, que nos hacen pensar en lo
que llamamos el yo y considerar que esto o aquello se halla en nosotros; y así,
al pensar en nosotros mismos, pensamos en el ser, en la Substancia, en lo simple
y en lo compuesto, en lo inmaterial y en Dios mismo, concibiendo que lo que en
nosotros es limitado, carece, en Dios, de límites. Y los tales actos reflexivos
nos dan los principales objetos de nuestros razonamientos.
31. Nuestros razonamientos se fundan en dos grandes principios: el de
contradicción, en virtud del cual juzgamos falso lo que encierra contradicción, y
verdadero lo opuesto o contradictorio a lo falso.
32. Y el de razón suficiente, en virtud del cual consideramos que ningún hecho
puede ser verdadero o existente y ninguna enunciación verdadera, sin que de ello
haya una razón bastante para que así sea y no de otro modo. Aunque las más veces
esas razones no puedan ser conocidas por nosotros.
33. También hay dos suertes de verdades: las de razonamiento y las de hecho.
Las verdades de razonamiento son necesarias y su opuesto es imposible; y las de
hecho son contingentes, y su opuesto es posible. Cuando una verdad es necesaria,
puede hallarse su razón por medio del análisis, resolviéndola en ideas y verdades
más simples, hasta llegar a las primitivas.
34. Así, los matemáticos reducen por análisis los teoremas especulativos y los
cánones prácticos a las definiciones, axiomas y postulados.
35. Y hay, por último, ideas simples, cuya definición no puede darse; también
hay axiomas y postulados o, en una palabra, principios primitivos, que no pueden
ser demostrados y no lo necesitan; son enunciados idénticos, cuya oposición
encierra una contradicción expresa.
36. Pero la razón suficiente debe encontrarse también en las verdades
contingentes o de hecho, es decir, en la serie de las cosas dispersas por el
universo de las criaturas; en el cual la resolución en razones particulares
podría llegar a un ilimitado número de detalles, a causa de la variedad inmensa
de las cosas de la naturaleza y de la división de los cuerpos hasta lo infinito.
Hay una infinidad de figuras y de movimientos presentes y pretéritos que entran
en la causa eficiente de mi escritura presente; y hay una infinidad de pequeñas
inclinaciones y disposiciones de mi alma, presentes y pretéritas, que entran en
la causa final.
37. Y como todo ese complejo de detalles encierra a su vez más detalles
contingentes anteriores, es decir, otros más detallados, cada uno de los cuales
exige asimismo, si se quiere dar razón de él, un análisis semejante, resulta que
no hemos adelantado nada; la razón suficiente o última deberá hallarse, pues,
fuera de la secuencia o series del detalle de las contingencias, por infinito que
pudiera ser.
38. Y así la razón última de las cosas debe hallarse en una substancia
necesaria, en la cual el detalle de los cambios esté sólo eminentemente, como en
su origen; y esto es lo que llamamos Dios.
39. Y siendo esta substancia una razón suficiente de todo aquel detalle, el
cual por todas partes está enlazado y trabado, resulta que sólo hay un Dios y
este Dios basta a todo.
40. Puede también juzgarse que esa substancia suprema, única, universal y
necesaria, fuera de la cual nada hay que sea independiente de ella, y que es una
consecuencia simple del ser posible, debe ser incapaz de admitir límites y ha de
contener tanta realidad cuanta sea posible.
41. De donde se sigue que Dios es absolutamente perfecto, no siendo la
perfección sino la magnitud de la realidad positiva, tomada precisamente,
poniendo aparte los límites o linderos en las cosas que los tienen. Y donde no
hay límites, es decir, en Dios, la perfección es absolutamente infinita.
42. Síguese también que las criaturas tienen sus perfecciones en la influencia
de Dios y sus imperfecciones en su propia naturaleza, incapaz de carecer de
límites; que en esto es en lo que se distinguen de Dios. Esta imperfección
original de las criaturas se advierte en la inercia natural de los cuerpos.
43. También es verdad que en Dios está no sólo el origen de las existencias,
sino el de las esencias, en cuanto que son reales, o sea, de lo que hay de real
en la posibilidad. Y es así, porque el entendimiento de Dios es la región de las
verdades eternas o de las ideas, de las que dependen, y sin él ninguna realidad
habría en las posibilidades, y no sólo no habría nada existente, sino aun nada
posible.
44. Pues si hay realidad en las esencias o posibilidades o también en las
verdades eternas, es preciso que esa realidad esté fundada en algo existente y
actual; y, por consiguiente, en la existencia del ser necesario, en la cual la
esencia contiene la existencia, o en la cual basta que algo sea posible para que
sea actual.
45. Así, pues, Dios sólo (o el ser necesario) posee el privilegio de que basta
que sea posible para que tenga que existir. Y como nada puede oponerse a la
posibilidad de lo que no tiene límites, ni negación, ni, por consiguiente,
contradicción, esto es suficiente para que conozcamos a priori la existencia de
Dios. También hemos probado esa existencia por medio de la realidad de las
verdades eternas. Pero también acabamos de probarla a posteriori, puesto que
existen seres contingentes, los cuales no hallan su razón última y suficiente
sino en el ser necesario, que tiene en sí mismo la razón de su existencia.
46. Sin embargo, no debe imaginarse nadie, como lo hacen algunos, que siendo
las verdades eternas dependientes de Dios, son arbitrarias y dependen de su
voluntad, como parece haber pensado Descartes y, tras él, el señor Poiret. Esto
es cierto sólo tratándose de las verdades contingentes, cuyo principio es la
conveniencia o elección de lo mejor; las verdades necesarias, empero, dependen
únicamente del entendimiento divino, cuyo objeto interno son.
47. Así, pues, Dios sólo es la unidad primitiva o substancia simple originaria,
y todas las mónadas creadas o derivativas son producciones suyas, y nacen, por
decirlo así, por fulguraciones continuas de la Divinidad de momento en momento,
limitadas por la receptividad de la criatura, a la cual pertenece esencialmente
el ser limitada.
48. Hay en Dios potencia, que es como la fuente de todo; luego conocimiento,
que encierra el detalle de las ideas, y, por último, voluntad, que efectúa los
cambios o producciones, según el principio de lo mejor. Y esto responde a lo que,
en las mónadas creadas, constituye el sujeto o base, la facultad perceptiva y la
facultad apetitiva. Pero en Dios esos atributos son absolutamente infinitos o
perfectos; y en las mónadas creadas o en las entelequias (o perfectihabies, que
así traducía este vocablo Hermolao Bárbaro), no son sino imitaciones de Dios,
según la perfección que tienen.
49. De la criatura dícese que hace u obra exteriormente, en cuanto que posee
perfección, y que padece, en cuanto que es imperfecta. Así se atribuye acción a
la mónada, en cuanto que tiene percepciones distintas, y pasión, en cuanto que
las tiene confusas.
50. Y una criatura es más perfecta que otra cuando en ella se encuentra lo que
sirve para dar razón a priori de lo que sucede en la otra, y por esto se dice que
actúa sobre ella.
51. Pero, en las substancias simples, no hay sino una influencia ideal de una
mónada sobre otra, lo cual no puede tener efecto a no ser por intervención de
Dios, en cuanto que, en las ideas de Dios, una mónada solicita, con razón, que
Dios, al regular las demás, desde el comienzo de las cosas, la tenga en cuenta.
En efecto, puesto que una mónada creada no puede tener influencia física en el
interior de otra, sólo por aquel medio podrá haber dependencia de una a otra.
52. Y por esto, entre las criaturas, las acciones y pasiones son mutuas. Pues
Dios, comparando dos substancias simples, halla en cada una de ellas razones que
le obligan a acomodar la otra a la primera; y, por consiguiente, lo que en
ciertos respectos es activo, es pasivo visto desde otro punto de vista: activo,
en cuanto que lo que se conoce distintamente en ello sirve para dar razón de lo
que sucede en otro, y pasivo, en cuanto que la razón de lo que en ello sucede se
encuentra en lo que se conoce distintamente en otro.
53. Ahora bien, habiendo una infinidad de mundos posibles en las ideas de Dios,
y no pudiendo existir más que uno solo, se precisa que haya una razón suficiente
de la elección de Dios que le determine a éste mejor que a aquél.
54. Y esta razón no puede hallarse sino en la conveniencia o en los grados de
perfección que contengan esos mundos, puesto que cada posible tiene derecho a
pretender la existencia en proporción de la perfección que encierre.
55. Y ésta es la causa de que exista lo mejor; la sabiduría de Dios lo conoce,
su bondad lo elige y su poder lo produce.
56. Este enlace, pues, o acomodo de todas las cosas creadas con una y de una
con todas las demás, hace que cada substancia simple tenga relaciones que
expresan todas las demás, y sea, por consiguiente, un viviente espejo perpetuo
del universo.
57. Y así como una misma ciudad, vista por diferentes partes, parece otra y
resulta como multiplicada en perspectiva, así también sucede que, por la multitud
infinita de substancias simples, hay como otros tantos universos diferentes, los
cuales no son, sin embargo, sino perspectivas de uno solo, según los diferentes
puntos de vista de cada mónada.
58. Y esta es la manera de conseguir la mayor variedad posible con el mayor
orden posible; es decir, es la manera de obtener cuanta perfección es posible.
59. Así, sólo esta hipótesis -que me atrevo a decir está demostrada- realza
como es debido la grandeza de Dios. Y esto lo reconoció Bayle al presentar
objeciones contra ella en su Diccionario -artículo "Rorarius"-, en donde llegó
casi a creer que yo concedía demasiado a Dios y más aún de lo que es posible.
Pero no pudo adelantar razón alguna por la cual sea imposible esa armonía
universal, que hace que toda substancia exprese exactamente a todas las demás,
por las relaciones que con ellas mantiene.
60. Además, en lo que acabo de decir se ven las razones a priori de por qué las
cosas no pueden ser de otro modo.
Porque Dios, al arreglarlo todo, ha tenido en cuenta cada parte, y
especialmente cada mónada, cuya naturaleza, siendo representativa, no podría nada
limitarla a representar sólo una parte de las cosas, aunque es verdad que esta
representación es solamente confusa en el detalle de todo el Universo y no puede
ser distinta sino en una pequeña parte de las cosas, es decir, en aquellas que
son las más próximas o las más grandes, con respecto a cada mónada; que, si no,
cada mónada sería una Divinidad. No en el objeto, sino en la modificación del
conocimiento del objeto son limitadas las mónadas. Todas, confusamente, van al
infinito, al todo; pero son limitadas y distinguidas por los grados de las
percepciones distintas.
61. Y los compuestos, en esto, simbolizan o se conforman con los simples. Pues
como todo es lleno, lo cual hace que la materia esté trabada toda, y como,
además, en lo lleno todo movimiento produce un efecto en los cuerpos distantes,
según la distancia, de tal suerte que un cuerpo no solamente es afectado por los
cuerpos que lo tocan y no sólo se resiente en cierto modo de lo que a estos
sucede, sino que también, por medio de ellos, recibe el influjo de los que tocan
a los primeros, por los cuales es inmediatamente tocado, se sigue que esta
comunicación se transmite a cualquier distancia. Y, por consiguiente, todo cuerpo
resiente los efectos de cuanto pasa en el universo, de tal modo, que aquél que
todo lo ve podría leer en uno lo que en todos sucede y aun lo que ha sucedido y
sucederá, advirtiendo en el presente lo lejano, tanto en los tiempos como en los
lugares: sympnoia panta, («todo conspira») que decía Hipócrates.
Pero un alma no puede leer en sí misma sino aquello tan sólo que en ella está
representado distintamente, y no puede de un golpe desenvolver todos sus
repliegues, que llegan al infinito.
62. Así, pues, aunque cada mónada creada representa el universo entero, sin
embargo, representa más distintamente el cuerpo que particularmente le es
afectado y cuya entelequia constituye; y como este cuerpo expresa el universo
todo, por la conexión de toda la materia llena, el alma representa también el
universo todo, al representar el cuerpo que le pertenece de modo particular.
63. El cuerpo perteneciente a una mónada, que es su entelequia o su alma,
constituye con la entelequia lo que puede llamarse un viviente, y con el alma, lo
que puede llamarse un animal. Ahora bien, este cuerpo de un viviente o de un
animal es siempre orgánico, pues siendo toda mónada un espejo del universo, a su
manera, y hallándose el universo arreglado en perfecto orden, precisa que haya
también un orden en el representante, es decir, en las percepciones del alma, y,
por consiguiente, en el cuerpo, según el cual el universo está representado.
64. Así en cada cuerpo orgánico de un viviente hay una suerte de máquina divina
o un autómata natural que sobrepuja infinitamente a todos los autómatas
artificiales.
Porque una máquina hecha por el arte humano no es máquina en todas sus partes.
Por ejemplo, el diente de una rueda de metal tiene partes o fragmentos que no son
ya, para nosotros, nada artificial ni poseen nada que tenga carácter de máquina
con respecto al uso a que la rueda está destinada. Pero las máquinas de la
naturaleza, o sea, los cuerpos vivos, son máquinas hasta en sus más mínimas
partes, hasta el infinito. Esta es la diferencia entre la naturaleza y el arte;
es decir, entre el arte divino y el humano.
65. Y el Autor de la naturaleza ha podido hacer este artificio divino e
infinitamente maravilloso porque cada parte de la materia no sólo es divisible al
infinito, como lo han reconocido los antiguos, sino que está actualmente
subdividida sin fin en otras partes, cada una de las cuales tiene un movimiento
propio, que de otro modo sería imposible que cada porción de la materia pudiera
expresar el universo todo.
66. Por donde se ve que en la más mínima parte de la materia hay un mundo de
criaturas, de vivientes, animales, entelequias, almas.
67. Cada parte de la materia puede ser concebida como un jardín lleno de
plantas y como un estanque lleno de peces. Pero cada rama de la planta, cada
miembro del animal, cada gota de sus humores es también como ese jardín o ese
estanque.
68. Y aunque la tierra y el aire, que hay entre las plantas del jardín, o el
agua, que hay entre los peces del estanque, no son ni planta ni pez, contienen,
sin embargo, otras plantas y otros peces, tan sutiles, empero, casi siempre, que
no podemos percibirlos.
69. Así, no hay nada inculto, estéril y muerto en el universo; el caos y la
confusión son sólo aparentes; como si se mira un estanque a cierta distancia,
desde la cual se vislumbra un movimiento confuso y, por decirlo así, un revoltijo
de peces, sin llegar a discernir los peces mismos.
70. Se ve, pues, que todo cuerpo vivo tiene una entelequia principal, que es el
alma, en el animal; pero los miembros de ese cuerpo vivo están llenos de otros
vivientes: plantas, animales, cada uno de los cuales tiene a su vez su entelequia
o su alma principal.
71. Mas no debemos imaginarnos, como hacen algunos, que han interpretado mal mi
pensamiento, que cada alma tiene una masa o parte de materia propia, adscrita a
ella para siempre, y que posee, por lo tanto, otros vivientes inferiores,
destinados siempre a su servicio. Pues todos los cuerpos están en perpetuo flujo,
como los ríos, y unas partes entran en ellos y otras salen de ellos
continuamente.
72. Así, el alma cambia de cuerpo poco a poco y por grados, de suerte que no se
ve despojada nunca de un golpe de todos sus órganos; hay a menudo metamorfosis en
los animales, pero nunca metempsícosis ni transmigración de las almas; ni tampoco
hay almas totalmente separadas, ni genios sin cuerpo.
Sólo Dios está enteradamente desprovisto de él.
73. Y esto es lo que hace que nunca haya tampoco ni generación entera ni
perfecta muerte, en rigor, consistente en la separación del alma. Y lo que
llamamos generaciones son desenvolvimientos y acrecentamientos, y lo que llamamos
muertes son envolvimientos y disminuciones.
74. Los filósofos se han visto muy perplejos en la cuestión de los orígenes de
las formas, entelequias o almas; pero hoy, habiéndose advertido, por exactas
investigaciones hechas sobre las plantas, los insectos y los animales, que los
cuerpos orgánicos de la naturaleza no son nunca productos de un caos o de una
putrefacción, sino siempre de simientes, en las cuales había, sin duda cierta
preformación, se ha juzgado que no sólo el cuerpo orgánico estaba en ellas antes
de la concepción, sino también que había un alma en ese cuerpo y, en una palabra,
estaba el animal mismo, y que, por medio de la concepción, el animal sólo quedó
dispuesto para una gran transformación y llegar a ser un animal de otra especie.
Algo semejante a esto se ve, aparte de la generación, cuando, v.g., los gusanos
se tornan moscas y las orugas, mariposas.
75. Los animales, algunos de los cuales se elevan al grado de animales mayores
por medio de la concepción, pueden llamarse espermáticos; pero los que permanecen
en su especie, esto es, la mayor parte de ellos, nacen, se multiplican y son
destruidos como los grandes animales, y sólo un pequeño número de elegidos pasan
a más amplio teatro.
76. Mas todo esto era solamente media verdad; he juzgado pues, que si el animal
no comienza nunca naturalmente, tampoco acaba naturalmente, y no sólo no habrá
generación, sino tampoco destrucción completa, ni muerte, en rigor. Estos
razonamientos, hechos a posteriori y sacados de las experiencias, concuerdan
perfectamente con mis principios deducidos a priori en lo que antecede.
77. Así puede decirse que no sólo el alma -espejo de un indestructible universo
es indestructible, sino el animal mismo, aunque su máquina perezca a menudo en
parte y reciba o abandone orgánicos despojos.
78. Estos principios me han proporcionado la manera de explicar naturalmente la
unión o la conformidad del alma y del cuerpo orgánico. Sigue el alma sus propias
leyes y el cuerpo también las suyas propias, y se encuentran en virtud de la
armonía preestablecida entre las substancias, puesto que todas son las
representaciones de un mismo universo.
79. Las almas obran según las leyes de las causas finales, por apeticiones,
fines y medios. Los cuerpos obran según las leyes de las causas eficientes o
movimientos. Y ambos reinos, el de las causas eficientes y el de las causas
finales, son armónicos entre sí.
80. Descartes ha reconocido que las almas no pueden dar fuerza a los cuerpos
porque hay siempre en la materia la misma cantidad de fuerza. Sin embargo, ha
creído que el alma podía cambiar la dirección de los cuerpos. Pero es porque en
su tiempo no se conocía aún la ley de la naturaleza según la cual se conserva la
misma dirección total en la materia. Si Descartes la hubiese advertido, hubiera
venido a parar a mi sistema de la armonía preestablecida.
81. Este sistema hace que los cuerpos obren como si -por imposible- no hubiese
almas, y que las almas obren como si no hubiese cuerpos, y que ambos obren como
si uno no influyese en el otro.
82. En cuanto a los espíritus o almas racionales, aun cuando yo creo que en el
fondo lo mismo hay en todos los vivientes y animales, como acabamos de decir -a
saber: que el animal y el alma no comienzan sino con el mundo ni tampoco acaban
sino con el mundo-, sin embargo, en los animales racionales hay esto de
particular, que sus animalitos espermáticos, mientras no son más que eso, tienen
sólo almas ordinarias o sensitivas; pero cuando los elegidos, por decirlo así,
llegan, mediante concepción actual, a la humana naturaleza, sus almas sensitivas
se elevan al grado de la razón y a la prerrogativa de los espíritus.
83. Entre otras diferencias que hay entre las almas ordinarias y los espíritus,
algunas de las cuales ya he indicado, hay ésta además: que las almas en general
son espejos vivientes o imágenes del universo de las criaturas; pero los
espíritus son, además, imágenes de la Divinidad misma o del mismo Autor de la
naturaleza; son capaces de conocer el sistema del universo y de imitar algo de él
en ciertas muestras arquitectónicas, siendo cada espíritu como una pequeña
divinidad en su departamento.
84. Y por esto son los espíritus capaces de entrar en una como sociedad con
Dios, el cual, con respecto a ellos, es no solamente lo que un inventor con
respecto a su máquina (que Dios lo es con respecto a sus criaturas), sino lo que
un Príncipe con respecto a sus súbditos o hasta un padre a sus hijos.
85. De donde fácilmente se concluye que la reunión de todos los espíritus debe
formar la ciudad de Dios; es decir, el más perfecto estado posible bajo el más
perfecto de los monarcas.
86. Esta ciudad de Dios, esta monarquía verdaderamente universal, es un mundo
moral en el mundo natural, y lo más elevado y sublime que hay en las obras de
Dios, y en ello consiste verdaderamente la gloria de Dios, ya que no habría tal
gloria si su grandeza y bondad no fueran conocidas y admiradas por los espíritus;
y también la bondad la tiene propiamente Dios con relación a esta ciudad divina,
en tanto que su Sabiduría y su Potencia se muestran por doquiera.
87. Y así como hemos establecido anteriormente una armonía perfecta entre dos
reinos naturales, el de las causas eficientes y el de las finales, debemos notar
aquí también otra armonía entre el reino físico de la naturaleza y el reino moral
de la gracia; es decir, entre Dios considerado como arquitecto de la máquina del
universo y Dios considerado como monarca de la ciudad divina de los espíritus.
88. En virtud de esta armonía, las cosas conducen a la gracia por las sendas
mismas de la naturaleza, y este globo, por ejemplo, debe ser destruido y
separado, por vía natural, en los momentos en que lo requiera el gobierno de los
espíritus, para castigo de unos y recompensa de otros.
89. Puede decirse también que Dios como arquitecto satisface en todo a Dios
como legislador, y así los pecados deben llevar consigo su penitencia, por orden
de naturaleza y en virtud de la estructura mecánica de las cosas; y asimismo, las
hermosas acciones conseguirán sus recompensas por conductos mecánicos, con
relación a los cuerpos, aun cuando esto no pueda ni deba suceder siempre en el
acto.
90. Por último, bajo ese gobierno perfecto, no habría acción buena sin
recompensa, ni acción mala sin castigo; y todo debe parar en el bien de los
buenos, es decir, de los que en este gran Estado no se hallan descontentos, de
los que fían en la providencia, después de haber cumplido con su deber, y aman e
imitan como es debido al Autor de todo bien, complaciéndose en considerar sus
perfecciones según la naturaleza del puro amor verdadero, que nos hace saborear
la felicidad de lo amado. Por eso, los que son sabios y virtuosos trabajan en
todo lo que parece conforme con la voluntad divina presunta o antecedente,
conformándose, sin embargo, con lo que Dios ordena que suceda efectivamente, por
su voluntad secreta, consiguiente y decisiva; reconociendo que si pudiéramos
entender bien el orden del universo, hallaríamos que sobrepuja los más sabios
anhelos y que es imposible tornarlo mejor
de lo que es, no sólo para el todo en general, sino aun para nosotros mismos en
particular, si nos adherimos como es debido al Autor de todo, no sólo como
arquitecto y causa eficiente de nuestro ser, sino también como maestro y causa
final, que debe constituir el objeto entero de nuestra voluntad y sólo puede
cimentar nuestra ventura.