 Sigue habiendo cándidos observadores de sí mismos que creen
que existen “certezas inmediatas”, por ejemplo “yo pienso”, o, y ésta fue la
superstición de Schopenhauer, “yo quiero”: como si aquí, por así decirlo, el
conocer lograse captar su objeto de
manera pura y desnuda, en cuanto “cosa en sí”, y ni por parte del sujeto ni
por parte del objeto tuviese lugar ningún falseamiento. Pero que “certeza
inmediata”, así como “conocimiento absoluto” y “cosa en sí” encierran una
contradictio in adjecto, eso lo repetiré yo cien veces: ¡deberíamos
liberarnos por fin de la seducción de las palabras! Aunque el pueblo crea
que conocer es
un conocer-hasta-el-final, el filósofo tiene que decirse: “cuando yo
analizo el proceso expresado en la proposición ‘yo pienso’ obtengo una serie
de aseveraciones temerarias cuya fundamentación resulta difícil, y tal
vez imposible, - por ejemplo que yo soy quien piensa, que tiene que
existir en absoluto algo que piensa, que pensar es una actividad y el efecto de un ser que es pensado como causa, que
existe un ‘yo’ y, finalmente, que está establecido qué es lo que hay que
designar con la palabra pensar, - que yo sé qué es pensar. Pues si yo no
hubiera tomado ya dentro de mí una decisión sobre esto, ¿de acuerdo con qué
apreciaría yo que lo que acaba de ocurrir no es tal vez ‘querer’ o ‘sentir’?
En suma ese ‘yo pienso’ presupone que yo compare mi estado actual con otros estados que
yo conozco ya en mí, para de ese modo establecer, lo que tal estado es: en
razón de ese recurso a un ‘saber’ diferente tal estado no tiene para mí en
todo caso una ‘certeza’ inmediata”. - En lugar de aquella “certeza inmediata” en la que, dado el caso, puede creer el pueblo, el filósofo encuentra así entre sus
manos una serie de cuestiones de metafísica, auténticas cuestiones de
conciencia del intelecto, que dicen así: “¿De donde saco yo el concepto
pensar? ¿Por qué creo en la causa y en el efecto? ¿Qué me da a mí derecho a
hablar de un yo causa de mis pensamientos?” El que, invocando una especie de
intuición del conocimiento, se atreve a responder enseguida a esas
cuestiones
metafísicas, como hace quien dice: “yo pienso, y yo sé que al menos esto es
verdadero, real cierto” - ése¤ encontrará preparados hoy en un filósofo
una sonrisa y dos signos de interrogación. “Señor mío, le dará tal vez a
entender el filósofo, es inverosímil que usted no se equivoque: más
¿por qué también
la verdad a toda costa?”
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