Tumbar
tiranos es apenas un deber.
En los finales del
siglo XIX, “Siglo de Las Luces”, el subcontinente
latinoamericano había delineado su devenir histórico: dependencia
político-económica
del país del Tío Sam, con represión interna, para mantener los cánones
de la
era feudal. Las sucesivas aperturas y cierres de la economía hicieron
poco
mella en la situación de las gentes: cundía la miseria. Los países se
dislocaron, como en el caso colombiano con Panamá.
El
régimen continuo presidido por clérigos y militares, con la
voracidad inherente al ejercicio omnímodo del poder. Los hierros de la
Colonia permanecían
intactos. En el campo educativo los preceptos de libertad de enseñanza
le
otorgaban ventajas a la organización clerical y perpetuaron el sentido
filosófico
de la medieval Universidad de Salamanca.
Era
evidente la frustración que produjo una independencia sin la
correspondiente
emancipación. Todo había cambiado para que permaneciera igual. Desde
entonces
las leyes se obedecen pero no se cumplen. El estado instituciono el
síndrome de
copiar esquemas: las estructuras políticas de Francia, las ideas
económicas de
Inglaterra, el marco jurídico del Derecho Romano, todo ello con la
vigencia
plena de la institución colonial. Así el oscurantismo quedo intacto, el
clero
continuo en el ejercicio del poder y el latifundio se prolongo como una
peste;
las burguesías criollas del dinero y el poder quedaron incólumes. Todo
esto
bendecido desde los púlpitos.
Así
surge en Colombia la figura literaria y política de José Maria de
la Concepción Apolinar Vargas Bonilla, “alias” Vargas Vila, enemigo de
los
curas o “asquerosas hienas de la iglesia”, como solía llamarlos. Era
lapidario su
decir: “Dejad que la vacada sacerdotal paste en la inmensa pradera de
la
estupidez humana”. Vargas Vila huye de la persecución del gobierno
colombiano y
se refugia en Tame, Arauca, pero ahora se enfrentaba a la crueldad de
Juan
Vicente Gómez, quien protegido por los gringos, logro conservar el
poder
durante 27 largos y sangrientos años.
Vargas Vila,
también
llamado "Chepe" se hospeda en el hato El Limbo
desde donde se veía la sierra nevada de Chita. De allá descendían, en
tiempo de verano,
largas filas de indios Tunebos, cargados de zurrones repletos de
esmeraldas, concha
de gualanday y, fritas en aceite, vergas de zorro guache que
restauran el imperio de las braguetas desoladas.
Estas
sabanas oyeron al jesuita hablar de Dios a media lengua, pues
con la otra mitad hablaban de dinero y estipendios. La iglesia siempre
ha
tenido un vocabulario muy extenso para los pobres y otro muy reducido
para los
ricos. Los pobres oyen hablar de mansedumbre y los ricos de caridad! y
¡ ay de
aquel que se rebele y señale la ruina física y moral del pueblo! La
cárcel
siempre se cierra tras el disentidor y nunca para el ladrón o el
perjuro! “Los
godos no van al cielo porque Dios es liberal”, canta, mientras ordeña
en el
patio del hato un viejo peón.
Mientras
Vargas Vila oye el cuento de la venta de una indiecita
rozagante con olor a confitura con apenas 13 años de edad al dueño de
un hato
vecino, en un saman corpulento, la ultima chicharra de la tarde, reúne
en su
canto montones de monotonía y luego la dispersa por la sabana para que
se acentué
la sensación de desamparo y lejanía en esos territorios.
Arde
la sabana, ¿culpable? los indios iguanitos que solían venir al pueblo
a cambiar tarrayas, miel y caraña por sal pero los plomearon, para
quitarles la
sabana donde siempre habían vivido y se pusieron, desde entonces,
bravos.
La
torre de la iglesia de Arauca es el atalaya más respetable para que
el sacristán se encarame a tocar las campanas cada vez que el cura
Berroteran
encuentra motivos para comunicarse con la feligresía. El clamoreo del
bronce
persiste más de lo debido y los curiosos comienzan a arracimarse a las
puertas
de la iglesia para conocer las causas de tanto ruido. Héctor Murzi se
decía
para sus adentros: “Dos a una que la vaina es conmigo!”.
Era
un incendio que comenzaba a propagarse desde la iglesia hacia las
casas vecinas, incluyendo la casa comercial Pozo di Borgo, propiedad de Héctor Murzi. Su compadre Samudio le grita:
“Compadre
Héctor, saque del almacén la mercancía porque este candelon no lo para
nadie!”,
a lo que el descendiente de teucros y famoso
blasfemo le responde: “Pozo di Borgo no se quema ni que lo quiera
Dios!. Lo
cierto es que la casa se quemo hasta los cimientos y el blasfemo perdió
quince
mil pesos de oro, representados en tafetanes, brandy y perfumería
francesa
llevados allí a través del Orinoco. El comerciante frunció los hombros
y respondió
con soberbia un comentario indiscreto:
-
Arruinado yo?. Pendejos! Los masones no nos
arruinamos nunca!
Héctor
Murzi se la juro a Dios y de allí nació su entusiasmo por la
amistad con Vargas Vila.
Extractos
de “Tumba Tiranos” de Eduardo Mantilla Trejos, 1992.
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