
A pesar de mis compromisos por la ciencia, que no admite sino
lo que se puede comprobar con los sentidos, me resisto a encarcelar dentro de
este rigor a dos sentimientos tan específicos de la especie humana como lo son
el amor y la ternura. El amor es una riqueza inagotable en el corazón de los
hombres buenos. A veces abunda más entre los habitantes de una aldea triste, que
entre los pobladores de las urbes resplandecientes de luces, que no iluminan
jamás su sordidez oculta. No envidiaré nunca la codicia de los que almacenan
caudales que no les darán ninguna posterioridad. Pertenezco al sector de esa
gente que a veces no tiene sino una sonrisa triste para obsequiar a los
demás, sin embargo, posee también un alma díafana para disfrutar los verdaderos
encantos de este buen mundo. He conocido un muchacho poeta - hace cincuenta años
que lo es - que nunca ha colmado ni su diminuta caja de valores temporales, ni
su gran alforja de afectos que se le van casi siempre sin retorno. Sin embargo,
con el rostro encendido de entusiasmo me decía: "Yo también tengo mis
tesoros".
Me mostró el Diario de sus confidencias
sentimentales, y allí figuraba la muchacha esbelta, ingenua y díscola como una
gacela en el bosque, a quién él, desmirriado soñador de un pueblo, le declara
inútilmente sus ardores amorosos. La muchacha amaba a uno de esos afortunados
hombres sin mucha luz en la mirada pero con otros atributos, tal vez igualmente
valederos.El muchacho poeta renunció al asedio de su pretendida, pero
resueltamente la atraapó en sus recuerdos.
Me explicaba que en esta vida no debemos olvidar, porque nos
rehusaron, a esos bellos seres que con la simple indulgencia de sus rostros nos
inspiraron un amor tan firme como puro. En las horas en que la angustia
pareciera ahogarnos, el evocar sus imágenes o el sentirlos silenciosamente cerca
de nosotros, el saber de que nos tributan una mirada amable, es suficiente
para renovarnos las ganas de vivir y de afianzarnos la esperanza de que algún
día un poco de bienhechora alegría pasará por nuestros corazones. Esos seres
mágicos, que concebimos como emergidos de un cuento de hadas, tienen el
don de adormecer nuestras penas y de alimentarnos la imposible idea de que
algún día nos pertenecerán.
Yo he tomado lecciones de este lírico amigo, el mejor de
todos y también concibo la nobleza del amor, no en la medida en que lo
recibimos, sino en la proporción en que lo entregamos. Después de todo soy un
pequeño discípulo de ese gran humanista llamado Romain
Rolland quién al ponderar sus fracasos sentimentales reía
jubilosamente y decía: "Aquellos a quiénes amamos tienen contra
nosotros todos los derechos, hasta el de no correspondernos".
Debemos por tanto, perpetuar nuestra lealtad por la gracia de esas gentes que
sin amarnos pueden comunicarnos fuerza y aliento hasta con la imagen de su
recuerdo. En ellas tendremos siempre medios para neutralizar el dolor y
puertos seguros para protegernos contra las tempestades.
Romain Rolland, premio nobel de Literatura en
1915, probó e hizo que la humnidad conociera la grandeza espiritual de Mahatma
Ghandi
Juan Cristobal, ese maravilloso personaje de Rolland, más
real acaso que su mismo autor, cuando las pesadumbres se le acumulaban
solía exclamar: "Sufro, luego existo, ¡qué bueno es
sufrir! . Pudiera haber sentenciado también, sin que
sus palabras fueran distintas: amo, luego existo, ¡que bueno es
amar!. En la vida de todo hombre, aunque tenga el "pobre
aliño indumentario" que se atribuía a don Antonio Machado,
puede suscribir estas coplas volanderas del gran poeta andaluz:
En el corazón tenía.....
la espina de una pasión
logré arrancármela un día
ya no siento el corazón....
Aguda espina dorada
¡quién te pudiera tener
en el corazón clavada!
El amor es un abierto y despejado paraje donde no tienen
lugar las cosas transitorias de la ambición y la codicia, es como un bazar
encantado donde se conceden sin esfuerzo los más hermosos presentes para los
seres que amamos: el arco iris de una mañana serena, el transparente
arroyo con sus piedrecillas blancas u azules en el fondo del cauce, el trino de
los pájaros que le canta al alba para ver si le consigue novia, el suave aleteo
de la brisa viajera de un mar distante o el tímido verso que siempre callaron
nuestros labios.
(Tomado de El anhelo Constante, de Arístides Bastidas)