EL TERRORISTA EN
EL ESPEJO
Noam Chomsky - Feb 2006
“Terror” es un término que
provoca con razón emociones fuertes y preocupación profunda. La preocupación
primordial debería llevar, naturalmente, a adoptar medidas que mitigaran la
amenaza, que ha sido grave ya en el pasado y que lo va a ser incluso aún más
en el futuro.
Para proceder seriamente, hemos
de establecer algunas directrices. Aquí van algunas, muy sencillas:
- Los hechos importan, aunque no
nos gusten.
- Los principios morales
elementales importan, incluso si tienen consecuencias que preferiríamos no
enfrentar.
- Que haya una relativa claridad
importa. No tendría sentido buscar una definición absolutamente precisa de
“terror”, o de cualquier otro concepto, fuera de las ciencias experimentales
y de las matemáticas y, a menudo, incluso ahí. Pero deberíamos buscar
claridad suficiente para al menos distinguir la noción terror de otras dos
nociones que bordean preocupantemente sus límites: agresión y legítima
resistencia.
Si aceptamos estas directrices,
hay caminos muy constructivos para abordar los problemas del terrorismo, que
son muy graves. Se afirma habitualmente que algunas de las políticas actuales
no ofrecen soluciones. Revisen los archivos y creo que encontrarán que hay una
alternativa exacta ante esa acusación: “Presentan soluciones, pero no me
gustan”.
Supongan, pues, que aceptamos
esas sencillas directrices. Volvamos a la “Guerra contra el Terror”.
Una vez que los hechos importan, importa el hecho de que George W. Bush no
declaró la Guerra el 11-S, sino que fue la administración Reagan, hace veinte
años, quien lo hizo.
Llegaron al poder afirmando que
su política exterior enfrentaría lo que el Presidente denominó como
“diabólico azote del terrorismo”, una plaga extendía por
“depravados adversarios de la misma civilización” en un “retorno a la
barbarie en la edad moderna” (Secretario de Estado George Shultz). La campaña
se conformó adoptando la forma particularmente virulenta de plaga: el
terrorismo internacional dirigido desde el estado. El foco principal fue
América Central y Oriente Próximo, pero alcanzó el sur de Africa, el Sureste
Asiático y donde uno ose mirar.
Un segundo hecho es que la guerra
se declaró y se llevó a cabo más o menos por la misma gente que estaba
dirigiendo la guerra, otra vez declarada, contra el terrorismo. El componente
civil de esa Guerra contra el Terror tiene al frente a John Negroponte,
designado el pasado año para supervisar todas las operaciones de
contraterrorismo. Como Embajador en Honduras, estuvo a cargo de la mayor
operación de la primera Guerra contra el Terror, la guerra de la contra hacia
Nicaragua, promovida y lanzada sobre todo desde bases estadounidenses en
Honduras. Volveremos a examinar sus tareas. El componente militar de la Guerra
de nuevo declarada estaba dirigido por Donald Rumsfeld. Durante la primera
fase de la Guerra contra el Terror, Rumsfeld fue el enviado especial de Reagan
en Oriente Próximo.
Allí, su principal cometido fue
establecer estrechas relaciones con Sadam Husein para que EEUU pudiera
proporcionarle ayuda a gran escala, incluidos medios para desarrollar armas de
destrucción masiva, prosiguiendo mucho después con las bestiales atrocidades
contra los kurdos y el fin de la guerra con Irán. El objetivo oficial, en
absoluto disimulado, era la responsabilidad que Washington asumió para ayudar
a los exportadores estadounidenses y el “notablemente unánime punto de vista”
de Washington y sus aliados británicos y arabo-saudíes de que
“cualquiera que fueran los pecados del dirigente iraquí, ofreció a
Occidente y a la región una mejor esperanza para la estabilidad de su país que
la que podían ofrecer aquellos que sufrieron su represión” –
afirmó Alan Cowell, el corresponsal en Oriente Pr óximo del New York Times,
describiendo el criterio de Washington acerca de que George Bush I autorizó a
Sadam para aplastar, en 1991, la rebelión Chií que probablemente habría
derrocado al tirano.
Sadam está siendo finalmente
procesado por sus delitos. El primer proceso, ahora en curso, es por los
delitos cometidos en 1982. 1982 fue un año importante en las relaciones entre
EEUU e Iraq. Fue ese mismo año cuando Reagan sacó a Iraq de la lista de
estados que apoyaban el terrorismo a fin de que la ayuda pudiera fluir hasta
su amigo en Bagdad.
Rumsfeld visitó entonces la
capital para confirmar los acuerdos. Si juzgamos por los informes y
comentarios, aunque se considere de mala educación mencionar cualquiera de
estos hechos, permítanme sugerir que algunos otros personajes más deberían
estar sentados junto a Sadam en el banquillo de la justicia.
Al sacar a Sadam de la lista de
estados que apoyaban al terrorismo, se produjo un vacío. Ese vacío se llenó de
forma inmediata con Cuba, quizá en reconocimiento del hecho de que las guerras
terroristas de EEUU contra Cuba desde 1961 habían llegado a su cenit,
incluidos algunos sucesos que deberían aparecer justo ahora en primera página
en algunas sociedades que valoraban su libertad, a lo cual volveré en breve.
De nuevo, todo eso nos está
diciendo algo sobre las actitudes reales de las elites frente a la plaga de la
edad moderna.
Una vez que se prosiguió la
primera Guerra contra el Terror por aquellos que ahora han declarado
de nuevo la guerra, o sus inmediatos mentores, lo lógico es que cualquiera que
se interese seriamente por la actual Guerra contra el Terror
preguntara de una vez cómo se desarrolló la de los años ochenta. Sin embargo,
la cuestión está virtualmente prohibida. Lo cual se puede entender tan pronto
como investiguemos los hechos: la primera Guerra contra el Terror se
convirtió rápidamente en una guerra terrorista brutal y asesina por todos los
rincones del mundo adonde llegó, dejando sociedades tan traumatizadas que
quizá no se puedan recuperar nunca.
Huelga decir que lo que sucedió
no es que sea oscuro, sino que es inaceptable doctrinalmente, por tanto se
trata de evitar que pueda ser examinado. Desenterrar los archivos es un
ejercicio esclarecedor, con enormes implicaciones de cara al futuro.
Esos son varios de los hechos
fundamentales y son los que sin duda importan. Volvamos a la segunda de las
directrices: los principios morales básicos. El más básico de
todos es una obviedad auténtica: las personas decentes se aplican a ellas
mismas las mismas normas que aplicarían a los demás, o más estrictas aún.
La adhesión a este principio de
universalidad tendría muchas consecuencias útiles. Para empezar, se salvarían
muchos árboles. Si se cumpliera ese principio, se reduciría radicalmente la
información publicada y los comentarios acerca de asuntos políticos y
sociales.
Eliminaría virtualmente la
disciplina puesta de moda hace poco sobre la teoría de la Guerra Justa. Y
haría casi borrón y cuenta nueva con respecto a la Guerra contra el Terror. La
razón es la misma en todos los casos: se rechaza el principio de
universalidad, en la mayor parte de los casos de forma tácita, aunque en otros
explícitamente.
Esas son afirmaciones
demoledoras. Las he expuesto crudamente a propósito para invitarles a
desafiarlas y espero que lo hagan. Creo que encontrarán que aunque las
afirmaciones están un tanto en números rojos, sin embargo están incómodamente
cercanas a la certeza y, de hecho, profusamente documentadas. Prueben suerte
Vds. mismos y verán.
En algunas ocasiones, al menos de
palabra, se defiende la más elemental de las perogrulladas morales. El
Tribunal de Nuremberg es un ejemplo de importancia crucial para los tiempos
actuales. Al sentenciar a muerte a los criminales de guerra nazis, el juez
Robert Jackson, el Jefe de los Fiscales de EEUU, habló de forma elocuente y
memorable acerca del principio de universalidad:
“Si
consideramos como delitos determinados actos que violan los
tratados, son delitos ya
sea EEUU o Alemania quien los cometa, y no podemos establecer una norma de
conducta criminal contra otros que no estemos dispuestos a invocar contra
nosotros… No debemos olvidar que los antecedentes sobre los que juzgamos a
estos acusados son los antecedentes sobre los que la historia nos juzgará a
nosotros mañana. Presentar ante estos acusados un cáliz envenenado supone
ponerlo también en nuestros propios labios”.
Esta es una clara y honorable
afirmación del principio de universalidad. Pero el mismo juicio de Nuremberg
violó de forma decisiva este principio. El Tribunal tenía que definir “crimen
de guerra” y “crímenes contra la humanidad”. Se manipularon cuidadosamente
estas definiciones para que los delitos fueran considerados criminales
sólo si no eran los aliados los que los cometían. Se excluyó el bombardeo
de urbes con concentraciones de civiles, porque los aliados habían llevado a
cabo bombardeos de forma aún más bárbara que los nazis.
Y los criminales de guerra nazis,
como el Almirante Doenitz, pudieron alegar con éxito que sus homólogos
británicos y estadounidenses habían desarrollado las mismas acciones. El
razonamiento fue perfilado por Telford Taylor, un distinguido abogado
internacionalista que fue el jefe de los fiscales de Jackson para Crímenes de
Guerra. Explicó que “castigar al enemigo –especialmente al enemigo
derrotado- por conductas en las cuales la nación que las impone se ha visto
involucrada, sería tan extremadamente injusto que desacreditaría las mismas
leyes”.
Eso es correcto, pero la misma
definición operativa de “crimen” también desacredita a las propias leyes.
Tribunales posteriores se han visto desacreditados por el mismo defecto legal,
pero la auto-exoneración de los poderosos del derecho internacional y de los
principios mor ales elementales va más allá del ejemplo anterior y alcanza
justo a todos los aspectos de las dos fases de la Guerra contra el Terror.
Volvamos al tercer tema de fondo:
definir qué es “terror” y diferenciarlo de agresión y resistencia legítima. He
estado escribiendo sobre el terror durante 25 años, incluso desde que la
administración Reagan declaró su Guerra contra el Terror. He estado
utilizando definiciones que parecen ser adecuadas por partida doble: en primer
lugar, tienen sentido; y en segundo, son las definiciones oficiales de esas
formas de hacer la guerra.
Tomando una de esas definiciones
oficiales, terrorismo es “el uso calculado de la violencia o de la amenaza
de violencia para conseguir objetivos que son de naturaleza política,
religiosa o ideológica… mediante la intimidación, la coacción o inculcando
temor”, típicamente sobre objetivos civiles.
La definición del gobierno
británico es parecida: “Terrorismo es el uso, o amenaza, o acción, de
violencia, que causa daños o perturba, y que se planea para influir en
gobiernos o intimidar a pueblos con el propósito de hacer progresar una causa
política, religiosa o ideológica”.
Estas definiciones parecen ser
bastante claras y en su uso normal resultan cercanas. También parece que hay
acuerdo general en que son adecuadas cuando se trata del terrorismo de los
enemigos.
Pero, inmediatamente, aflora un
problema. Estas definiciones producen una consecuencia completamente
inaceptable [para algunos]: llevan a deducir que EEUU es un estado terrorista
importante, y lo fue de modo espectacular durante la guerra Reaganita contra
el terror.
Cojamos, simplemente, el caso más
claro: la guerra de terrorismo de estado dirigida por Reagan contra Nicaragua
fue condenada por el Tribunal Internacional, con apoyo de dos resoluciones del
Consejo de Seguridad (vetadas por EEUU, con el Reino Unido absteniéndose
educadamente).
Otro caso completamente claro es
el de Cuba, donde los antecedentes son hasta ahora voluminosos, sin que quepa
polémica alguna. Y hay una larga lista que supera con creces ambas
situaciones.
Sin embargo, podemos preguntarnos
si esos crímenes, como el del ataque de estado contra Nicaragua, son realmente
terrorismo o si elevan el listón hasta el crimen mucho más grave de agresión.
El concepto de agresión fue definido con mucha claridad por el Juez Jackson en
Nurenberg en términos que fueron reiterados básicamente en una autorizada
resolución de la Asamblea General.
Un “agresor”, propuso Jackson al
Tribunal, es un estado que es el primero en cometer acciones tales como
“invasión de sus fuerzas armadas, con o sin declaración previa de
guerra, del territorio de otro Estado”, o
“Prestación de apoyo a bandas armadas formadas en el territorio de
otro Estado; o denegación de apoyo, a pesar de la solicitud del Estado
invadido; o negarse a adoptar en su propio territorio todas las medidas que
estén en su mano para privar a esas bandas de cualquier ayuda o
protección”.
La primera provisión se aplica
sin ambigüedades a la invasión anglo-estadounidense de Iraq. La segunda, de
forma clara, se aplicaría a la guerra de EEUU contra Nicaragua. Sin embargo,
podríamos conceder el beneficio de la duda a los actuales detentadores del
poder en Washington y a sus mentores, considerándoles sólo culpables del
crimen menor de terrorismo internacional, pero a escala inmensa y sin
precedentes.
Puede recordarse también que en
Nuremberg se definió la agresión como “el supremo crimen
internacional", diferenciándose de otros crímenes de guerra sólo
en que contiene en sí mismo el mal absoluto acumulado – por ejemplo, todo el
espanto y daño que ha inundado la torturada tierra de Iraq a partir de la
invasión anglo-estadounidense; y también en Nicaragua, si la acusación no se
reduce al terrorismo internacional.
Y asimismo en Líbano y, hasta
llegar a la actualidad, tantas y tantas otras víctimas que son olvidadas con
total facilidad con la excusa de que se trató de una acción equivocada. El 13
de enero pasado, un avión de combate controlado a distancia atacó un pueblo en
Pakistán, asesinando a docenas de civiles, familias enteras que tan sólo
vivían cerca de un a sospechada guarida de Al Qaida.
Esas acciones rutinarias atraen
poca atención, un legado del envenenamiento cultural moral llevado a cabo
durante siglos de bestialidad imperial.
El Tribunal Internacional no
asumió la acusación de agresión en el caso de Nicaragua. Las razones son
instructivas y de enorme relevancia contemporánea. El caso de Nicaragua fue
presentado por el profesor de Derecho de la distinguida Universidad de Harvard
Abram Chayes, anterior consejero legal en el Departamento de Estado. El
Tribunal rechazó gran parte de su caso sobre la base de que al aceptar la
jurisdicción creada por el Tribunal Internacional de 1946, EEUU había
introducido una reserva por la que quedaban excluidos de procesamiento en
virtud de tratados multilaterales, incluida la Carta de NNUU.
El Tribunal, por tanto, tuvo que
restringir sus deliberaciones al derecho internacional consuetudinario y a un
tratado bilateral Nicaragua-EEUU, a fin de que las acusaciones más graves
quedaran excluidas. Incluso con una esfera tan reducida de actuación, el
Tribunal acusó a Washington de “uso ilícito de fuerza” –hablando en román
paladino, de terrorismo internacional- y ordenó poner fin a los crímenes y el
pago de importantes compensaciones. Los Reaganitas reaccionaron mediante una
escalada de la guerra, aprobando también ataques de sus fuerzas terroristas
contra “objetivos fáciles”: blancos constituidos por civiles
indefensos.
La guerra terrorista dejó el país
arruinado, con un número de muertes de 2,25 millones, más del total de la suma
de todas las víctimas de guerra de la historia de EEUU. Una vez que el
destrozado país cayó de nuevo bajo control estadounidense, la situación de
miseria se deterioró aún más. Ahora es el segundo país más pobre de
Latinoamérica después de Haití – y de forma accidental, también el segundo
después de Haití en la intensidad de la intervención estadounidense durante el
pasado siglo.
La forma habitual de lamentar
estas tragedias es decir que Haití y Nicaragua aparecen “arrasadas por
tormentas que ellas mismas han creado”. Citando al Boston Globe, en el extremo
liberal del periodismo estadounidense. Guatemala figura en el tercer lugar
tanto por la mi seria como por las intervenciones, más tormentas fabricadas
asimismo por su culpa…
Para el canon occidental, nada de
esto existe. Todo está excluido no sólo de los comentarios e historia en
general, sino también, elocuentemente, de la inmensa literatura sobre la
Guerra contra el Terror declarada de nuevo en 2001, aunque apenas pueda ser
puesta en duda su importancia.
Estas consideraciones están
relacionadas con la frontera entre terror y agresión. ¿Qué ocurre con la
frontera entre terror y resistencia? Una de las cuestiones que se plantean es
la legitimidad de las acciones para conseguir “el derecho a la
autodeterminación, libertad e independencia derivadas de la Carta de las
Naciones Unidas de los pueblos privados a la fuerza de ese derecho…,
particularmente de los pueblos bajo regímenes coloniales y racistas y
ocupación extranjera…”
¿Caen esas acciones bajo el
concepto de terror o de resistencia? Las palabras citadas provienen de la
denuncia más enérgica del crimen de terrorismo efectuada en la Asamblea
General de UN, en diciembre de 1987, asumida bajo presiones Reaganitas. Por
eso es, obviamente, una resolución importante, incluso más aún por la casi
unanimidad del apoy o prestado. La resolución fue aprobada, por 153 votos
afirmativos frente a 2 negativos (sólo Honduras se abstuvo). Afirmaba que
“nada en la presente resolución podrá perjudicar en forma alguna el
derecho a la autodeterminación, libertad e independencia”, como se
señalaba en las palabras citadas. Los dos países que votaron en contra de la
resolución explicaron sus razones en la sesión de Naciones Unidas. Se basaban
precisamente en el párrafo citado.
Entendían que la frase “regímenes
racistas y coloniales” se refería a su aliado, el apartheid sudafricano, que
entonces consumaba sus masacres por los países vecinos y continuaban con la
brutal represión dentro del suyo. Evidentemente, EEUU e Israel no podían
aceptar la resistencia ante el régimen del apartheid, especialmente cuando
estaba dirigido por el ANC de Nelson Mandela, uno de los “grupos más
notoriamente terroristas” del mundo, como Washington lo definió en
aquella época.
Admitir legitimidad a la
resistencia contra “la ocupación extranjera” era también inaceptable. Se
entendía que la frase se refería a la ocupación militar israelí apoyada por
EEUU, que entonces cumplía veinte años. Evidentemente, la resistencia a esa
ocupación no podía ser nunca consent ida, aunque en la época de la resolución
apenas existiera: a pesar de las extendidas torturas, la degradación, la
brutalidad, el robo de la tierra y los recursos y otras concomitancias
familiares para la ocupación militar, los palestinos bajo ocupación seguían
siendo todavía “ Samidin ”: aquellos que resisten silenciosamente.
No hay vetos a nivel técnico en
la Asamblea General. En el mundo real, un voto negativo de EEUU es un veto, de
hecho es un doble veto: la resolución no se cumple, por lo que resulta vetada
como denuncia y como antecedente histórico.
Debería añadirse que esa pauta de
votación es muy común en una amplia gama de cuestiones tanto en la Asamblea
General como en el Consejo de Seguridad. Incluso desde mediados de la década
de la década de los sesenta, cuando el mundo se escapó de control, EEUU se
mantuvo, con diferencia, a la cabeza de los países que utilizaban los vetos en
el Consejo de Seguridad, Gran Bretaña fue el segundo, sin ningún otro país que
se les aproximara.
Tiene también algún interés
señalar que una mayoría del pueblo estadounidense es partidaria de abandonar
de l derecho al veto y de seguir la voluntad de la mayoría incluso si
Washington lo desaprueba, hechos virtualmente desconocidos en EEUU, y supongo
que también en otros lugares. Eso sugiere otra forma conservadora de abordar
algunos de los problemas mundiales: prestar atención a la opinión pública.
Hasta el momento actual, el
terrorismo dirigido o apoyado por los estados más poderosos no ha parado,
eligiendo con frecuencia medios escandalosos. Estos hechos ofrecen una útil
sugerencia acerca de cómo mitigar la plaga propagada por “los depravados
adversarios de la civilización misma” en “una vuelta a la barbarie en tiempos
modernos”: Acabar con la participación y con el apoyo al terrorismo. Eso
contribuiría ciertamente a las objeciones proclamadas.
Pero esa sugerencia también está
fuera de agenda por las razones de siempre. Cuando se la invoca en alguna
ocasión, la reacción que se produce nos lleva a reflexionar: una pataleta
alegando que quienes hacen esta propuesta, que realmente es más bien
conservadora, culpan de todo a EEUU. Incluso saneando cuidadosamente la
discusión, los dilemas surgen constantemente.
Muy recientemente afloró uno
cuando Luis Posada Carriles entró de forma ilegal en EEUU.
Aunque le apliquemos la
definición operativa restringida de “terror”, es de forma clara uno de los más
tristemente célebres terroristas internacionales desde los años de la década
de los sesenta hasta la actualidad. Venezuela pidió que fuera extraditado para
que se enfrentara a la acusación de haber hecho estallar una bomba en un avión
de CUBANA en Venezuela en el que murieron 73 personas. Tras escapar
increíblemente Posada de una prisión venezolana, el liberal Boston Globe
informó, “Había sido contratado por operativos secretos estadounidenses para
dirigir la operación de reabastecimiento desde El Salvador para la contra
nicaragüense” – es decir, que había jugado un papel destacado en atrocidades
terroristas que son incomparablemente peores que hacer estallar el avión de
CUBANA.
De ahí el dilema. Citando a la
prensa: “Si fuese extraditado y se le sometiera a juicio, se estaría
enviando una señal preocupante a los agentes secretos extranjeros de que no
pueden contar con la protección incondicional del gobierno estadounidense, y
se expondría a la CIA a revelaciones públicas vergonzosas sobre anteriores
actuaciones”. Evidentemente, es un problema con difícil solución.
Afortunadamente, el dilema de
Posada fue resuelto por los tribunales, que rechazaron la solicitud de
extradición, violando así el tratado de extradición firmado entre EEUU y
Venezuela.
Un día después, el director del
FBI, Robert Mueller, urgió a Europa a acelerar las demandas estadounidenses de
extradición que habían solicitado: “Siempre intentamos ver cómo podemos
agilizar los procesos de extradición”, dijo. “Pensamos que se lo debemos a las
víctimas del terrorismo, para que vean que la justicia se cumple de forma
eficiente y efectiva”.
Poco después, en la Cumbre
Ibero-Americana, los dirigentes de España y los países latinoamericanos
“apoyaron los esfuerzos de Venezuela para que EEUU extraditara [a Posadas]
para someterlo a juicio” por el caso del avión de CUBANA, y condenaron de
nuevo el “bloqueo” estadounidense de Cuba, endosando las casi unánimes
resoluciones regulares de Naciones Unidas, la más reciente votada por 179
votos a favor y 4 en contra (EEUU, Israel, las Islas Marshall, Palau).
Tras fuertes protestas de la
Embajada de EEUU, la Cumbre retiró la petición de extradición pero se negó a
ceder en la demanda de que aquel país ponga fin a la guerra económica [contra
Cuba]. Posada es libre por tanto de reunirse en Miami con su colega Orlando
Bosch. Éste está implicado en docenas de crímenes terroristas, incluida la
voladura del avión de CUBANA, muchos de ellos en suelo estadounidense. El FBI
y el Departamento de Justicia querían deportarle por amenaza a la seguridad
nacional, pero Bush puso mucho empeño en garantizarle un perdón presidencial.
Hay muchos ejemplos de ese tipo.
Deberíamos tenerlos presentes cuando leemos el pronunciamiento apasionado de
Bush II de que “EEUU no distingue entre quienes cometen actos de terror y
quienes los apoyan, porque son igualmente culpables de asesinato”, y
“el mundo civilizado debe llamar a capítulo a esos países”.
Esto fue lo que se proclamó con
grandes aplausos en el National Endowment for Democracy unos cuantos días
después de que se rechazara la petición de extradición de Venezuela.
Los comentarios de Bush plantean
otro dilema. Ya que EEUU es parte del mundo civilizado, debería enviar a la
fuerza aérea a bombardear Washington; o declararse a si mismo fuera del mundo
civilizado.
La lógica es impecable, pero
afortunadamente, la lógica ha sido despachada hacia el fondo del agujero de la
memoria, al igual que las perogrulladas morales.
La doctrina de Bush de que
“quienes albergan a terroristas son tan culpables como los mismos
terrorismos” fue promulgada cuando los talibanes pidieron
evidencias antes de entregar a las personas sospechosas, según EEUU, de
terrorismo – no había evidencias creíbles, como el FBI concedió muchos meses
después.
Esa doctrina es tomada muy en
serio. Graham Allison, especialista en relaciones internacionales de Harvard,
escribe que “se ha convertido de hecho en una norma de relaciones
internacionales”, revocando “la soberanía de los estados que proporcionan
santuario a los terroristas”.
Pero sólo en el caso de algunos
estados, gracias al rechazo del principio de universalidad.
Uno podría haber pensado que
también se podría haber planteado un dilema cuando John Negroponte fue
nombrado para el puesto de jefe del contraterrorismo. Como Embajador en
Honduras durante los años ochenta, estuvo al frente de la mayor estación de la
CIA del mundo, no porque Honduras desempeñara un gran papel en los asuntos
mundiales, sino porque Honduras era la base principal de EEUU en la guerra
terrorista internacional por la que Washington fue condenado por el Tribunal
Internacional de Justicia y el Consejo de Seguridad (por ausencia de veto).
Conocido en Honduras como “el
Procónsul”, Negroponte tenía la misión de asegurar que las operaciones
terroristas internacionales, que alcanzaron niveles notables de brutalidad,
funcionaran eficientemente. Sus responsabilidades en el control de la guerra
sobre el escenario sufrieron un vuelco al prohibirse la financiación oficial
en 1983, y tuvo que cumplir las órdenes de la Casa Blanca de sobornar y
presionar a los antiguos generales hondureños para que aumentaran sus apoyos a
la guerra terrorista utilizando fondos procedentes de otras fuentes, más tarde
llegaron fondos transferidos ilegalmente de la venta de armas de EEUU a Irán.
El más vicioso de los asesinos y
torturadores hondureños fue el General Alvarez Martínez, jefe de las fuerzas
armadas hondureñas en aquella época, quien había informado a EEUU de que
“tenía la intención de utilizar el método argentino para eliminar a los
sospechosos de subversión”. Negroponte negó siempre los espantosos
crímenes de estado cometidos en Honduras asegurando que la ayuda militar
continuaría fluyendo para el terrorismo internacional. Conociendo todos los
hechos de Alvarez, la administración Reagan le concedió la medalla del Mérito
de la Legión por “apoyar el éxito de los procesos democráticos en
Honduras”.
La unidad de elite responsable de
los peores crímenes en Honduras era el Batallón 3-16, organizado y preparado
por Washington y sus asociados neo-nazis argentinos. Los oficiales militares
hondureños a cargo del Batallón figuraban en la nómina de la CIA. Cuando el
gobierno de Honduras trató finalmente de abordar esos crímenes y llevar a los
responsables de los mismos a la justicia, la administración Reagan-Bush
rechazó permitir que Negroponte testificara, como requirieron los tribunales.
No hubo virtualmente reacción
alguna ante el nombramiento de un importante terrorista internacional para el
puesto más importante del contraterrorismo mundial. Ni tampoco frente al hecho
de que, justo al mismo tiempo, a la heroína de la lucha popular que derrocó el
atroz régimen de Somoza en Nicaragua, Dora María Téllez, se le negara un
visado por terrorista para ir a enseñar en el Harvard Divinity School .
Su crimen era haber ayudado a
derrocar a un tirano y asesino de masas apoyado por EEUU. Orwell no habría
sabido si llorar o reír.
Hasta el momento, me he estado
ajustando a la clase de tópicos que podrían abordarse en una discusión sobre
la Guerra contra el Terror que no ha sido deformada por las leyes de hierro de
la doctrina. Y eso apenas llega a arañar la superficie. Pero permítanme ahora
asumir la hipocresía y cinismo reinantes en Occidente y mantener la definición
operativa de “terror”. Es idéntica a las definiciones oficiales, pero con la
misma excepción de Nuremberg: el terror inadmisible es tu terror; el
nuestro está exento. Sin duda, incluso con esta limitación, el terror es
un problema importante. Y mitigar o acabar con esa amenaza debería ser una
prioridad absoluta.
Lamentablemente, no lo es. Todo
eso es demasiado fácil de demostrar y, probablemente, las consecuencias van a
ser muy graves.
La invasión de Iraq es quizás el
ejemplo más aplastante de la escasa prioridad concedida por los dirigentes
anglo-estadounidenses a la amenaza del terror. Los planificadores de
Washington habían advertido, incluso a través de sus propias agencias de
inteligencia, que era probable que la invasión aumentara el riesgo del
terrorismo. Y así fue, como sus propias agencias de inteligencia lo confirman.
El Consejo Nacional de
Inteligencia informó hace un año que “Iraq y otros posibles conflictos en
el futuro podrían proporcionar reclutamiento, campos de entrenamiento,
habilidades técnicas y capacidad para una nueva clase de terroristas que se
han 'profesionalizado' y para quienes la violencia política se
convierte en un fin en sí misma”, extendiéndose por todas partes para
defender las tierras musulmanas de los ataques de “invasores infieles”
mediante una red globalizada de “difusos grupos islámicos extremistas”, con
Iraq reemplazando ahora los campos de entrenamiento afganos para esa red más
extensa; todo como resultado de la invasión.
Un examen gubernamental de alto
nivel de la “guerra contra el terror” dos años después de la invasión “se
centró en cómo afrontar el aumento de una nueva generación de terroristas
entrenados en Iraq en los dos últimos años.
Altos funcionarios
gubernamentales están concentrando su atención cada vez más para poder
anticipar lo que uno llamó “el desangramiento” de cientos o miles de
yihadistas entrenados en Iraq regresando a sus países de origen a través de
Oriente Próximo y Europa Occidental. “Es un elemento nuevo de una ecuación
nueva”, dijo un antiguo funcionario de la administración Bush. “Si no sabes
quiénes están en Iraq, ¿cómo vas a localizarles en Estambul o en Londres? (
Washington Post) .
El pasado mayo, la CIA informó
que “Iraq se ha convertido en un imán para los militantes islámicos de
forma parecida a como lo fue el Afganistán ocupado por los soviéticos de hace
dos décadas y Bosnia en la década de 1990”, según afirmaron los
funcionarios estadounidenses en el New York Times .
La CIA concluyó que “Iraq
puede probar ser un campo de entrenamiento de extremistas islámicos más
efectivo aún de lo que fue Afganistán en los primeros tiempos de Al Qaeda,
porque está sirviendo como auténtico laboratorio mundial para el combate
urbano”.
Poco después de las bombas de
Londres en julio pasado, Chatham House publicó un estudio que concluía
diciendo que “no hay duda de que la invasión de Iraq ha servido para
impulsar la red de Al Qaida en cuanto a propaganda, reclutamiento y aumento de
financiación, mientras que ha proporcionado un área ideal de entrenamiento a
los terroristas”; y que “el Reino Unido estará sometido a riesgos
especiales por ser el aliado más cercano de EEUU” y va “a horcajadas” de
la política estadounidense en Iraq y Afganistán.
Hay extensas evidencias que
muestran que –como ya se vaticinó- la invasión ha aumentado el riesgo de
terrorismo y proliferación nuclear. Desde luego, ninguna de esas evidencias
muestra que los planificadores prefirieran estas consecuencias, pero sí deja
ver que no les preocupaban gran cosa en comparación con prioridades más
importantes y poco claras, sólo a aquellos que prefieren lo que los
investigadores en derechos humanos denominan en algunas ocasiones “ignorancia
deliberada”.
Una vez más encontramos, y muy
fácil fácilmente, una vía para reducir la amenaza del terrorismo: no actuar de
forma que –previsiblemente- se aumente la amenaza. Aunque se previno un
aumento del terror y de la proliferación, la invasión lo consiguió incluso por
vías imprevisibles.
Se dice a menudo que no se
encontraron armas de proliferación masiva en Iraq tras una búsqueda
exhaustiva. Sin embargo, eso no es muy exacto. Había depósitos de esas armas
en Iraq: fundamentalmente las producidas en la década de los ochenta gracias a
la ayuda proporcionada por EEUU e Inglaterra, entre otros. Esos lugares habían
sido revisados por los inspectores de Naciones Unidas, quienes desmantelaron
el armamento. Pero los inspectores fueron despedidos por los invasores y los
lugares quedaron sin vigilancia.
No obstante, los inspectores
continuaron desarrollando su trabajo con imágenes vía satélite. Descubrieron
un sofisticado saqueo masivo de estas instalaciones en unos 100 lugares,
incluido el equipamiento para producir misiles a propulsión sólidos y
líquidos, bio-toxinas y otras sustancias utilizables para elaborar armas
químicas y biológicas, un equipo de alta precisión capaz de construir
elementos para elaborar armas químicas y nucleares y misiles.
Un periodista jordano fue
informado por funcionarios encargados de vigilar la frontera jordano-iraquí
que una vez que las fuerzas anglo-estadounidenses se hicieron con el país, se
detectaron materiales radioactivos en uno de cada ocho camiones que cruzaban
hacia Jordania con destino desconocido.
Las ironías son casi
inexpresables. La justificación oficial para la invasión anglo-estadounidense
fue impedir el uso de unas armas de destrucción masiva que no existían. La
invasión proporcionó medios para desarrollar armas de destrucción masiva a los
terroristas que se movilizaron por culpa de EEUU y sus aliados, a saber,
mediante el equipamiento que ellos habían proporcionado a Saddam,
despreocupándose de los terribles crímenes que evocaron después a fin de
conseguir apoyos para la invasión.
Es como si Irán estuviera ahora
creando armas nucleares utilizando los materiales que para la fusión nuclear
proporcionó EEUU al Irán del Shah – lo que podría efectivamente estar
sucediendo. Los programas para recuperar y obtener esos materiales tuvieron un
éxito considerable en los noventa, pero al igual que la guerra contra el
terror, esos programas cayeron víctimas de las prioridades de la
administración Bush mientras ellos dedicaban su energía y recursos a invadir
Iraq.
En otros lugares de Oriente
Próximo también se consideraba el terror como algo secundario frente a la
necesidad de asegurar que la región está controlada. Otro ejemplo es la
imposición de Bush de nuevas sanciones a Siria en mayo de 2004, poniendo en
práctica el Acta de Responsabilidad de Siria aprobada por el Congreso unos
cuantos meses antes. Siria está en la lista oficial de estados que patrocinan
el terrorismo, a pesar de que Washington ha reconocido que Siria no ha estado
implicada en actos terroristas desde hace muchos años y que ha cooperado en
gran medida a la hora de proporcionar datos importantes de inteligencia a
Washington sobre Al Qaida y otros grupos islamistas radicales.
La gravedad de la preocupación de
Washington acerca de los vínculos de Siria con el terrorismo se reveló cuando
el Presidente Clinton ofreció sacar a Siria de la lista de patrocinadores del
terrorismo si se mostraba de acuerdo con las condiciones de paz de EEUU e
Israel en la zona. Cuando Siria insistió en recuperar su territorio ocupado,
siguió en la lista. La puesta en práctica del Acta de Responsabilidad de Siria
privó a EEUU de una fuente importante de información sobre el terrorismo
islamista radical para tratar de lograr el objetivo mas importante de
establecer en Siria un régimen que aceptara las demandas
israelo-estadounidenses.
Volviendo a otro ámbito, el
Departamento del Tesoro tiene una oficina (OFAF, Oficina de Control de Activos
Extranjeros) que tiene asignada la tarea de investigar las transferencias
financieras sospechosas, un elemento central de la “guerra contra el terror”.
En abril de 2004, la OFAC informó al Congreso que de sus 120 empleados, cuatro
fueron asignados para seguir la pista de las finanzas de Osama bin Laden y
Sadam Husein, mientras que casi dos docenas se ocupaban de reforzar el embargo
contra Cuba. De 1999 a 2003, hubo 93 investigaciones sobre terrorismo con
fondos por valor de 9000 dólares y 11.000 investigaciones sobre Cuba con 8
millones de dólares en fondos. Las conclusiones recibieron un trato de
silencio en los medios estadounidenses, así como en otras partes, que yo sepa.
¿Por qué debería el Departamento
del Tesoro dedicar más energía a estrangular a Cuba que a la “guerra contra el
terror”? Las razones fundamentales aparecían explicadas en documentos internos
de los años Kennedy-Johnson.
Los planificadores del
Departamento de Estado advirtieron que la “existencia misma” del régimen de
Castro es un “desafío triunfante” a las políticas estadounidenses que se
remonta a 150 años atrás, a la Doctrina Monroe; no a los rusos, sino el
intolerable desafío al dueño del hemisferio, igual que ocurrió con el caso de
Irán con el desafío exitoso en 1979, o el rechazo por Siria de las demandas de
Clinton.
Supimos por documentos internos
que se consideraba totalmente legítimo castigar a la población. “El pueblo
cubano es responsable de su régimen”, decidió el Departamento de Estado
de Eisenhower, por lo que EEUU tiene el derecho de hacerles sufrir mediante el
estrangulamiento económico, llegando posteriormente al terrorismo directo de
Kennedy. Eisenhower y Kennedy estuvieron de acuerdo en que el embargo
apresuraría la salida de Fidel Castro como consecuencia del “malestar
creciente entre los hambrientos cubanos”.
El pensamiento fundamental fue
resumido por el funcionario del Departamento de Estado Lester Mallory: Castro
sería eliminado “mediante el desencanto y el desafecto debido a la
insatisfacción y a la dureza económicas, por eso deberían emprenderse con
prontitud todos los medios posibles a fin de debilitar la vida económica de
Cuba para llevar hambre, desesperación y el derrocamiento del gobierno”.
Cuando Cuba estaba en situación
desesperada tras el colapso de la Unión Soviética, Washington intensificó el
castigo al pueblo cubano, a iniciativa de los liberales demócratas. El autor
de las medidas de 1992 para intensificar el bloqueo declaraba que “mi
objetivo es causar estragos en Cuba” (Representante Robert Torricelli).
Todo este estado de cosas ha
proseguido hasta el momento actual.
A la administración Kennedy le
preocupaba mucho de que la amenaza del desarrollo consolidado de Cuba pudiera
ser un modelo para otros. Pero aparte de estas preocupaciones normales, el
desafío con éxito es en sí mismo intolerable, y combatirlo alcanza un puesto
mucho más alto, como prioridad, que el de luchar contra el terror.
Estos son sólo unos ejemplos más
de principios bien establecidos, racionales a nivel interno, muy claros para
las víctimas, pero apenas perceptibles en el mundo intelectual de los
representantes.
Si reducir la amenaza del
terrorismo fuera una prioridad fundamental para Washington o Londres, como así
debería ser, habría vías para poder actuar – además de la inadecuada idea de
retirar la participación. El primer peldaño sería, sencillamente, intentar
entender sus raíces. Con respecto al terrorismo islámico, hay un amplio
consenso entre las agencias de inteligencia y los investigadores. Identifican
dos categorías: los yihadistas, que se consideran ellos mismos como
vanguardia, y su auditorio, que puede rechazar el terrorismo pero que, sin
embargo, considera justa su causa.
Una seria campaña
contraterrorista empezaría por tanto considerando los agravios y, allí donde
sea conveniente, los debería someter a tratamiento, que es lo que tendría que
hacerse con o sin la amenaza del terrorismo.
Hay amplio consenso entre los
especialistas de que el terrorismo al estilo de Al Qaeda “es actualmente
menos un producto del fundamentalismo islámico que un sencillo objetivo
estratégico: forzar a los EEUU y a sus aliados estratégicos occidentales a
retirar sus fuerzas de combate de la Península Arábiga y de otros países
musulmanes” (Robert Pape, quien ha hecho la investigación más importante
sobre los suicidas-bomba). Serios analistas han señalado que las palabras y
los hechos de bin Laden están muy correlacionados.
Los yihadistas organizados por la
administración Reagan y sus aliados pusieron fin a su terrorismo con sede
afgana en el interior de Rusia una vez que los rusos se retiraron de
Afganistán, aunque lo prosiguieron desde la musulmana Chechenia ocupada,
escenario de horripilantes crímenes rusos que nos hacen retroceder al siglo
XIX.
Osama se volvió en 1991 contra
EEUU porque los consideró ocupantes de la tierra sagrada árabe; lo que fue
admitido más tarde por el Pentágono como razón para cambiar de sitio las bases
estadounidenses de Arabia Saudí a Iraq. Además, estaban enojados con aquel
país por rechazar unirse al ataque contra Saddam.
En la más amplia investigación
académica del fenómeno de la yihad, Fawaz Gerges llega a la conclusión que,
tras el 11-S, “la respuesta dominante en el mundo musulmán hacia Al Qaeda fue
muy hostil”, especialmente entre los yihadistas, que lo miraban como un ala
extremista peligrosa. En lugar de valorar esa oposición ante Al Qaeda que se
ofreció a Washington, “la vía más efectiva de acabar con algo” encontrando
“medios inteligentes para alimentar y apoyar las fuerzas internas que se
oponían a ideologías militantes como la red de bin Laden”, expone, la
administración Bush hizo exactamente lo que bin Laden esperaba que hiciera:
recurrir a la violencia, particularmente con la invasión de Iraq.
La medersa de Al-Azhar, en
Egipto, la institución más antigua de enseñanza religiosa superior del mundo
islámico, emitió una fatwa, que consiguió grandes apoyos, aconsejando
a “todos musulmanes del mundo emprender la yihad contra las fuerzas
invasoras estadounidenses” en una guerra que Bush había declarado contra
el Islam.
Una personalidad religiosa de
Al-Azhar, que había sido “uno de los primeros académicos musulmanes en
condenar a Al Qaeda, y era a menudo acusado por clérigos ultraconservadores
como reformador pro-occidental, decidió que los esfuerzos para detener la
invasión estadounidense [de Iraq] son un “deber islámico obligatorio””.
Investigaciones realizadas por la
inteligencia saudí e israelí, apoyadas por institutos de estudios
estratégicos, concluyen que los combatientes extranjeros en Iraq, que suponen
el 5-10% de la insurgencia, se habían movilizado a causa de la invasión y no
tenían antecedentes previos de asociación con grupos terroristas.
Son impresionantes los logros de
los planificadores de la administración Bush inspirando el radicalismo
islámico y el terrorismo y uniéndose a Osama en la creación de un “choque de
civilizaciones”.
Michael Scheuer, el antiguo
analista de la CIA responsable de seguir el rastro de Osama bin Laden desde
1996, escribe que “bin Laden ha sido muy preciso al expresarle a
EEUU las razones por las que ha emprendido la guerra contra nosotros. Ninguna
de esas razones tiene nada que ver con nuestras libertades y democracia, sino
todo que ver con las políticas y acciones de EEUU en el mundo
musulmán”.
La preocupación de Osama
“es cambiar de manera drástica las políticas occidentales y
estadounidenses en el mundo musulmán”, Scheuer escribe:
“Es un guerrero práctico, no un terrorista apocalíptico en busca
del Armageddon”.
Como Osama repite constantemente,
“Al Qaeda no apoya a la resistencia islámica que trata de conquistar nuevas
tierras”. Al preferir consolar ilusiones, Washington ignora “el poder
ideológico, la letalidad y el potencial de crecimiento de la amenaza
personificada por Osama bin Laden, así como el ímpetu que a esa amenaza le ha
dado la invasión y la ocupación, encabezada por EEUU, del Iraq musulmán, [que
es] la guinda en el pastel para Al Qaeda”.
“Las fuerzas y
políticas estadounidenses están logrando que se complete la radicalización del
mundo islámico, algo que Osama bin Laden ha estado tratando de hacer con
considerable pero incompleto éxito desde los primeros años de la década de
1990. Como resultado, [Scheuer añade], es justo concluir que los
Estados Unidos de América siguen siendo el único aliado insustituible de bin
Laden”.
Los agravios son muy reales. Un
panel consultivo del Pentágono concluía hace un año que “los
musulmanes no odian nuestra libertad, sino que más bien odian nuestras
políticas”, añadiendo que “cuando la diplomacia
estadounidense habla de llevar la democracia a las sociedades islámicas, es
visto nada más que como una hipocresía egoísta”.
Las conclusiones se retrotraen a
hace muchos años. En 1958, el Presidente Eisenhower se sentía desconcertado
por “la campaña de odio contra nosotros” en el mundo árabe, “no por parte de
los gobiernos sino de los pueblos”, que están “del lado de Nasser”, apoyando
el nacionalismo laico independiente.
Las razones de la “campaña de
odio” fueron subrayadas por el Consejo Nacional de Seguridad: “A los ojos
de la mayoría de los árabes, EEUU parecen oponerse a la consecución de los
objetivos del nacionalismo árabe. Creen que EEUU está buscando proteger sus
intereses petrolíferos en Oriente Próximo mediante el apoyo al statu quo y
oponiéndose al progreso político y económico”.
Además, esa percepción es
compresible: “nuestros intereses económicos y culturales en la zona han
llevado de forma antinatural a que EEUU estreche relaciones con elementos del
mundo árabe cuyos intereses fundamentales descansan en el mantenimiento de
relaciones con Occidente y del statu quo en sus países”, impidiendo la
democracia y el desarrollo.
El Wall Street Journal halló más
de lo mismo cuando investigó las opiniones de “acaudalados musulmanes”
inmediatamente después del 11-S: banqueros, profesionales, empresarios, se
sentía comprometidos con los “valores occidentales” oficiales y estaban
empotrados en el proyecto de globalización neoliberal. Estaban también
consternados por el apoyo de Washington a estados autoritarios duros y por las
barreras levantadas contra el desarrollo y la democracia al “apoyar a
regímenes opresores”.
Sin embargo, tenían nuevos
agravios más allá de los apuntados por el Consejo Nacional de Seguridad en
1958: el régimen de sanciones de Washington contra Iraq y el apoyo a la
ocupación militar israelí y la absorción de los territorios. No se investigó a
las inmensas cantidades de gente pobre y sufriente, pero es probable que sus
sentimientos fueran más intensos, asociados con un amargo resentimiento hacia
las elites accidentalizadas y hacia los gobernantes brutales y corruptos
respaldados por el poder occidental que están asegurando que la enorme riqueza
de la región fluya hacia occidente, además de enriquecerse ellos mismos.
La invasión de Iraq más que
anticipar sólo intensificó aún más esos sentimientos.
Hay caminos para abordar de forma
constructiva la amenaza del terror, aunque no aquellos que prefiere el
“aliado indispensable de bin Laden”, o aquellos que tratan de no ver
el mundo real mediante sorprendentes poses heroicas acerca del fascismo
islámico, o que simplemente declaran que no se pueden hacer propuestas cuando
hay propuestas válidas que no les gustan.
Las vías constructivas tienen que
empezar con una mirada honesta frente al espejo, algo que es necesario
siempre, aunque no sea tarea fácil.