Atilio A. Boron
Malos tiempos
los nuestros, testigos agobiados del avance de una derecha que en los primeros
meses de este año se ha reafirmado en la Casa Blanca, la presidencia del Banco
Mundial y, ahora, el papado. Avance que no se produce al margen de crecientes
resistencias, pero avance al fin. Así, la Santa Alianza reaparece en escena,
pero en lugar de Guizot, Metternich y el Zar sus portaestandartes a comienzos
del siglo XXI son Bush Jr., Wolfowitz y, otra vez, el Papa, en este caso, el
Cardenal Ratzinger. Una vez más la siniestra alianza de la cruz y la espada, de
la Iglesia y el militarismo: el super-halcón Wolfowitz, impuesto para
militarizar desde el Banco Mundial la “lucha contra la pobreza” (¿o contra los
pobres?) y el halcón ideológico de la derecha más reaccionaria que el
catolicismo conociera desde la Segunda Guerra Mundial, ahora encumbrado como
Sumo Pontífice luego de presidir por largos años, y haciendo gala de un
preocupante fervor fundamentalista, la Sagrada Congregación de la Fe, es decir,
la Santa Inquisición. Bellísima combinación: la metralla purificadora y las
luces de la hoguera, seguros remedios para enfrentar los graves desafíos del
mundo actual. Todo bendecido por George W. Bush, el nuevo Constantino, aquel
emperador que consagrara al catolicismo como la religión oficial del imperio.
Sólo que en este caso, habida cuenta del pequeño detalle de la Reforma
Protestante, no es el catolicismo sino el cristianismo quien cuenta ahora con la
aprobación imperial.
El Cónclave de Cardenales no podría
haber realizado una peor elección para el futuro de la Iglesia. Los antecedentes
biográficos de Ratzinger no son precisamente edificantes y cristianos. Podría
objetarse que su participación en la juventud hitleriana fue involuntaria, lo
mismo que su incorporación al ejército nazi. Pero su actuación al frente de la
Sagrada Congregación de la Fe carece de aquellos atenuantes. Allí Ratzinger
persiguió con saña al clero progresista: eliminó de raíz la teología de la
liberación y expulsó a sus cultores de los templos; mantuvo un cómplice silencio
ante las masacres y desapariciones sufridas por laicos, curas, monjas y obispos
en América Latina, mientras que su voz y la de Wojtila, de quien fuera su
principal operador político, se alzaban estentóreas para condenar el
imperdonable asesinato de un sacerdote cometido en Polonia, crimen que eclipsaba
los centenares perpetrados por las dictaduras latinoamericanas . El consejero,
además, que hizo que Juan Pablo II amonestara severamente y en público a Ernesto
Cardenal por su participación en el gobierno sandinista y quien reconfigurara,
en clave conservadora, al colegio cardenalicio que, tiempo después, lo ungiría
como Papa.
Con el ascenso de Ratzinger al
pontificado se cierra el círculo iniciado por su predecesor. A diferencia del
conservadurismo instintivo de Wojtila el de Ratzinger es de un sofisticado
refinamiento intelectual. Como teólogo ha debatido, entre otros, con Habermas,
defendiendo con pasión y erudición los arcaicos valores de un catolicismo no
sólo pre-conciliar sino claramente medieval y oscurantista. Su papado menguará
aún más las filas de la declinante feligresía católica, proceso éste que sólo
puede pasar desapercibido para quienes confunden el centimetraje de los diarios
o el rating televisivo con la capacidad de influencia moral e intelectual. Una
iglesia de espaldas a este mundo, que anuncia la elección de su máxima autoridad
en una lengua muerta, y que con su designación se coloca claramente del lado de
los opresores, los explotadores, los violentos, y que traiciona el mandato
revolucionario que, hace más de dos mil años, legara el hi jo de un humildísimo
carpintero judío de Nazareth que declaró haber venido a este mundo para
instaurar la justicia colocándose inequívocamente del lado de los
pobres.