> El fuelle del odio
TULIO HERNÁNDEZ
Los sucesos de la
plaza Altamira, la abominable aparición en Venezuela de un fenómeno común a otras
latitudes pero extraño entre nosotros, el acto terrorista del hombre armado que
dispara, criminal y cínicamente, contra la multitud, ha dado inicio a una fase
distinta de la espiral de violencia que, como un monstruo de rápido crecimiento,
venía instalándose entre los venezolanos.
Las primeras respuestas, reactivas y también violentas –el saqueo y
destrucción de la sede del MVR en El Rosal; la golpiza propinada a José Leitte,
un vecino de la plaza que nada tuvo que ver con el suceso; los intentos de
linchamiento a supuestos infiltrados en la plaza Altamira; los disparos
realizados ayer sábado por la mañana contra autobuses que transportaban gente a
la marcha oficialista– dan cuenta del estado de ánimo que aquel incidente ha
suscitado.
Es verdad que no es correcto acusar directamente al Presidente de la República
como autor intelectual de la masacre ejecutada por aquel grupo de fanáticos.
Hacerlo a priori es tan irresponsable como aquello que intenta cierto discurso
oficial: adjudicar las muertes a un sector de la oposición que se supone quiere
victimizar a los asistentes a la plaza Altamira para darle oxígeno al paro y
culpar al Gobierno. Pero lo que resulta inevitable –cognitiva y afectivamente
inevitable– es que la primera reacción de cualquier ciudadano común, excepción
hecha de un convencido seguidor de Chávez y su régimen, sea la de cargar de
manera automática estos muertos y heridos a la cuenta creciente de los desmanes
del Gobierno.
Esta operación automática no se explica sólo por el hecho de que los muertos y
heridos hayan ocurrido en las filas de la población opositora. Tampoco porque el
suceso haya tenido como escenario un sitio ya simbólico, la plaza Altamira, de la
insurrección militar antichavista. Ha sido tan intensa la avalancha de mensajes
pugnaces y agresivos, emitidos por el Presidente y sus más inmediatos
colaboradores, tal el volumen de amenazas y condenas, de descalificaciones y
atropellos verbales, de exhibiciones de fuerza ( “esta revolución está armada” )
o de creación de atmósferas bélicas ( “si es necesario entregaré mi propia vida”
), que una acción como la ocurrida parece de inmediato nada más y nada menos que
el cumplimiento de una promesa. Y en política, nos lo explicó muy bien Hanna
Arendt hace décadas, lo que parece es siempre más importante que lo que realmente
es.
Por eso, mirándolo desde la perspectiva de la imaginación colectiva y no de la
responsabilidad judicial, la autoría real del crimen pasa a ser un hecho
absolutamente secundario. Tan secundario como el esfuerzo del vicepresidente, que
nos ruega frente a las cámaras que le creamos su “nosotros no fuimos”, su “a
nosotros también nos duele”, o su “a nosotros lo que nos interesa es la paz y el
diálogo”. No resulta creíble.
No tiene cabida dentro de la lógica de la sensatez. Parece, me perdonan, un
siniestro juego de cinismo.
La población no seguidora del Presidente, incluso aquella que hace esfuerzos
concientes para no dejarse atrapar por el fanatismo, ha realizado una ecuación
simple:
si tú anuncias que defenderás a fuego y plomo tu revolución, si pasaste
meses enteros agrediendo y golpeando a opositores en el centro de la ciudad, si
declaraste héroes civiles a los pistoleros del puente Llaguno y le ofreces tarima
y liderazgo a personajes como Lina Ron, si no has pedido disculpas ni has tomado
medidas disciplinarias por los excesos grotescos de la Guardia Nacional en la
semana que hoy concluye (tan cuartorrepublicanos ellos, tan humillantes hacia los
ciudadanos como el Plan Unión de otros tiempos), si no has hecho un llamado a tus
seguidores para que supriman de sus conductas el gesto violento, entonces yo no
puedo evitar ponerte de primero y casi de único en la lista de culpables
potenciales del crimen perpetrado.
Incluso si tú no lo cometiste, te hago responsable por haber creado la
atmósfera legitimadora, por haber emitido las señales, por haber dado las
instrucciones genéricas para que el crimen se cometiera. Esa es la ecuación.
Ya estamos en la nueva fase, se ha abierto el camino para la violencia
individual, realizada incluso sin órdenes estratégicas de ningún aparato político
o gubernamental.
Más de una cabeza o un corazón debe estar en este momento atormentado por el
gusanillo insistente de la venganza, de la retaliación. Más de un cónclave de
amigos, o de vecinos o de compañeros de organización debe estar rumiando su
amargura y planificando a quién cobrarle la sangre derramada. Es la biología que
viene por sus fueros.
Nos queda poco tiempo. El lobo, el monstruo de la violencia, viene de nuevo. O
tal vez, desde el 27 de febrero, y gracias a la irresponsabilidad histórica, el
egoísmo, la perversión y la decadencia moral de la vieja clase política, el lobo
nunca ha dejado de estar entre nosotros. Chávez, quien tuvo la oportunidad
histórica de detenerlo, de sacarlo de nuestra realidad, de reunir lo que sus
antecesores habían separado, no ha hecho otra cosa que alimentarlo, engordarlo,
llenarlo aún de más odio.
Ahora, la mesa del conflicto violento está servida. Ni siquiera los muertos de
Altamira fueron suficiente motivo para suspender las marchas de ayer. ¿Dónde está
la voluntad de negociación?
¿Dónde el supuesto amor por el país, tan exaltado en
estos días?
¿Quién nos puede ayudar, Dios mío? ¿De dónde saldrá la sabiduría para
impedir lo que algunos consideran y desean inevitable?
¿Hay que quemar el edifico
para salir del inquilino loco? ¿Es necesario aniquilar a la nación para salir de
una supuesta oligarquía?
¿Ya no es posible parar el fuelle del odio? Sentarse a
negociar, intentarlo hasta el infinito, es nuestro único acto de futuro
==============================================
Br. Carlos Portillo
Departamento de Biologia.
Facultad Experimental de Ciencias-LUZ
0261-7425197
------------------------------------------------------------------