Cinco siglos de prohibición del
arcoiris en cielo
americano .
El Descubrimiento: el 12 de octubre de 1492, América descubrió el
capitalismo. Cristóbal Colón, financiado por los reyes de España y los
banqueros de Génova, trajo la novedad a las islas del mar Caribe. En su diario
del Descubrimiento, el almirante escribió 139 veces la palabra oro y 51
veces la palabra Dios o Nuestro Señor. Él no podía cansar
los ojos de ver tanta lindeza en aquellas playas, y el 27 de noviembre
profetizó: Tendrá toda la cristiandad negocio en ellas. Y en eso no se
equivocó. Colón creyó que Haití era Japón y que Cuba era China, y creyó que
los habitantes de China y Japón eran indios de la India; pero en eso no se
equivocó.
Al cabo de cinco siglos de negocio de toda la
cristiandad, ha sido aniquilada una tercera parte de las selvas americanas,
está yerma mucha tierra que fue fértil y más de la mitad de la población come
salteado. Los indios, víctimas del más gigantesco despojo de la historia
universal, siguen sufriendo la usurpación de los últimos restos de sus
tierras, y siguen condenados a la negación de su identidad diferente.
Se les sigue prohibiendo vivir a su modo y manera, se les sigue negando el
derecho de ser. Al principio, el saqueo y el otrocidio fueron
ejecutados en nombre del Dios de los cielos. Ahora se cumplen en nombre del
dios del Progreso.
Sin embargo, en esa identidad prohibida y despreciada
fulguran todavía algunas claves de otra América posible. América, ciega de
racismo, no las ve.
El 12 de octubre de 1492, Cristóbal Colón escribió en su diario que él
quería llevarse algunos indios a España para que aprendan a hablar
("que deprendan fablar"). Cinco siglos después, el 12 de octubre de 1989, en
una corte de justicia de los Estados Unidos, un indio mixteco fue considerado
retardado mental ("mentally retarded") porque no hablaba correctamente
la lengua castellana. Ladislao Pastrana, mexicano de Oaxaca, bracero ilegal en
los campos de California, iba a ser encerrado de por vida en un asilo público.
Pastrana no se entendía con la intérprete española y el psicólogo diagnosticó
un claro déficit intelectual. Finalmente, los antropólogos aclararon la
situación: Pastrana se expresaba perfectamente en su lengua, la lengua
mixteca, que hablan los indios herederos de una alta cultura que tiene más de
dos mil años de antigüedad.
El Paraguay habla guaraní. Un caso único en la historia universal: la
lengua de los indios, lengua de los vencidos, es el idioma nacional unánime. Y
sin embargo, la mayoría de los paraguayos opina, según las encuestas, que
quienes no entienden español son como animales.
De cada dos peruanos, uno es indio, y la Constitución de
Perú dice que el quechua es un idioma tan oficial como el español. La
Constitución lo dice, pero la realidad no lo oye. El Perú trata a los indios
como África del Sur trata a los negros. El español es el único idioma que se
enseña en las escuelas y el único que entienden los jueces y los policías y
los funcionarios. (El español no es el único idioma de la televisión, porque
la televisión también habla inglés.)
Hace cinco años, los funcionarios del Registro Civil de
las Personas, en la ciudad de Buenos Aires, se negaron a inscribir ek
nacimiento de un niño. Los padres, indígenas de la provincia de Jujuy, querían
que su hijo se llamara Qori Wamancha, un nombre de su lengua. El Registro
argentino no lo aceptó por ser nombre extranjero.
Los indios de las Américas viven exiliados en su propia
tierra. El lenguaje no es una señal de identidad, sino una marca de maldición.
No los distingue: los delata. Cuando un indio renuncia a su lengua, empieza a
civilizarse. ¿Empieza a civilizarse o empieza a suicidarse?
Cuando yo era niño, en las escuelas del Uruguay nos enseñaban que el país
se había salvado del problema indígena gracias a los generales que en
el siglo pasado exterminaron a los últimos charrúas.
El problema indígena: los primeros americanos,
los verdaderos descubridores de América, son un problema. Y para que el
problema deje de ser un problema, es preciso que los indios dejen de ser
indios. Borrarlos del mapa o borrarles el alma, aniquilarlos o asimilarlos: el
genocidio o el otrocidio.
En diciembre de 1976, el ministro del Interior del
Brasil anunció, triunfal, que el problema indígena quedará completamente
resuelto al final del siglo veinte: todos los indios estarán, para
entonces, debidamente integrados a la sociedad brasileña, y ya no serán
indios. El ministro explicó que el organismo oficialmente destinado a su
protección (FUNAI, Fundaçao Nacional do Indio) se encargará de civilizarlos, o
sea: se encargará de desaparecerlos. Las balas, la dinamita, las ofrendas de
comida envenenada, la contaminación de los ríos, la devastación de los bosques
y la difusión de virus y bacterias desconocidos por los indios, han acompañado
la invasión de la Amazonia por las empresas ansiosas de minerales y madera y
todo lo demás. Pero la larga y feroz embestida no ha bastado. La domesticación
de los indios sobrevivientes, que los rescata de la barbarie, es
también un arma imprescindible para despejar de obstáculos el camino de la
conquista.
Matar al indio y salvar al hombre, aconsejaba el piadoso coronel
norteamericano Henry Pratt. Y muchos años después, el novelista peruano Mario
Vargas Llosa explica que no hay más remedio que modernizar a los indios,
aunque haya que sacrificar sus culturas, para salvarlos del hambre y la
miseria.
La salvación condena a los indios a trabajar de
sol a sol en minas y plantaciones, a cambio de jornales que no alcanzan para
comprar una lata de comida para perros. Salvar a los indios también
consiste en romper sus refugiso comunitarios y arrojarlos a las canteras de
mano de obra barata en la violenta intemperie de las ciudades, donde cambian
de lengua y de nombre y de vestido y terminan siendo mendigos y borrachos y
putas de burdel. O salvar a los indios consiste en ponerles
uniforme y mandarlos, fusil al hombro, a matar a otros indios o a morir
defendiendo al sistema que los niega. Al fin y al cabo, los indios son buena
carne de cañón: de los 25 mil indios norteamericanos enviados a la segunda
guerra mundial, murieron 10 mil.
El 16 de diciembre de 1492, Colón lo había anunciado en
su diario: los indios sirven para les mandar y les hacer trabajar, sembrar
y hacer todo lo que fuere menester y que hagan villas y se enseñen a andar
vestidos y a nuestras costumbres. Secuestro de los brazos, robo del alma:
para nombrar esta operación, en toda América se usa, desde los tiempos
coloniales, el verbo reducir. El indio salvado es el indio
reducido. Se reduce hasta desaparecer: vaciado de sí, es un
no-indio, y es nadie.
El shamán de los indios chamacocos, de Paraguay, canta a las
estrellas, a las arañas y a la loca Totila, que deambula por los bosques y
llora. Y canta lo que le cuenta el martín pescador:
-No sufras hambre, no sufras sed. Súbete a mis alas y comeremos peces del
río y beberemos el viento.
Y canta lo que le cuenta
la neblina:
-Vengo a cortar la helada, para que tu
pueblo no sufra frío.
Y canta lo que le cuentan los
caballos del cielo:
-Ensíllanos y vamos en busca de
la lluvia.
Pero los misioneros de una secta evangélica han obligado
al chamán a dejar sus plumas y sus sonajas y sus cánticos, por ser cosas
del Diablo; y él ya no puede curar las mordeduras de víboras, ni traer la
lluvia en tiempos de sequía, ni volar sobre la tierra para cantar lo que ve.
En una entrevista con Ticio Escobar, el shamán dice: Dejo de cantar y me
enfermo. Mis sueños no saben adónde ir y me atormentan. Estoy viejo, estoy
lastimado. Al final, ¿de qué me sirve renegar de lo mío?
El shamán lo dice en 1986. En 1614, el arzobispo de Lima
había mandado quemar todas las quenas y demas instrumentos de música de los
indios, y había prohibido todas sus danzas y cantos y ceremonias para que
el demonio no pueda continuar ejerciendo sus engaños. Y en 1625, el oidor
de la Real Audiencia de Guatemala había prohibido las danzas y cantos y
ceremonias de los indios, bajo pena de cien azotes, porque en ellas tienen
pacto con los demonios.
Para despojar a los indios de su libertad y de sus bienes, se despoja a los
indios de sus símbolos de identidad. Se les prohíbe cantar y danzar y soñar a
sus dioses, aunque ellos habían sido por sus dioses cantados y danzados y
soñados en el lejano día de la Creación. Desde los frailes y funcionarios del
reino colonial, hasta los misioneros de las sectas norteamericanas que hoy
proliferan en América Latina, se crucifica a los indios en nombre de Cristo:
para salvarlos del infierno, hay que evangelizar a los paganos idólatras. Se
usa al Dios de los cristianos como coartada para el saqueo.
El arzobispo Desmond Tutu se refiere al África, pero
también vale para América:
-Vinieron. Ellos tenían
la Biblia y nosotros teníamos la tierra. Y nos dijeron: "Cierren los ojos y
recen". Y cuando abrimos los ojos, ellos tenían la tierra y nosotros teníamos
la Biblia.
Los doctores del Estado moderno, en cambio, prefieren la coartada de la
ilustración: para salvarlos de las tinieblas, hay que civilizar a los bárbaros
ignorantes. Antes y ahora, el racismo convierte al despojo colonial en un acto
de justicia. El colonizado es un sub-hombre, capaz de superstición pero
incapaz de religión, capaz de folclore pero incapaz de cultura: el sub-hombre
merece trato sub-humano, y su escaso valor corresponde al bajo precio de los
frutos de su trabajo. El racismo legitima la rapiña colonial y neocolonial,
todo a lo largo de los siglos y de los diversos niveles de sus humillaciones
sucesivas. América Latina trata a sus indios como las grandes potencias tratan
a América Latina.
Gabriel René-Moreno fue el más prestigioso historiador boliviano del siglo
pasado. Una de las universidades de Bolivia lleva su nombre en nuestros días.
Este prócer de la cultura nacional creía que los indios son asnos, que
generan mulos cuando se cruzan con la raza blanca. Él había pesado el
cerebro indígena y el cerebro mestizo, que según su balanza pesaban entre
cinco, siete y diez onzas menos que el cerebro de raza blanca, y por tanto los
consideraba celularmente incapaces de concebir la libertad republicana.
El peruano Ricardo Palma, contemporáneo y colega de
Gabriel René-Moreno, escribió que los indios son una raza abyecta y
degenerada. Y el argentino Domingo Faustino Sarmiento elogiaba así la
larga lucha de kis indios araucanos por su libertad: Son más indómitos, lo
que quiere decir: animales más reacios, menos aptos para la Civilización y la
asimilación europea.
El más feroz racismo de la historia latinoamericana se
encuentra en las palabras de los intelectuales más célebres y celebrados de
fines del siglo diecinueve y en los actos de los políticos liberales que
fundaron el Estado moderno. A veces, ellos eran indios de origen, como
Porfirio Díaz, autor de la modernización capitalista de México, que prohibió a
los indios caminar por las calles principales y sentarse en las plazas
públicas si no cambiaban los calzones de algodón por el pantalón europeo y los
huaraches por zapatos.
Eran los tiempos de la articulación al mercado mundial
regido por el Imperio Británico, y el desprecio científico por los
indios otorgaba impunidad al robo de sus tierras y de sus brazos.
El mercado exigía café, pongamos el caso, y el café
exigía más tierras y más brazos. Entonces, pongamos por caso, el presidente
liberal de Guatemala, Justo Rufino Barrios, hombre de progreso, restablecía el
trabajo forzado de la época colonial y regalaba a sus amigos tierras de indios
y peones indios en cantidad.
El racismo se expresa con más ciega ferocidad en países como Guatemala,
donde los indios siguen siendo porfiada mayoría a pesar de las frecuentes
oleadas exterminadoras.
En nuestros días, no hay mano de obra peor pagada: los
indios mayas reciben 65 centavos de dólar por cortar un quintal de café o de
algodón o una tonelada de caña. Los indios no pueden ni plantar maíz sin
permiso militar y no pueden moverse sin permiso de trabajo. El ejército
organiza el reclutamiento masivo de brazos para las siembras y cosechas de
exportación. En las plantaciones, se usan pesticidas cincuenta veces más
tóxicos que el máximo tolerable; la leche de las madres es la más contaminada
del mundo occidental. Rigoberta Menchú: su hermano menor, Felipe, y su mejor
amiga, María, murieron en la infancia, por causa de los pesticidas rociados
desde las avionetas. Felipe murió trabajando en el café. María, en el algodón.
A machete y bala, el ejército acabó después con todo el resto de la familia de
Rigoberta y con todos los demás miembros de su comunidad. Ella sobrevivió para
contarlo.
Con alegre impunidad, se reconoce oficialmente que han
sido borradas del mapa 440 aldeas indígenas entre 1981 y 1983, a lo largo de
una campaña de aniquilación más extensa, que asesinó o desapareció a muchos
miles de hombres y de mujeres. La limpieza de la sierra, plan de tierra
arrasada, cobró también las vidas de una incontable cantidad de niños. Los
militares guatemaltecos tienen la certeza de que el vivio de la rebelión se
transmite por los genes.
Una raza inferior, condenada al vicio y a la
holgazanería, incapaz de orden y progreso, ¿merece mejor suerte? La violencia
institucional, el terrorismo de Estado, se ocupa de despejar las dudas. Los
conquistadores ya no usan caparazones de hierro, sino que visten uniformes de
la guerra de Vietnam. Y no tienen piel blanca: son mestizos avergonzados de su
sangre o indios enrolados a la fuerza y obligados a cometer crímenes que los
suicidan. Guatemala desprecia a los indios, Guatemala se autodesprecia.
Esta raza inferior había descubierto la cifra cero, mil
años antes de que los matemáticos europeos supieran que existía. Y habían
conocido la edad del universo, con asombrosa precisión, mil años antes que los
astrónomos de nuestro tiempo.
Los mayas siguen siendo viajeros del tiempo:
¿Qué es un hombre en el camino? Tiempo.
Ellos ignoraban que el tiempo es dinero, como nos reveló
Henry Ford. El tiempo, fundador del espacio, les parece sagrado, como sagrados
son su hija, la tierra, y su hijo, el ser humano: como la tierra, como la
gente, el tiempo no se puede comprar ni vender. La Civilización sigue haciendo
lo posible por sacarlos del error.
¿Civilización? La historia cambia según la voz que la cuenta. En América,
en Europa o en cualquier otra parte. Lo que para los romanos fue la
invasión de los bárbaros, para los alemanes fue la emigración al
sur.
No es la voz de los indios la que ha contado, hasta
ahora, la historia de América. En las vísperas de la conquista española, un
profeta maya, que fue boca de los dioses, había anunciado: Al terminar la
codicia, se desatará la cara, se desatarán las manos, se desatarán los pies
del mundo. Y cuando se desate la boca, ¿qué dirá? ¿Qué dirá la otra
voz, la jamás escuchada?
Desde el punto de vista de los vencedores, que hasta
ahora ha sido el punto de vista único, las costumbres de los indios han
confirmado siempre su posesión demoníaca o su inferioridad biológica. Así fue
desde los primeros tiempos de la vida colonial:
¿Se suicidan los indios de las islas del mar Caribe, por
negarse al trabajo esclavo? Porque son holgazanes.
¿Andan desnudos, como si todo el cuerpo fuera cara? Porque los salvajes no
tienen vergüenza.
¿Ignoran el derecho de propiedad, y
comparten todo, y carecen de afán de rqueza? Porque son más parientes del mono
que del hombre.
¿Se bañan con sospechosa frecuencia?
Porque se parecen a los herejes de la secta de Mahoma, que bien arden en los
fuegos de la Inquisición.
¿Jamás golpean a los niños, y
los dejan andar libres? Porque son incapaces de castigo ni doctrina.
¿Creen en los sueños, y obedecen a sus voces? Por
influencia de Satán o por pura estupidez.
¿Comen cuando
tienen hambre, y no cuando es hora de comer? Porque son incapaces de dominar
sus instintos.
¿Aman cuando sienten deseo? Porque el
demonio los induce a repetir el pecado original.
¿Es
libre la homosexualidad? ¿La virginidad no tiene importancia alguna? Porque
viven en la antesala del infierno.
En 1523, el cacique Nicaragua preguntó a los conquistadores:
-Y al rey de ustedes, ¿quién lo eligió?
El cacique había sido elegido por los ancianos de las
comunidades. ¿Había sido el rey de Castilla elegido por los ancianos de sus
comunidades?
La América precilombina era vasta y diversa, y contenía
modos de democracia que Europa no supo ver, y que el mundo ignora todavía.
Reducir la realidad indígena americana al despotismo de los emperadores incas,
o a las prácticas sanguinarias de la dinastía azteca, equivale a reducir la
realidad de la Europa renacentista a la tiranía de sus monarcas o a las
siniestras ceremonias de la Inquisición.
En la tradición guaraní, por ejemplo, los caciques se
eligen en asambleas de hombres y mujeres -y las asambleas los destituyen si no
cumplen el mandato colectivo. En la tradición iroquesa, hombres y mujeres
gobiernan en pie de igualdad. Los jefes son hombres; pero son las mujeres
quienes los ponen y deponen y ellas tienen poder de decisión, desde el Consejo
de Matronas, sobre muchos asuntos fundamentales de la confederación entera.
Allá por el año 1600, cuando los hombres iroqueses se lanzaron a guerrear por
su cuenta, las mujeres hicieron huelga de amores. Y al poco tiempo los
hombres, obligados a dormir solos, se sometieron al gobierno compartido.
En 1919, el jefe militar de Panamá en las islas de San Blas, anunció su
triunfo:
-Las indias kunas ya no vestirán molas,
sino vestidos civilizados.
Y anunció que las indias
nunca se pintarían la nariz sino las mejillas, como debe ser, y que nunca más
llevarían aros en la nariz, sino en las orejas. Como debe ser.
Setenta años después de aquel canto de gallo, las indias
kunas de nuestros días siguen luciendo sus aros de oro en la nariz pintada, y
siguen vistiendo sus molas, hechas de muchas telas de colores que se cruzan
con siempre asombrosa capacidad de imaginación y de belleza: visten sus molas
en la vida y con ella se hunden en la tierra, cuando llega la muerte.
En 1989, en vísperas de la invasión norteamericana, el
general Manuel Noriega aseguró que Panamá era un país respetuosos de los
derechos humanos:
-No somos una tribu -aseguró
el general.
Las técnicas arcaicas, en manos de las comunidades, habían hecho
fértiles los desiertos en la cordillera de los Andes. Las tecnologías
modernas, en manos del latifundio privado de exportación, están
convirtiendo en desiertos las tierras fértiles en los Andes y en todas partes.
Resultaría absurdo retroceder cinco siglos en las
técnicas de producción; pero no menos absurdo es ignorar las catástrofes de un
sistema que exprime a los hombre y arrasa los bosques y viola la tierra y
envenena los ríos para arrancar la mayor ganancia en el plazo menos. ¿No es
absurdo sacrificar a la naturaleza y a la gente en los altares del mercado
internacional? En ese absurdo vivimos; y lo aceptamos como si fuera nuestro
único destino posible.
Las llamadas culturas primitivas resultan todavía
peligrosas porque no han perdido el sentido común. Sentido común es también,
por extensión natural, sentido comunitarios. Si pertenece a todos el aire,
¿por qué ha de tener dueño la tierra? Si desde la tierra venimos, y hacia la
tierra vamos, ¿acaso no nos mata cualquier crimen que contra la tierra se
comete? La tierra es cuna y sepultura, madre y compañera. Se le ofrece el
primer trago y el primer bocado; se le da descanso, se la protege de la
erosión.
Es sistema desprecia lo que ignora, porque ignora lo que
teme conocer. El racismo es también una máscara del miedo.
¿Qué sabemos de las culturas indígenas? Lo que nos han contado las
películas del Fas West. Y de las culturas africanas, ¿qué sabemos? Lo que nos
ha contado el profesor Tarzán, que nunca estuvo.
Dice un poeta del interior de Bahía: Primero me
robaron del África. Después robaron el África de mi.
La memoria de América ha sido mutilada por el racismo.
Seguimos actuando como si fuéramos hijos de Europa, y de nadie más.
A fines del siglo pasado, un médico inglés, John Down, identificó el
síndrome que hoy lleva su nombre. Él creyó que la alteración de los cromosomas
implicaba un regreso a las razas inferiores, que generaba mongolian
idiots, negroid idiots y aztec idiots.
Simultáneamente, un médico italiano, Cesare Lombrosos,
atribuyó al criminal nato los rasgos físicos de los negros y de los
indios.
Por entonces, cobró base científica la sospecha de que
los indios y los negros son proclives, por naturaleza, al crimen y a la
debilidad mental. Los indios y los negros, tradicionales instrumentos de
trabajo, vienen siendo también desde entonces, objetos de ciencia.
En la misma época de Lombroso y Down, un médico
brasileño, Raimundo Nina Rodrigues, se puso a estudiar el problema negro. Nina
Rodrigues, que era mulato, llegó a la conclusión de que la mezcla de
sangres perpetúa los caracteres de las razas inferiores, y que por tanto
la raza negra en el Brasil ha de constituir siempre uno de los factores de
nuestra inferioridad como pueblo. Este médico psiquiatra fue el primer
investigador de la cultura brasileña de origen africano. La estudió como caso
clínico: las religiones negras, como patología; los trances, como
manifestaciones de histeria.
Poco después, un médico argentino, el socialista José
Ingenieros, escribió que los negros, oprobiosa escoria de la raza humana,
están más próximos de los monos antropoides que de los blancos
civilizados. Y para demostrar su irremediable inferioridad, Ingenieros
comprobaba: Los negros no tienen ideas religiosas.
En realidad, las ideas religiosas habían
atravesado la mar, junto a los esclavos, en los navíos negreros. Una prueba de
obstinación de la dignidad humana: a las costas americanas solamente llegaron
los dioses del amor y de la guerra. En cambio, los dioses de la fecundidad,
que hubieran multiplicado las cosechas y los esclavos del amo, se cayeron al
agua.
Los dioses peleones y enamorados que completaron la
travesía, tuvieron que disfrazarse de santos blancos, para sobrevivir y ayudar
a sobrevivir a los millones de hombres y mujeres violentamente arrancados del
África y vendidos como cosas. Ogum, dios del hierro, se hizo pasar por san
Jorge o san Antonio o san Miguel, Shangó, con todos sus truenos y sus fuegos,
se convirtió en santa Bárbara. Obatalá fue Jesucristo y Oshún, la divinidad de
las agus dulces, fue la Virgen de la Candelaria...
Dioses prohibidos. En las colonias españolas y
portuguesas y en todas ls demás: en las islas inglesas del Caribe,
después de la abolición de la esclavitud se siguió prohibiendo tocar
tambores o sonar vientos al modo africano, y se siguió penando con cárcel la
simple tenencia de una imagen de cualquier dios africano.
Dioses prohibidos, porque peligrosamente exaltan las
pasiones humanas, y en ellas encarnan. Friedrich Nietzsche dijo una vez:
-Yo sólo podría creer en un dios que sepa
danzar.
Como José Ingenieros, Nietzsche no conocía a los dioses
africanos. Si los hubiera conocido, quizá hubiera creído en ellos. Y quizá
hubiera cambiado algunas de sus ideas. José Ingenieros, quién sabe.
La piel oscura delata incorregibles defectos de fábrica. Así, la tremenda
desigualdad social, que es también racial, encuentra su coartada en las taras
hereditarias.
Lo había observado Humboldt hace doscientos años, y en
toda América sigue siendo así: la pirámide de las clases sociales es oscura en
la base y clara en la cúspide. En el Brasil, por ejemplo, la democracia
raciasl consiste en que los más blancos están arriba y los más negros abajo.
James Baldwin, sobre los negros en Estados Unidos:
-Cuando dejamos Mississipi y vinimos al Norte, no encontramos la libertad.
Encontramos los peores lugares en el mercado de trabajo; y en ellos estamos
todavía.
Un indio del Norte argentino, Asunción Ontíveros Yulquila, evoca hoy el
trauma que marcó su infancia:
-Las personas buenas y
lindas eran las que se parecían a Jesús y a la Virgen. Pero mi padre y mi
madre no se parecían para nada a las imágenes de Jesús y la Virgen María que
yo veía en la iglesia de Abra Pampa.
La cara propia es un error de la naturaleza. La cultura
propia, una prueba de ignorancia o una culpa que expiar. Civilizar es
corregir.
El fatalismo biológico, estigma de las razas inferiores
congénitmente condenadas a la indolencia y a la violencia y a la miseria, no
sólo nos impide ver las causas reales de nuestra desventura histórica. Además,
el racismo nos impide conocer, o reconocer, ciertos valores fundamentales que
las culturas despreciadas han podido milagrosamente perpetuar y que en ellas
encarnan todavía, mal que bien, a pesar de los siglos de persecución,
humillación y degradación. Esos valores fundamentales no son objetos de museo.
Son factores de historia, imprescindibles para nuestra imprescindible
invención de una América sin mandones ni mandados. Esos valores acusan
al sistema que los niega.
Hace algun tiempo, el sacerdote español Ignacio Ellacuría me dijo que le
resultaba absurdo eso del Descubrimiento de América. El opresor es incapaz de
descubrir, me dijo:
-Es el oprimido el que descubre
al opresor.
Él creía que el opresor ni siquiera puede descubrirse a
sí mismo. La verdadera realidad del opresor sólo se puede ver desde el
oprimido.
Ignacio Ellacuría fue acribillado a balazos, por creer
en esa imperdonable capacidad de revelación y por compartir los riesgos de la
fe en su poder de profecía.
¿Lo asesinaron los militares de El Salvador, o lo
asesinó un sistema que no puede tolerar la mirada que lo delata?
(1992)
Eduardo Galeano, Ser
como ellos y otros artículos, Siglo Veintiuno de España Editores,
España, 1992