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Artículo
de David Bollier que nos lleva a las bases de los sistemas de creación y
gestión compartidos
El discurso imperante al
hablar de Internet es el del mercado. Pero las categorías económicas son
demasiado estrechas de miras para nuestras necesidades como ciudadanos y
como seres humanos en el ciberestado al que estamos abocados. Tampoco
consiguen entender la cantidad de sitios web, de servidores de listas, de
programas de software de código abierto y de sistemas para compartir
archivos entre iguales que funcionan como un procomún: sistema abierto y
comunal para compartir y gestionar recursos. Resulta que esta producción
entre iguales (peer to peer) muchas veces es una forma más eficiente y
creativa para generar valor que el mercado, además de ser más humanista.
El paradigma del procomún (commons) nos ayuda a comprender este
hecho porque reconoce que la creación de valor no es una transacción
económica esporádica como mantiene la teoría del
mercado sino un proceso continuo de vida social y cultura
política. ¿Cuándo reconoceremos que el procomún juega un papel vital en la
producción económica y cultural de nuestros días?
Las categorías
intelectuales de la doctrina del libre mercado están tan enraizadas en
nuestro conocimiento que muchas veces resulta difícil ver el mundo como
realmente es. Es algo que debe tener muy en cuenta quien quiera entender
la evolución de Internet, porque muchos aspectos de la cultura digital no
se ajustan a los principios económicos neoclásicos. En términos generales,
los entornos de red tienden a funcionar más naturalmente como un procomún
que como un mercado. Y sin embargo, las categorías de mercado dominan por
completo el diálogo público y las políticas que se adoptan, mientras que
el procomún sigue siendo un concepto oscuro y mal entendido.
En
esta tierra de nadie realmente carecemos de las herramientas conceptuales
necesarias para comprender muchos tipos de comportamientos on line.
Nuestro discurso económico sólo ve un mercado lleno de consumidores
potenciales y no un ciberestado que debería responder a unas necesidades
más amplias que tenemos como ciudadanos y como seres humanos.
Uno
de los problemas, creo yo, es que no conseguimos reconocer la dinámica que
mueve al procomún: un modelo para gestionar recursos basado en la
comunidad. Todos pueden acceder al procomún es un derecho civil
más y no sólo los que pueden pagárselo. Es un sistema
alternativo para fomentar la creatividad, la riqueza y la comunidad, todo
a la vez.
El discurso imperante al hablar de Internet es el del
mercado. La teoría del mercado da por hecho que los individuos son los
principales actores de la vida económica y que esos individuos quieren
maximizar sus propios intereses económicos comprando y vendiendo en un
«mercado libre». Esto se considera la quintaesencia de la «libertad».
Según la teoría de mercado, el bien público se maximiza al permitir a
todos elegir libremente, sin interferencia alguna de los gobiernos. Esas
elecciones individuales se consideran libres, mientras que las colectivas
(normalmente realizadas por los gobiernos) se consideran
coercitivas.
Este discurso es realmente muy estrecho de miras,
aunque esté extendido en el mundo desarrollado. No admite que existe una
importante dimensión de la sociedad que traspasa los límites de mercado y
del estado. Esta dimensión el procomún es una economía
informal que, social y moralmente, nos pertenece al «pueblo». En la vida
política, o en la norteamericana por lo menos, al «pueblo» se le considera
soberano y con más legitimidad que los gobiernos o los mercados. Es este
sentido, el procomún rodea al mercado y al Estado, y actúa como
complemento necesario de ambos.
Internet ha potenciado las
identidades sociales y los intereses no económicos de la gente,
convirtiéndolos en una fuerza con mucha influencia en las redes
electrónicas. La creciente popularidad del sistema operativo GNU/Linux y
del software de fuente abierta (open source) confirman rotundamente el
poder del procomún on line. Hay otros muchos, como los sitios web de
colaboración, los servidores de listas por grupos de afinidades, las redes
inalámbricas, los archivos on line para eruditos, y los archivos
compartidos entre iguales (peer to peer). Todas estas modalidades del
procomún son nuevas formas de colaboración humana que resultan
extraordinariamente productivas.
Pero a la teoría del mercado
tan centrada en el individuo y en lo que se puede medir y
vender le cuesta aceptar este hecho. No consigue entender cómo
unas comunidades estructuradas sobre la confianza, el trabajo voluntario y
la colaboración pueden ser más eficientes y flexibles que los mercados
convencionales del «mundo real». Y es que no consigue valorar en sus
justos términos el potencial en creación de valor de la «producción entre
iguales». Quizá sea porque en el mundo de los negocios se busca el máximo
rendimiento en un plazo corto, mientras que esta producción entre iguales
es sobre todo un proceso social continuo que gira alrededor de valores
compartidos. En los negocios se buscan recursos que sea fácil convertir en
bienes de consumo y vender, mientras que el resultado del trabajo en estas
relaciones entre iguales tiende a considerarse propiedad inalienable de
toda la comunidad.
De hecho, esa fue la razón principal para crear
la Licencia Pública General (General Public License, GPL en sus siglas
inglesas) para software libre: que las comunidades que desarrollan
software puedan seguir controlando su producción colectiva. La GPL permite
el acceso libre y por lo tanto fomenta el uso del código del software y la
introducción de mejoras en el mismo. Pero también impide y esto
es muy importante que alguien «privatice» el código fuente y
quiera convertirse en su propietario para controlarlo. Lo más importante
de GNU/Linux es que la GPL permite asegurar que los frutos del procomún se
mantendrán en el procomún, otorgándole unas importantes ventajas
estructurales sobre el desarrollo de software promovido por
empresas.
La teoría económica convencional tiene problemas para
entender cómo funciona la «economía del don» (gift economy) del procomún.
Es filosóficamente incapaz de explicar cómo puede darse un software creado
on line por un colectivo de voluntarios. ¿O es que la ley de propiedad
intelectual no insiste en que la gente no trabaja a menos que su
«propiedad» tenga una fuerte protección legal y que se les remunere
económicamente por su trabajo? Pero resulta que aquí tenemos a miles de
buenos programadores repartidos por todo el mundo que trabajan gratis, sin
el respaldo de aparato empresarial alguno e incluso sin
mercado.
Todos estos integrantes del procomún ¿serán excepciones, o
incluso aberraciones, de las que las ciencias económicas y los
legisladores pueden hacer caso omiso? Ésta ha sido una tentación en la que
llevan décadas cayendo los teóricos de la economía. La estrategia
continuamente repetida es agrupar todo lo que no sigue las leyes del
mercado y rechazarlo calificándolo de irrelevante.
En la
legislación sobre propiedad intelectual, por ejemplo, el dominio público
es como una chatarrería donde se acumulan todo tipo de libros, piezas
musicales e ilustraciones absolutamente carentes de valor y no protegidas
por dicha ley. Las obras valiosas son propiedad del que se ha preocupado
de protegerlas, según la opinión más generalizada. El dominio público no
pasa de ser «la estrella oscura en la constelación de la propiedad
intelectual», en palabras del catedrático David Lange.
Igualmente,
los economistas consideran la contaminación y las rupturas sociales
causadas por el mercado como meras «externalidades»: efectos secundarios
que carecen de importancia comparados con el núcleo central de la teoría
de mercado, el acto de comprar y vender. La economía de mercado incluso ha
construido su propio modelo de comportamiento humano: alaba los
comportamientos «racionales», los que «maximizan la utilidad» y los que
«buscan el interés personal», pero no valora otros rasgos humanos como la
moralidad, las emociones, la identidad social, tachándolos de fuerzas
irracionales sin consecuencias.
Hablar del procomún es recuperar
importantes aspectos del comportamiento humano, y también de su cultura y
su naturaleza, que el discurso de mercado ha desechado. El procomún
establece una nueva vara de medir el «valor». «Valor» no es sólo cuestión
de precio, es algo que está enraizado en las comunidades y en sus
relaciones sociales.
Hablar de procomún es decir que el dinero ya
no es el único valor importante: pertenecer a una comunidad con la que se
comparten valores morales y objetivos sociales puede ser una potente
fuerza creativa por derecho propio. Resulta que la libertad significa algo
más que maximizar la utilidad económica propia.
Internet no es el
único campo en el que se están desbancando las ficciones del mercado y
reconociendo el valor del procomún. Los economistas estudiosos de los
comportamientos largo tiempo frustrados por los frágiles modelos
formales de la actividad económica están desarrollando nuevos
modelos empíricos más rigurosos para describir cómo se comportan los
mercados en la vida real.
En vez de dar por sentado, por ejemplo,
que todo el mundo tiene cantidades ilimitadas de racionalidad y una
información perfecta están documentando cómo se integran en el mercado las
emociones y las normas sociales. Los teóricos de la complejidad también
están haciendo patentes las serias limitaciones que tienen los modelos
económicos rígidos y cuantitativos, y las ficciones teóricas como el
«equilibrio de mercado». Argumentan que resultaría más convincente
examinar los caminos evolutivos propios del desarrollo económico y los
principios del cambio autoorganizativo y no lineal.
Estamos
asistiendo al surgimiento de una nueva visión mundial y de la economía
postmercado. Se está viendo que algunas de las limitaciones inherentes de
la ley de la propiedad privada del siglo XVIII y su filosofía económica no
resultan adecuadas para el siglo XXI. Lo que todavía no se ha conseguido
es articular un nuevo modelo que describa la reintegración de la actividad
económica y su contexto social y humano.
El paradigma del procomún,
sin embargo, parece resultar bastante prometedor. Ofrece nuevas formas de
explicar fenómenos que la economía convencional y los teóricos de la
propiedad no saben explicar. El catedrático Yochai Benkler, uno de los
principales teóricos sobre los aspectos legales del procomún, ha señalado
que la producción entre iguales muchas veces es sencillamente más
productiva e innovadora que la basada en la propiedad. Opina que los
incentivos del mercado quizá no puedan competir con la producción entre
iguales que se puede hacer en pequeñas unidades modulares, para después
integrarla en un todo mayor (ejemplos pueden ser Linux, los proyectos
compartidos para corrección de pruebas o los mapas de avistamientos de
aves).
En la actualidad, la Comisión Federal de Comunicaciones de
EE.UU. está estudiando la idea de que un procomún puede ser más eficiente
y más equitativo para gestionar el espectro electromagnético que un
régimen de asignación de derechos de propiedad. En lugar de que el
Gobierno conceda (o subaste) los derechos exclusivos sobre el espectro, la
gente podría explotar las nuevas tecnologías para permitir que todos lo
compartan, igual que todos comparten la infraestructura de Internet.
Además, al permitir que más voces utilicen un recurso público, un modelo
de procomún reconocería que el espectro pertenece a todos y no sólo a las
compañías que tienen la licencia.
Hay razones poderosas para
afirmar que el procomún es un tema económico. Pero no ir más allá es
desperdiciar la oportunidad de ampliar los límites del debate. Lo que el
procomún nos promete es la posibilidad de volver a integrar lo económico y
lo moral, lo individual y lo colectivo, en un marco nuevo y más
humanista.
Un reordenamiento conceptual basado en el procomún nos
permite hablar de roles, de comportamientos y de relaciones que la teoría
del mercado no es capaz de captar adecuadamente. El léxico del procomún va
más allá del «lenguaje del mercado», para el que todos tenemos que ser o
productores o consumidores. Y también va más allá del «lenguaje de la
propiedad», para el que todo tiene que ser propiedad de alguna empresa o
alguna persona. Nos permite ir más allá de ese pensamiento a corto plazo
que sólo quiere aumentar los beneficios y pensar en objetivos más amplios
y a más largo plazo que quizá no generen muchos beneficios para los
inversores actuales, pero sí son útiles y socialmente
constructivos.
En resumen, el procomún resitúa lo que entendemos
por producción creativa, que pasa de un contexto de mercado a otro más
amplio, el de nuestra vida social y nuestra cultura política. En lugar de
constreñirnos con la lógica del derecho de propiedad, de los contratos y
de las impersonales transacciones de mercado, el procomún inaugura un
debate más amplio,más vibrante y más humanista.Se pueden renovar las
conexiones entre nuestras vidas sociales y los valores democráticos, por
un lado, y por otro entre el rendimiento económico y la innovación. Ganan
una nueva legitimidad teórica temas que de otra forma se habrían dejado de
lado, como las virtudes de la transparencia, el acceso universal, la
diversidad de los participantes, o una cierta equidad social.
Es
indudable que el procomún juega un papel vital en la producción económica
y social de nuestros días. Cuándo se aceptará plenamente ese papel, o cómo
afectará a nuestras futuras actuaciones, es algo que debemos
dilucidar.
Traducción: Alicia Díaz
Migoyo Copyright © 2003 David
Bollier
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