NCeHu 175/08
Rumbo al
X ENCUENTRO INTERNACIONAL HUMBOLDT
"El
Mundo como Geografía"
13 al 17
de octubre de 2008
Rosario - Provincia de Santa Fe -
Argentina
Yo tenía diez
niñitos.
Uno nació en Tucumán, nuevo como la
aurora. El papá FMI lo acunaba entre sus brazos: "el pan que te quito ahora
dentro de cien años será caviar". No murió de hambre, no, sino de vida
breve.
No me quedan más que
nueve.
De los nueve que quedaban, uno nació en
Tulkarem. Se suicidó una mañana en su casa, contra un misil israelí, mientras
mojaba en un vaso de agua la colilla de un bizcocho.
No me quedan más que
ocho.
De los ocho que quedaban, uno nació en
Senegal. Con treinta dientes y una patera quiso invadir Gibraltar y para
ahogarse sin trabas abandonó entre las olas su único
juguete.
No me quedan más que
siete.
De los siete que quedaban, uno nació en
Afganistán. Se escondía debajo de un harapo y un cartón, pero Dios, que estaba
en Florida, lo notó, tronó y le arrojó encima un racimo de centellas que le
arrancaron los brazos y los pies.
Ya sólo me quedan
seis.
De los seis que me quedaban, uno nació
en Basora. Olía flores de uranio, bebía néctar de clavos, caídos desde el
Olimpo, y se le pudrió la cara y se le derritió un pulmón. Pidió permiso para
curarse, pero se lo denegó, allá muy lejos, el padre
gringo.
Ya sólo me quedan
cinco.
De los cinco que quedaban, uno nació en
Guatemala. El tío Nestlé le quitó la leche, la cuñada Vivendi el agua, el primo
Monsanto el maíz, el abuelo Bayer las vacunas y el colega Enron la lámpara. Un
cañón le quitó la tierra y un juez la casa y luego llegó el gobierno y le dijo:
"Como vivas, te mato".
No me quedan más que
cuatro.
De los cuatro que quedaban, uno nació en
Medellín. Ahito de pegamentos, lamedor de escaparates, el gamín deambulaba por
un centro comercial; y como no podía comprar sus zapatos, un gran señor
comerciante le disparó entre los dientes y lo colgó del
revés.
Ya sólo me quedan
tres.
De los tres que me quedaban, uno nació
en el Congo. Inservible ya para extraer coltán por un dólar al día vigilado por
tres ejércitos, dobló la cabeza y, porque así lo exigían los balances de la
Compañía, se lo llevó la tos.
No me quedan más que
dos.
De los dos que me quedaban, uno nació en
Vietnam. Nació con pata de palo y con tan mala pata que, mientras cortaba unas
cañas, pisó una de las minas que plantó ayer el Tío Sam y que hoy se niega a
quitar; y su pierna de carne y su pata de palo volaron hasta
Neptuno.
Ya sólo me queda
uno.
El último que me quedaba nació en Madrid
(o en Valencia o en Euskadi, no lo sé). Este, que no tenía hambre ni frío ni sed
ni enfermedades ni miedo de un misil, tenía en cambio la frente despejada y la
moral kantiana y protestó por la suerte de sus nueve hermanos. Entonces llegó la
policía, le ató las manos, le aporreó las espaldas y lo encadenó en el
trullo.
Ya no me queda
ninguno.
(Pero de mis lágrimas, como de las
piedras de Deucalión, nacerán miles de cuates, meninos, gamines y chavales.
Florencia, mamá de Italia, acaba de parir un millón. Y la madre Caracas y Lima y
Managua y Barcelona y Lisboa y California y la Francia y la Alemania y la
Interpatria toda, mamíferas de justicia y de razón, están alumbrando ya nuevas
niñadas para las guarderías abiertas de la resistencia
total.)
Santiago Alba
Rico
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