272 páginas B/N, formato 140 x 220 mm, encuadernación
rústica cosida
PVP: 18 euros (IVA incluido)
ISBN:
978-84-935829-4-4
El Tratado de la servidumbre liberal
se presenta como un trabajo de análisis sobre la sumisión, que arranca de la
reflexión que el ilustrado La Boétie hizo en su Tratado de la servidumbre
voluntaria. Tanto Žižek, en el prólogo que ha hecho para este libro, como Nicole
Dubois y Robert-Vincent Joule, que presentan la obra de Beauvois y la sitúan en
su contexto histórico, científico y social, lo consideran un trabajo
imprescindible para conocer la realidad de nuestro tiempo.
Si consideramos fundamental la libertad
de elección, ¿por qué despreciamos sistemáticamente el peso de aquello que la
limita cuando explicamos tanto nuestros actos como los del prójimo? ¿Tiene esto
algo que ver con el hecho de que unos sean Gente Eminentemente Respetable y
Remunerable y otros Gente Potencialmente (sólo potencialmente) Reeducable para
Asistencia?
Y si diferentes experimentos demuestran que el número de
personas que acepta someterse y privarse de bebida o de tabaco, comerse un
gusano vivo o defender tesis contrarias a sus convicciones, es el mismo entre
aquellos que previamente han sido declarados libres de hacerlo o no y aquellos a
los que se les ha obligado, ¿cuál es entonces el papel de la declaración de
libertad?
La tesis que sostiene este libro es que los sistemas de poder y las
ideologías que históricamente los habitan generan modos específicos de
conocimiento y de acción, y la pregunta que se plantea es cuáles son esos modos
específicos en la democracia liberal.
Beauvois traza un camino político
entre la ciencia y la divulgación para demostrar, con las herramientas de la
psicología social, que los efectos de la declaración de libertad pasan por la
racionalización y la interiorización de una sumisión, previamente aprendida en
la familia y en la escuela, a un poder que apela a la naturaleza del individuo
para justificar sus prescripciones.
Jean León Beauvois ha sido
profesor titular de psicología clínica en distintas universidades francesas
(París, Nancy) y posteriormente de psicología experimental (Caen, Grenoble, y
Nice).
Ha dirigido numerosos organismos universitarios e internacionales (el
UER «Conocimiento del hombre» en Nancy, el UFR «Ciencia del hombre y de la
Sociedad» en Grenoble, o el Departamento de Psicología en Nice) y ha presidido
importantes asociaciones profesionales (ARIP, ADRIPS). Director durante muchos
años de la prestigiosa Revue Internationale de Psychologie Sociale,
Beauvois ha participado en numerosos comités editoriales y dirigido las
colecciones «Vies Sociales» para la editorial Presses Universitaires de Grenoble
(19 títulos) y los 6 volúmenes del manual La psychologie sociale para la
Universidad de Grenoble. Entre sus obras más importantes destacan: La
psychologie quotidienne, París, Presses Universitaires de France, 1984; A
radical dissonance theory, Londres, Taylor & Francis, 1996, antología de
ensayos en colaboración con R-V. Joule con el que también ha escrito La
soumission librement consentie [La sumisión libremente consentida] París,
Presses Universitaires de France, 1998; Petit traité de manipulation à
l'usage des honnêtes gens, Grenoble, Presses Universitaires de Grenoble,
2002 [traducido en España como Pequeño tratado de manipulación para gente de
bien, Madrid, Pirámide, 2008]. Su último libro es Les illusions
libérales, individualisme et pouvoir social [Las ilusiones liberales.
Individualsmo y poder social], Grenoble, Presses Universitaires de Grenoble,
2005.
Prólogo
al Tratado de
la servidumbre liberal, de Jean-léon Beauvois
Beauvois y la libertad leninista
Slavoj
Žižek
He
aquí cómo expone Lenin su postura sobre la libertad en una polémica contra la
crítica de mencheviques y socialistas revolucionarios al poder bolchevique en
1922:
«De
hecho, los sermones que […] los mencheviques y los socialistas revolucionarios
predican expresan su verdadera naturaleza: “La revolución ha ido demasiado
lejos. Lo que vosotros decís ahora nosotros lo decimos desde siempre,
permitidnos que lo repitamos”. Pero nosotros respondemos: “Permitidnos poneros
delante de un pelotón de fusilamiento por decir eso. O bien evitáis expresar
vuestros puntos de vista o, si insistís en expresar en público vuestras
opiniones políticas en las actuales circunstancias, cuando nuestra posición es
mucho más difícil de lo que era cuando los guardias blancos nos atacaban
directamente, seréis los únicos culpables de que os tratemos como a los
elementos peores y más perniciosos de la guardia blanca”»1.
Esta
libertad de elección leninista —no entre «la bolsa o la vida» sino entre «la
crítica o la vida»— combinada con su actitud despectiva hacia la idea «liberal»
de libertad, explica la mala reputación de Lenin entre los liberales. Las
alegaciones de éstos descansan en el rechazo a la convencional oposición
marxista-leninista entre la libertad «formal» y la «real»: incluso liberales de
izquierdas como Claude Lefort resaltan una y otra vez que la libertad es, en su
noción misma, «formal», de modo que la «libertad real» es equiparable a la falta
de libertad2.
Es decir, con respecto a la libertad, Lenin se recuerda más por su famosa
contestación de «libertad sí, pero ¿para QUIÉN? ¿Para hacer QUÉ?»; para él, en
el caso arriba citado, la «libertad» menchevique de criticar al gobierno
bolchevique equivalía de hecho a «libertad» para debilitar el gobierno de los
obreros y los campesinos en nombre de la contrarrevolución... ¿Acaso no es hoy
más que obvio, tras la aterradora experiencia del Socialismo Real, dónde reside
el fallo de este razonamiento? En primer lugar, reduce una constelación
histórica a una situación cerrada y completamente contextualizada en la que las
consecuencias «objetivas» de nuestros actos están completamente determinadas
(«con independencia de vuestras intenciones, lo que ahora estáis haciendo sirve
objetivamente […]»); en segundo lugar, la posición de enunciación de dichas
declaraciones usurpa el derecho a decidir qué «significan objetivamente»
nuestros propios actos, de modo que su aparente «objetivismo» (el enfoque en el
«significado objetivo») es la forma de apariencia de su opuesto, el completo
subjetivismo: yo decido qué significan objetivamente tus actos, porque yo
defino el contexto de una situación (por ejemplo, si concibo mi poder como el
equivalente o la expresión inmediatos del poder de la clase obrera, todos los
que se oponen a mí son «objetivamente» enemigos de la clase obrera). Contra esta
contextualización plena, debería resaltarse que la libertad es «real» precisa y
únicamente en cuanto capacidad para «trascender» a las coordenadas de una
situación dada, de «plantear los presupuestos» de la propia actividad (como
habría dicho Hegel), es decir, de redefinir la situación en sí en la que uno
está activo. Además, como han señalado muchos críticos, el propio término
«socialismo real», aunque acuñado para afirmar los éxitos del socialismo, es en
sí mismo prueba del completo fracaso del socialismo, es decir, del fracaso del
intento de legitimar los regímenes socialistas; el término «socialismo real»
surgió en el momento histórico en el que la única razón legitimadora del
socialismo era el mero hecho de su existencia...3
¿Es
ésta, sin embargo, toda la historia? ¿Cómo funciona de hecho la libertad en las
propias democracias liberales? Aunque la presidencia de Clinton ejemplifica la
Tercera Vía de la actual (ex)izquierda sucumbida ante el chantaje ideológico de
la derecha, su programa de reforma sanitaria habría equivalido, no obstante, a
una especie de ley, al menos en las condiciones actuales, porque se
habría basado en el rechazo a las ideas hegemónicas de que es necesario reducir
el gasto y la administración del Gran Estado; en cierta medida, «haría lo
imposible». No es de extrañar, por lo tanto, que fracasase: su fracaso —quizá el
único acontecimiento, aunque negativo, de la presidencia de Clinton—
atestigua la enorme fuerza de la noción ideológica de la «libertad de elección».
Es decir, aunque la gran mayoría de los denominados «ciudadanos comunes» no
conocían adecuadamente el programa de reformas, el grupo de presión médico —¡dos
veces más fuerte que el infame grupo de defensa!— consiguió imponer en la
población la idea fundamental de que, con la sanidad universal, la libertad de
elección (en asuntos concernientes a la medicina) se vería de algún modo
amenazada. Contra esta referencia puramente ficticia a la «libertad de
elección», toda enumeración de «datos concretos» (en Canadá, la atención
sanitaria es menos cara y más eficaz, con la misma libertad de elección, etc.)
resultó ineficaz.
Nos
encontramos aquí en pleno centro nervioso de la ideología liberal: la libertad
de elección, basada en la idea del sujeto «psicológico» dotado de propensiones
que intenta hacer realidad. Y esto es especialmente aplicable hoy, en la era de
lo que sociólogos como Ulrich Beck denominan la «sociedad del
riesgo»4,
cuando la ideología dominante se esfuerza por vendernos la mismísima inseguridad
causada por el desmantelamiento del Estado del bienestar como la oportunidad de
alcanzar nuevas libertades: ¿tiene usted que cambiar de trabajo todos los años,
dependiendo de contratos de corta duración en lugar de un puesto estable y
duradero? ¿Por qué no considerarlo como una liberación de las restricciones que
supone un trabajo fijo, y como una oportunidad de reinventarse una y otra vez,
para captar y comprender los potenciales ocultos de su personalidad? ¿Ya no
puede confiar en el plan de salud y en el plan de jubilación convencional, de
modo que tiene que optar por una cobertura adicional que debe pagar? ¿Por qué no
percibirlo como una oportunidad adicional de elegir: bien una mejor vida ahora o
bien seguridad a largo plazo? Y si este predicamento le provoca a usted
ansiedad, el ideólogo posmoderno o de la «segunda modernidad» lo acusará
inmediatamente de ser incapaz de asumir una libertad plena, o de «huir de la
libertad», de apegarse con inmadurez a las viejas formas estables...
Aún
mejor, cuando esto se inscribe en la ideología del sujeto entendido como
individuo psicológico preñado de habilidades y tendencias naturales, entonces
por así decirlo interpreto todos estos cambios como resultado de mi
personalidad, no como resultado de que las fuerzas del mercado me arrojen de un
lado a otro.
Fenómenos
como éstos hacen mucho más necesario hoy el reafirmar la oposición entre la
libertad «formal» y la libertad «real» en un sentido nuevo y más preciso. Lo que
necesitamos hoy, en la era de la hegemonía liberal, es un traité
«leninista» de la servitude liberale, una nueva versión del
Traité de la servitude volontarie de La Boetie que justifique
plenamente el aparente oxímoron de «totalitarismo liberal». Y esto nos lleva
finalmente a Jean-Léon Beauvois, que dio el primer paso en este sentido con su
precisa exploración de las paradojas que supone el otorgarle al sujeto la
libertad de elegir5.
Los repetidos experimentos realizados por él establecían la siguiente paradoja:
si, DESPUÉS DE conseguir que dos
grupos de voluntarios accedan a participar en un experimento, se les informa de
que dicho experimento supondrá algo desagradable, contrario a su ética incluso,
y si, en ese momento, se le recuerda al primer grupo que tiene libre posibilidad
de decir que no, y al otro no se le dice nada, en AMBOS grupos, el MISMO
porcentaje (muy elevado) aceptará seguir participando en el experimento. Lo que
esto significa es que conceder la libertad de elección formal no marca
diferencia alguna: aquellos a quienes se les da libertad escogen lo mismo
que aquellos a quienes (implícitamente) se les niega. Esto, sin embargo, no
significa que el recordatorio o la concesión de libertad no supongan diferencia
alguna: aquellos a quienes se les da libertad de elegir no tienden meramente a
escoger lo mismo que aquellos a quienes se les niega; ante todo, tienden a
«racionalizar» su decisión «libre» de seguir participando en el experimento,
incapaces de soportar la llamada disonancia cognitiva (su conciencia de que
actúan LIBREMENTE contra sus intereses, propensiones, gustos o normas), tienden
a cambiar de opinión acerca del acto que se les pide que realicen.
Pongamos que a un individuo se le pide en principio que participe en un
experimento relativo al cambio de los hábitos de alimentación, para combatir el
hambre; después, cuando ya ha aceptado participar, en el primer encuentro en el
laboratorio, se le pide que se trague un gusano vivo, con el recordatorio
explícito de que, si este acto le parece repulsivo, puede, desde luego, decir
que no, porque tiene plena libertad de elegir. En la mayoría de los casos, lo
hará, y después lo racionalizará diciéndose a sí mismo cosas como: «lo que se me
pide que haga ES asqueroso, pero yo no soy cobarde, debería mostrar valentía y
autocontrol, ¡de lo contrario a los científicos les pareceré una persona débil
que se retira al menor obstáculo!» Además, un gusano tiene muchísimas proteínas
y podría usarse de hecho para alimentar a los pobres. ¿Quién soy yo para poner
en peligro un experimento tan importante por mi trivial sensiblería? Y
finalmente, quizá mi asco hacia los gusanos no sea más que prejuicio, quizá un
gusano no sea tan malo ¿no sería el probarlo una experiencia nueva y atrevida?
¿Y si eso me permite descubrir una dimensión inesperada, ligeramente perversa,
hasta ahora desconocida, de mí mismo?»
Beauvois
enumera tres modos de lo que lleva a las personas a cumplir dicho acto en contra
de su propensión o sus intereses percibidos: autoritario (la pura orden:
«¡deberías hacerlo porque yo lo digo, sin cuestionarlo!», sostenida por la
recompensa si el sujeto la cumple y el castigo si no la cumple);
totalitario (la referencia a una causa superior, a un bien común que es
mayor que el interés percibido del sujeto: «¡deberías hacerlo porque, aunque sea
desagradable, le sirve a tu nación, tu partido, la humanidad!»); y
liberal (la referencia a la naturaleza interna del sujeto: «lo que se te
pide tal vez parezca repulsivo, pero si buscas profundamente en tu interior
descubrirás que está en tu verdadera naturaleza el hacerlo, te resultará
atractivo, descubrirás dimensiones nuevas e inesperadas de tu personalidad!»).
En este punto, habría que corregir a Beauvois: el autoritarismo directo es
prácticamente inexistente; hasta el régimen más opresivo legitima
públicamente su reinado con la referencia a un bien superior, y el hecho
de que, en último término, «tú tienes que obedecer porque yo lo digo» sólo
resuena como su obsceno complemento discernible entre líneas. Es por el
contrario la especificidad del autoritarismo habitual el referirse a un bien
superior («¡sean cuales sean tus inclinaciones, tienes que seguir mi orden en
virtud de un bien superior!»), mientras que el totalitarismo, como el
liberalismo, interpela al sujeto en nombre de SU PROPIO bien («¡lo que tal vez
te parezca una presión externa, es en realidad expresión de tus intereses
objetivos, de lo que tú REALMENTE QUIERES sin saberlo!»). La diferencia entre
ambos reside en otra parte: el «totalitarismo» le impone al sujeto su propio
bien, aunque sea contra la voluntad de dicho sujeto; recuérdese la famosa (e
infame) declaración del rey Carlos: «si alguien es tan estúpidamente antinatural
como para oponerse a su rey, su país y su propio bien, nosotros lo haremos
feliz, con la bendición de Dios, incluso contra su voluntad». (Carlos i de Inglaterra al Conde de Essex, 6 de
agosto de 1644). Aquí encontramos ya el posterior tema jacobino de la felicidad
como factor político, así como la idea saint-justiana de obligar a las personas
a ser felices... El liberalismo intenta evitar (o, mejor dicho, tapar) esta
paradoja aferrándose hasta el final a la ficción de la autopercepción libre e
inmediata del sujeto («no afirmo saber mejor que tú lo que quieres; ¡simplemente
mira en tu interior y decide con libertad qué quieres!»).
La
razón de este fallo en la línea de argumentación de Beauvois es que no reconoce
que la autoridad tautológica abisal (el «porque yo lo digo» del Amo) no funciona
sólo debido a las sanciones (castigo/recompensa) que implícita o explícitamente
evoca. Es decir, ¿qué hace, en efecto, que un sujeto escoja libremente lo que se
le impone en contra de sus intereses o propensiones? A este respecto, la
investigación empírica de las motivaciones «patológicas» (en el sentido kantiano
del término) no basta: la enunciación de una orden que impone en su receptor una
obligación o un compromiso simbólico transmite una fuerza inherente propia, de
modo que lo que nos induce a obedecer es el mismísimo rasgo que puede parecer un
obstáculo: la ausencia de «por qué». En esto Lacan tal vez proporcione cierta
ayuda: el «significante Amo» lacaniano designa precisamente esta fuerza
hipnótica de la orden simbólica que descansa sólo en su propio acto de
enunciación; es aquí donde encontramos la «eficiencia simbólica» en su mayor
pureza. Los tres modos de legitimar el ejercicio de la autoridad («autoritario»,
«totalitario», «liberal») no son más que tres tipos de tapadera, de cegarnos
ante la fuerza seductora, el abismo de este llamamiento vacío. En cierto
sentido, el liberalismo es incluso a este respecto el peor de los tres, porque
NATURALIZA las razones de la obediencia en la estructura psicológica interna del
sujeto. Por consiguiente la paradoja es que los sujetos «liberales» son en
cierto modo los menos libres: cambian la mismísima opinión/percepción de sí
mismos, aceptando que lo que se les IMPONE surge de su «naturaleza»; ni siquiera
son ya CONSCIENTES de su subordinación.
Fijémonos
en la situación de los países del este de Europa en torno a 1990, cuando el
Socialismo Real se estaba desmoronando: de repente, los ciudadanos se vieron
arrojados a una situación de «libertad de elección política»; sin embargo, ¿se
les planteó REALMENTE en algún momento la pregunta fundamental de qué tipo de
orden nuevo querían de hecho? ¿Acaso no se encontraron en la situación exacta
del sujeto-víctima de un experimento Beauvois? Al principio les dijeron que
entraban en la tierra prometida de la libertad política; y poco después, les
informaron de que esta libertad supone una privatización salvaje, el
desmantelamiento de la seguridad social, etc., etc.; siguen teniendo libertad de
elegir, y por ello, si quieren, pueden salirse; pero no, nuestros heroicos
europeos orientales no querían desilusionar a sus tutores occidentales y
persistieron con estoicismo en una decisión que nunca habían tomado,
convenciéndose de que debían comportarse como sujetos maduros y conscientes de
que la libertad tiene su precio... Por eso la noción del sujeto psicológico
dotado de propensiones naturales, que tiene que darse cuenta de su verdadero yo
y de sus potenciales, y que es, en consecuencia, el responsable máximo de su
éxito o de su fracaso, es el ingrediente clave de la libertad liberal. Y aquí
deberíamos arriesgarnos a reintroducir la oposición leninista entre libertad
«formal» y libertad «real»: en un acto de libertad real, uno se atreve
precisamente a ROMPER esta capacidad seductora de la eficiencia simbólica. Ahí
reside el momento decisivo de la sarcástica respuesta de Lenin a sus críticos
mencheviques: la elección verdaderamente libre es aquella en la que no sólo
escojo entre dos o más opciones DENTRO DE un par de coordenadas dado, sino
aquella en la que decido cambiar el propio conjunto de coordenadas. La trampa de
la «transición» del socialismo real al capitalismo fue que los ciudadanos nunca
tuvieron la oportunidad de elegir de hecho el ad quem de esta transición;
de repente, se vieron (casi literalmente) «arrojados» a una nueva situación en
la que les presentaron un nuevo conjunto de opciones dadas (liberalismo puro,
conservadurismo nacionalista...). Lo que esto significa es que la «libertad
real» entendida como acto de cambio consciente de este conjunto sólo se da
cuando, en la situación de una opción forzosa, uno ACTÚA COMO SI LA OPCIÓN NO
FUESE FORZOSA y «escoge lo imposible».
De
eso tratan los ataques obsesivos de Lenin contra la libertad «formal», ahí
reside su «núcleo racional» que vale la pena salvar hoy: cuando él subraya que
no hay ninguna democracia «pura», que siempre deberíamos preguntar a quién sirve
la libertad en consideración, cuál es la función de dicha libertad en la lucha
de clases, su fin es precisamente el de mantener la posibilidad de la VERDADERA
elección radical. A eso equivale en último término la distinción entre libertad
«formal» y libertad «real»: la libertad «formal» es la de elegir DENTRO DE las
coordenadas de las relaciones de poder existentes, mientras que la libertad
«real» señala el espacio de una intervención que socava las coordenadas en sí.
En resumen, el objetivo de Lenin no es limitar la libertad de elección, sino
mantener la opción fundamental: cuando Lenin pregunta cuál es la función de una
libertad dentro de la lucha de clases, lo que pregunta precisamente es: «esta
libertad ¿aumenta o disminuye la opción revolucionaria fundamental?»
El
programa televisivo más popular en el otoño de 2000 en Francia, con una cuota de
espectadores que duplicó la de notorios programas de telerrealidad del tipo
«Gran Hermano» fue C’est mon choix («Es mi decisión») de France 3, un
programa cuyo invitado es siempre una persona común (o, excepcionalmente,
conocida) que ha tomado una decisión peculiar que ha determinado todo su modo de
vida: uno de ellos decidió no llevar nunca ropa interior, otro intenta todo el
tiempo encontrar una pareja sexual más adecuada para su padre y su madre; la
extravagancia se permite, se solicita incluso, pero con la exclusión
explícita de opciones que pueden incomodar al público (por ejemplo, una
persona que elige ser y actuar como racista, está excluida a priori). ¿Se
puede imaginar un mejor predicamento de a qué equivale de hecho la «libertad de
elección» en nuestras sociedades liberales? Podemos seguir tomando nuestras
pequeñas decisiones, «reinventándonos» en profundidad, con la condición de que
estas decisiones no perturben seriamente el equilibrio social e ideológico. Con
respecto a C’est mon choix, lo verdaderamente radical sería centrarse de
hecho en las opciones «perturbadoras»: invitar a personas tales como racistas
convencidos, es decir, personas cuya opción (cuya diferencia) SÍ constituya una
diferencia. A esto se debe también que hoy la «democracia» sea un tema cada vez
más falso, una noción tan desacreditada por su uso predominante que, tal vez,
deberíamos arriesgarnos a cedérsela al enemigo. ¿Dónde, cómo y por quién se
toman las decisiones claves referentes a asuntos sociales globales? ¿Se toman en
el espacio público, mediante la participación activa de la mayoría? Si la
respuesta es sí, es de importancia secundaria que el Estado tenga un sistema de
un solo partido, etc. Si la respuesta es no, es de importancia secundaria que
tengamos una democracia parlamentaria y libertad de elección
individual.
¿No
se dio algo homólogo a la invención del individuo psicológico liberal en la
Unión Soviética a finales de la década de 1920 y comienzos de la de 1930? El
arte vanguardista ruso de comienzos de los veinte (futurismo, constructivismo)
no sólo respaldaba con celo la industrialización, incluso se afanaba por
reinventar el nuevo hombre industrial: ya no el viejo hombre de pasiones
sentimentales y arraigado en las tradiciones, sino el hombre nuevo que acepta de
grado su función de perno o tornillo en la gigantesca máquina industrial
coordinada. Como tal, dicho arte era subversivo en su propia «ultraortodoxia»,
es decir, en su excesiva identificación con el núcleo de la ideología oficial:
la imagen de los hombres y mujeres que obtenemos en Eisenstein, Meyerhold, los
cuadros constructivistas, etc., resalta la belleza de sus movimientos mecánicos,
su profunda depsicologización. Lo que en Occidente se percibía como pesadilla
suprema del individualismo liberal, como contrapunto ideológico de la
«taylorización», del repetitivo trabajo fordista, se presentó en Rusia como la
perspectiva utópica de la liberación: recuérdese que Meyerhold insistió
violentamente en un planteamiento «conductista» de la interpretación: ya no una
familiarización enfática con el personaje que el actor está interpretando, sino
la despiadada formación personal destinada a la fría disciplina corporal, a la
capacidad del actor para representar la serie de movimientos
mecanizados6...
ESTO fue lo insoportable para Y EN la ideología estalinista oficial, de modo que
el «realismo socialista» estalinista FUE de hecho un intento de reafirmar un
«socialismo con rostro humano», es decir, de reinscribir el proceso de
industrialización en las limitaciones del individuo psicológico tradicional: en
los textos, los cuadros y las películas realistas socialistas, los individuos ya
no se presentan como partes de la máquina global, sino como personas cálidas y
apasionadas.
Slavoj
Žižek
Traducción de
Cristina Piña Aldao
Prólogo al Tratado de la
servidumbre liberal, de Jean-Léon Beauvois
1
V.I. Lenin, Informe
político al Comité Central de RCP, 27 de marzo de 1922.
2
C.
Lefort, Democracy and Political Theory, Minneapolis, Minnesota University
Press. 1988.
3 Puesto en los
términos de Alain Badiou de oposición entre el ser y el acontecer (véase su
L’entre et l’evenement), la caída del término «socialismo realmente
existente» señala el final y la completa reinscripción de los regímenes
comunistas en el positivo orden del ser: aún el más mínimo potencial utópico
todavía es discernible en la más salvaje movilización estalinista y, después, en
el «deshielo» kruscheviano, definitivamente desaparecido.
4 Véase U. Beck, La
sociedad del riesgo. Hacia una nueva modernidad, Barcelona, Paidós,
1998.
5 J.-L. Beauvois,
Tratado de la servidumbre liberal, edición original francesa: París,
Dunod, 1994.
6 Véanse los capítulos
2 y 3 del libro de S. Buck-Morss, Mundo soñado y catástrofe, Madrid,
Visor, 2004.