De manera casi clandestina, como de puntillas, se viene produciendo un giro
significativo en la política educativa, que es particularmente llamativo en el
modo en que se afronta el llamado problema de la calidad y la mejora de los
rendimientos escolares. Especialmente en las Comunidades Autónomas gobernadas
por el PSOE, hace tiempo que se advierte un distanciamiento evidente de
políticas que en otro tiempo se defendieron con pasión. Ahora, fascinados por
las formas de gestión de la empresa y por las supuestas bondades de la lógica
del mercado aplicada a cualquier cosa, nuestros políticos siguen la estela
marcada por Margaret Tatcher en Gran Bretaña y continuada con entusiasmo y
aplicación por el neolaborismo de Blair y el neoliberalismo de George
Bush.
La invisibilidad de esta nueva política se destaca por la ausencia de un
discurso que explique o justifique los principios en los que se fundamenta. En
el mejor de los casos podemos encontrarnos con declaraciones de intenciones
siempre adornadas con la palabra calidad y, rastreando algo más, con
algunas ideas provenientes casi todas del mundo de los negocios, muy pocas del
campo de la educación. Pero, no es que no haya doctrina, simplemente es que no
se publica. Esta especie de ocultamiento se hace más patente al comprobar que el
cambio desde el modelo de la reforma hacia la política basada en la gestión
empresarial de la escuela y del sistema educativo, se produce sin que ninguno de
sus promotores haya explicado las razones por las que se fue abandonando aquella
estrategia. Como reza en el título de un artículo de Terry Haydn (2004), en
España, al igual que ocurrió algunos años antes en Inglaterra y Gales, el
proyecto de mejora de la educación basado en el modelo de escuela comprensiva ha
muerto de forma extraña, pues, al menos en boca de dirigentes del PSOE, no se ha
oído ningún balance crítico que justificara la desaparición de la criatura, si
bien es cierto que hace ya algún tiempo que dejó de hablarse de ella.
Así pues, a falta de pronunciamientos explícitos, debemos suponer entonces
que la adopción de esta nueva orientación de la política educativa es un
reconocimiento implícito del fracaso de la anterior, sólo que es comprensible
–especialmente en el mundo de la política- que tal cosa no se exponga a los
cuatro vientos, sobre todo por las frustrantes consecuencias que tendría para
quienes desde el compromiso con la mejora de la escuela pusieron tantas energías
y tanto empeño en la tarea. Desde luego, quien no está obligado en esas
cautelas, puede advertir claramente –y decirlo- que los derroteros por donde hoy
caminan nuestros gobernantes nos hablan de su convicción de que la política de
reforma –la de la experimentación en los años 80 y la de la LOGSE del 91 y
siguientes- ha fracasado estrepitosamente a la hora de mejorar la
educación.
Aunque van apareciendo los primeros estudios sobre este tema, el balance de
lo que supuso aquel proceso está todavía por hacer. Seguramente sus logros
estuvieron muy lejos de los objetivos que se propusieron y, seguramente también,
sus insuficiencias fueron menores de lo que han venido defendiendo sus
detractores. Lo que, en todo caso, me parece una injusta simplificación es
afirmar que los males que hoy aquejan al sistema educativos son consecuencia de
aquella política. En realidad con la reforma ocurrió lo que suele ocurrir con
muchos fenómenos sociales: la realidad desbordó ampliamente a los proyectos, de
manera que los propios gobernantes se pusieron al frente de su liquidación.
Quizás no sea justo, ni desde luego riguroso, tildar de fracaso el proyecto de
mejora de la educación que se desarrolló durante los años ochenta, pues, en
realidad, si exceptuamos el período de experimentación y el caso de un reducido
número de centros escolares, simplemente no se aplicó. La persistencia del
currículum académico, la existencia de itinerarios distintos en la práctica, la
huida de las clases medias desde los centros públicos a los concertados, y otras
muchas circunstancias de parecido tenor, avalan la afirmación de que el modelo
de escuela comprensiva no llegara a aplicarse1. Una vez apreciadas
las primeras resistencias fácticas y los primeros síntomas de inviabilidad, los
responsables políticos de la educación, lejos de empeñarse, se limitaron a
legislar a favor de la corriente. Y la corriente nos ha traído a donde ahora
estamos. Al día de hoy, no sabemos si las reformas curriculares, organizativas y
de estilos de enseñanza que entonces se propugnaban servían para mejorar la
formación de niños y jóvenes. Lo que sí sabemos es que no se pudieron
aplicar.
Los resultados de informes y pruebas de diverso tipo ponen hoy de
manifiesto que el problema de la mejora de la educación sigue pendiente, así
que, fracasada la política de la reforma, se imponen otras estrategias, eso sí,
en un contexto sociopolítico e ideológico muy distinto al de aquellos años. La
clave de la nueva política reside en considerar que los problemas pueden
reducirse básicamente al ámbito de la gestión: si las cosas no funcionan bien es
porque el sistema educativo está mal gestionado, en todos sus niveles, pero,
especialmente en el que atañe a la fase final de la elaboración del
producto, que no es otra cosa que el alumno académicamente exitoso.
Considerando así el problema, el recurso a las formas de gestión empresarial y a
los principios del mercado cae por su peso, pues, al decir del pensamiento
dominante, se trata de herramientas eficaces y potentes en todos los campos de
la vida social (¿y privada?). Ahora bien, puesto que la escuela y la educación
son realidades muy distantes del mundo de la empresa y de su lógica de
funcionamiento, la primera tarea de la nueva política educativa consiste en
construir lo que Whity (1999) llama un quasimercado, liquidando para ello
todo lo que es un obstáculo en la implantación de la nueva doctrina y, sobre
todo, estructurando el funcionamiento de la escuela y la enseñanza de tal manera
que sea viable la dinámica de la competitividad y la productividad. Aún
admitiendo que en el campo de la educación no todo puede asimilarse a la empresa
y al mercado –de ahí el término quasimercado-, la política educativa hoy
gobernante trata de desplazar el centro de gravedad del debate y de las medidas,
desde la reforma a la gestión.
Esta política requiere, en primer lugar, definir en qué consiste el
resultado óptimo de la educación, y hacerlo de manera tal que pueda medirse su
grado de consecución. Y es aquí donde aparecen las primeras contradicciones y
problemas. Recientemente la OCDE ha planteado como objetivo de la educación la
adquisición de una serie de competencias, una idea que en España se ha
trasladado al currículum oficial con el enunciado de las competencias básicas
que deben regir los contenidos y la práctica de la enseñanza. Las competencias
serían un conjunto de destrezas, conocimientos, valores y disposiciones que se
activan para resolver problemas y tareas complejas. Algunos autores (Crahay,
2006) consideran que esta perspectiva integra los intereses del mundo
empresarial, para el que la escuela debe enseñar a poder hacer, y la tradición
de la pedagogía progresista que siempre ha reclamado una enseñanza para la vida.
En todo caso, digamos que el objetivo de la escuela, más que el de transmitir
conocimientos, sería el de formar a los jóvenes con el fin de que sean capaces
de resolver problemas y afrontar situaciones complejas. En el marco de la
gestión empresarial, la pregunta es ¿como valorar el grado de adquisición de
estas competencias? Naturalmente, el asunto es complicado, puesto que, como se
sabe, muchos de los logros de la educación no son susceptibles de medida y otros
tienen efecto diferido y, por tanto, no pueden apreciarse en el curso de la vida
de estudiante. Además, y esto es quizás lo más contradictorio, si las
competencias se definen como saber hacer en situaciones de la vida, por
definición la escuela tiene muchas dificultades para hacer una evaluación del
logro, pues no hay nada más alejado de la vida que la propia escolarización.
Aquí es donde entra en juego la fiebre por las pruebas y exámenes a los que son
sometidos los alumnos. A falta de otras posibilidades, el examen, un recurso
contradictorio con la perspectiva de las competencias y siempre denostado por la
pedagogía progresista, se refuerza como el elemento clave de la práctica de la
enseñanza: los alumnos estudian para aprobar los exámenes, la enseñanza se
convierte en una actividad centrada en la preparación de los exámenes, y la
escuela en una especie de academia de oposiciones. El problema es que no hay
otra forma de medir los resultados y, en este tiempo dominado por el rendimiento
y la eficacia, todo debe ser sometido a un escrutinio certero.
Aunque desde la época del fordismo se ha ido reformulando, la productividad
es uno de los conceptos claves de la gestión de la empresa que debería
introducirse en el funcionamiento de la escuela y la educación. Según el
Diccionario de la Real Academia de la Lengua española, la productividad es la
relación que hay entre los medios empleados y los resultados obtenidos. Mientras
que en una cadena de montaje, los resultados se miden, por ejemplo, por el
número de televisores fabricados por trabajador y hora, en el mundo de la
enseñanza, la política de la gestión empresarial ha determinado que la
productividad se mide básicamente en función del rendimiento académico de los
alumnos en un período determinado de tiempo. Así, los llamados programas de
Calidad de la Educación y Mejora de los rendimientos escolares –como el que
viene aplicando, por ejemplo, la Consejería de Educación de la Junta de
Andalucía-, cifran sus objetivos en la mejora de estos indicadores. Siguiendo
las pautas del mundo empresarial, estos planes estipulan para los docentes unos
complementos retributivos que están ligados a su consecución, dando por supuesto
que ante el atractivo de ganar más dinero, conseguirán que sus alumnos obtengan
mejores resultados, si bien en la mayoría de estos planes no se les indica qué
es lo que deben hacer ahora y que antes no hacían. La fórmula no es desde luego
nada original, ni siquiera en el mundo de la educación. Tanto el gobierno de
Tony Blair como el Bush la han aplicado, sin que los resultados respondan a las
expectativas. Para el caso de los Estados Unidos de América, Kliebard (2002)
señaló acertadamente que, en realidad, estos planes no mejoran nada, sino que
simplemente se limitan a evaluar resultados, de manera que lo que pomposamente
se denomina programa de calidad y mejora no es más que un programa de evaluación
y rendición de cuentas de los docentes. Lo curioso es que no se les evalúa en
función de lo que ellos hacen, sino de lo que hacen sus alumnos.
Al introducir el concepto de productividad en el mundo de la educación -con
su correspondiente asignación económica-, y, sobre todo, al hacerlo en función
del rendimiento académico de los alumnos, se desatan múltiples consecuencias que
no nos pueden pasar desapercibidas. Aunque es legítimo y conveniente resistirse
al determinismo de las estructuras, no deja de ser cierto que una parte muy
importante del rendimiento académico esta ligado al contexto sociocultural de
los alumnos: así se ha venido poniendo de manifiesto desde el famoso Informe
Coleman, hasta el más reciente Informe PISA de 2006. Con estos datos, centrar el
pago de un plus a los profesores en la mejora de los resultados de los alumnos,
más bien parece una medida cargada de perversa ingenuidad que una apuesta seria
por lo que se dice perseguir. Es posible que en la cadena de montaje el
trabajador actúe con más celeridad o se distraiga menos en las operaciones, pero
en la educación estos conceptos tienen difícil correspondencia. Puesto que la
mejora de la educación pasa necesariamente por un cambio de la práctica de la
enseñanza, los defensores de la gestión empresarial tienen que demostrar que en
las mismas circunstancias –contexto, características de los alumnos, recursos,
horarios, currículum, etc.-, los docentes actuarán de manera distinta en la
clase según reciban o no el citado complemento, a no ser que lo único que se
pretenda es simplemente que cambien las notas o todo se reduzca al cumplimento
de nuevas tareas burocráticas. Además, es prácticamente imposible determinar qué
porcentaje del éxito o el fracaso de sus alumnos responde a su esfuerzo y cuál a
factores sobre los que no puede actuar.
Por los datos que disponemos de Inglaterra y de los Estados Unidos, sabemos
que esta política de productividad relacionada con el rendimiento académico de
los alumnos no sólo no mejora la formación que reciben, sino que ni siquiera
mejora los resultados de las pruebas que se les realiza. Por el contrario, su
aplicación tiene consecuencias muy negativas tanto para el ejercicio de la
profesión docente como para el funcionamiento del sistema educativo. De entrada,
tal y como vaticinaba Robert Bollen (2001:22), se advierte una dejación de
responsabilidades por parte del estado, que traslada a los docentes el problema
del logro académico, atribuyéndoles de forma implícita el resultado de un
proceso en el que intervienen muchas y complejos factores sobre los que no
pueden actuar. El hecho de que la participación de centros y profesores en los
diversos programas de mejora sea voluntaria, no hace sino reforzar la idea de la
responsabilidad de los docentes en el resultado de la educación. El mensaje que
implícitamente se transmite al conjunto de la sociedad es que la administración
educativa cumple su papel ofertando los programas. y corresponde a los centros
decidir sobre su participación. Un mensaje equívoco que además de servir para
ocultar la escasez de los recursos que se emplean en la educación y de eludir
sus responsabilidades, oculta una estrategia para introducir dinámicas de
competitividad entre colegios e institutos, lo que no sólo no contribuye a
mejorar la formación que reciben los alumnos, sino que acaba liquidando las
posibilidades de mejora de los centros de barrios más pobres. Por lo demás, la
política de dejar a la voluntad de maestros y profesores la aplicación de
programas de mejora de la educación, es como dejar a criterio de cada conductor
el itinerario que deben seguir los autobuses urbanos. Al fin y al cabo, la
formación que reciben los alumnos es responsabilidad de las autoridades
educativas y no debería depender de que haya centros más avispados en la
captación de proyectos o profesores dispuestos a ganar unos euros más al año.
Como demuestra Wrigley (2007) para el caso de Inglaterra, esta política de
presión sobre los docentes ha conducido a que la mitad de los nuevos dejen la
profesión a los dos primeros años de ejercerla y, en general, uno de cada diez
lo haga cada año. El problema del abandono se centra en las escuelas de barrios
más pobres, en las que resulta difícil alcanzar y mantener unos rendimientos
mínimos y en las que, sobre todo, el progreso entre dos puntos es mucho más
lento y complicado. A la larga, la política de productividad basada en el
rendimiento y el comportamiento de los alumnos, acaba discriminando a las
escuelas que necesitan mayor compromiso.
Por otra parte, la identidad de la profesión docente se ve notablemente
alterada. A las turbulencias que la crisis de autoridad de la familia ha
producido en la posición del docente en la escuela, se une la progresiva
burocratización del trabajo de la enseñanza que inevitablemente trae aparejada
cualquier política basada en la racionalidad técnica. Es un hecho fácilmente
constatable que en los últimos años maestros y profesores dedican cada vez más
tiempo a completar expedientes burocráticos, lo cual no sabemos si contribuye a
la mejora de la educación pero es seguro que trastoca el oficio de la enseñanza.
Además, frente al espíritu de colaboración y trabajo en equipo y frente a la
creatividad y la espontaneidad, la nueva política requiere de la profesión
docente un perfil de competitividad y de hacer técnico acorde con el estilo que
caracteriza la dinámica de cumplimiento de una serie de objetivos operativos.
Pero, al contrario de lo que ocurre en otros campos, al tratarse de una
filosofía extraña al mundo de la educación, la nueva política sobre los docentes
se limita a la fijación de metas, sin que sea capaz de definir las tareas que
mejor pueden servir para alcanzarlas.
Junto a esto, la relación de maestros y profesores con alumnos, padres y
madres, cambia también de manera significativa. Ahora, esa relación adopta
formas propias del intercambio mercantil, pues en ambos casos el papel que
juegan en la escuela es más propio del cliente que del aprendiz o el
colaborador. En este sentido, el grado de satisfacción se convierte en uno de
los parámetros de la productividad docente y, en definitiva, de parte de sus
ingresos económicos. La supeditación del trabajo del maestro o profesor a este
tipo de requerimientos, supone, además, que su competencia profesional se vuelve
vulnerable ante la presencia de intereses que, aunque legítimos, no siempre son
compatibles con la mejora de la educación.
No cabe duda de que la política educativa basada en la tesis de la gestión
empresarial supone una profunda reformulación de la práctica y sentido de la
enseñanza, así como de la profesión docente. Pero esta nueva identidad
profesional requiere, como en la empresa, una estructura organizativa que sólo
se sostiene en un régimen de mucha vigilancia y poca confianza. (Wrigley,
2007: 49), pues, al fin y al cabo, se parte de la sospecha de que los problemas
de la educación se deben a que maestros y profesores no se emplean a fondo en su
trabajo. De esta manera, la figura del director adquiere un notable relieve que
sólo es comparable en España a la época en que en la enseñanza primaria existía
un cuerpo de directores escolares, si bien incluso ahora se le dota de mayores
competencias. Si los problemas de la educación son problemas de gestión, es
lógico que se potencie el papel de los directores, tanto en sus funciones como
en sus retribuciones, pues la figura del jefe parece ser fundamental en el mundo
de la empresa. El perfil de dirección que le legislación española viene
construyendo en los últimos años, tiende a crear una figura distanciada de los
docentes, un distanciamiento que desde la filosofía de la empresa parece ser
condición necesaria para el ejercicio de la autoridad que la nueva situación
requiere. Otra cosa será si realmente, dada las peculiaridades de la escuela,
este estilo de dirección será capaz de ejercer el liderazgo de la comunidad
educativa o, como parece más probable, terminará produciendo una especie de
capataz o vigilante y, en definitiva, un elemento extraño a la vida de la
escuela. Desde luego la idea de una dirección profesionalizada no es nueva; se
trata de una figura que goza de amplia tradición en otros países y ha sido
motivo de discusión cada vez que en España se ha propuesto abiertamente. Ahora,
como otro ejemplo de la clandestinidad que caracteriza a la nueva política
educativa, parece que, sin nombrarlo, se acaba imponiendo lo que hace tiempo se
venía intentando: la instauración de gerentes al frente de los centros
escolares.
En fin, no es ningún descubrimiento afirmar que la mejora de la educación
es un asunto complejo para cuya consecución hay que actuar en muchas
direcciones. El hecho de que a lo largo de la historia este objetivo haya sido
una especie de utopía perseguida de manera recurrente, es reflejo inequívoco de
la dificultad del empeño. Además, en los tiempos que corren, los problemas con
los que se enfrenta la escuela se agudizan ante las evidentes contradicciones
entre el mundo real del siglo XXI y una institución que sigue funcionando con la
estructura del siglo XIX. Ahora bien, la gravedad y complejidad de los problemas
nos obligan a ser cautos ante las propuestas magníficas como esta de la gestión
empresarial de la escuela y la educación. La historia de la educación está llena
de modas pasajeras, la mayoría de ellas han mejorado poco la escuela, han tenido
poca incidencia en la práctica, pero, al menos, han sido inocuas. Otras, como la
que aquí estamos considerando, lejos de sanar, pueden producir más daño al
enfermo. La tesis de que se va a conseguir la tan famosa calidad aplicando la
lógica de la empresa al mundo de la educación, tiene que argumentarse, y
demostrarse, no basta con dar por supuestas sus bondades sólo porque forma parte
del pensamiento dominante, ni porque parece de “sentido común”. Hay que tener
cuidado, porque gobernar la educación como si fuera una empresa tiene efectos
colaterales y secundarios que pueden acabar liquidando lo que queda de la
escuela pública, sin que aporte nada mejor que lo que en su tiempo se proyectó
con la política de la reforma y no se pudo aplicar
.
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F. Javier Merchán Iglesias es Catedrático de Educación
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