Hace
años se tomó la acertada decisión de reformar la administración
universitaria y de poner un gerente al frente de ella. Más adelante, con
la idea de introducir la supuesta eficacia de la gestión empresarial en la
Universidad pública, se produjo un proceso de transformación del gobierno
de la Universidad. El rector relegó a su equipo de gobierno y concedió
excesivo poder al gerente. Luego vino el rector gerente y ahora ya sólo
queda un paso: el gerente rector. Las universidades públicas se han
sometido al gota a gota de su privatización encubierta. Se abrieron al
mundo empresarial para ampliar sus fuentes de financiación y han terminado
adaptándose a los intereses de éste.
Un
símbolo de este matrimonio entre Universidad y empresa es, por ejemplo, el
documento de identidad del personal de la Universidad de Barcelona, que
puede ser al mismo tiempo una
tarjeta de crédito vinculada a una importante entidad financiera catalana.
El sector privado no se pregunta qué puede hacer por la Universidad
pública, sino qué puede sacar de ella.
Las
funciones básicas de la Universidad, que son la docencia y la
investigación, también han entrado en un proceso de mercantilización. Se
trata de ofrecer sin más lo que pide el mercado. ¿Que el mercado no quiere
historiadores?, pues se prescinde de las correspondientes enseñanzas o
investigaciones. ¿Que un desproporcionado número de jóvenes estudiantes
sueñan con ser empresarios?, pues se ofrecen todos los grados y
masters que satisfagan esta demanda.
En la
Universidad de hoy hay tal cantidad de grupos de investigación,
institutos, observatorios y otras instancias para el conocimiento y la
investigación que, si uno sólo mira la superficie, queda impresionado.
¡Qué gran Universidad tenemos! Pero no está nada claro que la cantidad sea
sinónimo de calidad. Todo va a peso en la evaluación de las universidades
públicas: cuántos artículos en publicaciones de impacto, cuántas horas de
clase, cuántas estancias en el extranjero, cuántos créditos de gestión,
etcétera.
Lo
difícil o imposible es saber qué hay detrás de la cantidad. Todo es imagen
y publicidad, empezando por la política de información de las
universidades. El objetivo es vender el producto abusando de palabras como
excelencia y competitividad. Pero en esta Universidad de la
excelencia se publica demasiado y se lee muy poco, se gestiona hasta el
aburrimiento y no se piensa sobre lo que se hace.
La
paradoja mayor es que una Universidad tan mercantilizada e individualista,
donde cada uno es el mejor investigador del mundo y no tiene
tiempo para
leer una sola línea de lo que hace su vecino, es una Universidad que ha
llegado a tal nivel de burocratización, que ha conseguido ridiculizar la
supuesta eficacia de la implantación de la gestión empresarial.
Nunca
han habido tantos burócratas, tanto reglamentismo en las universidades
públicas. Y cuanto más grandes son, mayor es el disparate burocrático. La
Universidad de Barcelona tiene ya una colección, llamada Normatives i
Documents, que pretende poner orden en el desorden con normas y más
normas. Al final se tiene una sensación de ahogo y, a la vez, la seguridad
de que tanto normativismo es una forma de evadir la solución real de los
problemas planteados. Lo cierto es que la tranquilidad y el silencio que
necesita el profesor quedan distorsionados por tanto ruido administrativo.
No debe
sorprender este doble proceso de privatización y burocratización de las
universidades públicas. Forma parte y es reflejo de lo que sucede en la
sociedad. El neoliberalismo ha llegado a todos los rincones y ha
conseguido poner precio a la cultura. Los autores, como los libros, valen
si venden. Cuando este principio gobierna el saber universitario, es el
principio del fin de la Universidad.
La
Universidad concebida mercantilmente no atiende a la calidad científica,
sólo le preocupa que los estudiantes consigan el título en el
tiempo
previsto. Una vez más el criterio cuantitativo se ha impuesto al
cualitativo. No saldrán mejores profesionales devaluando los métodos de
enseñanza y con expedientes académicos calificados al alza con el objetivo
(fallido) de ser más competitivos en el mercado. Rafael
Argullol ya denunció con brillantez esta manera de ejercer la docencia
low cost en un reciente artículo publicado en esta sección (EL
PAÍS, 3 de mayo).
Es
necesario un cambio de rumbo en la política universitaria que corrija el
deterioro de las universidades públicas. A los 25 años de aprobada aquella
buena Ley de Reforma Universitaria (1983), se hace imprescindible una
reflexión entre los universitarios sobre el estado actual de las
universidades. La errática política sobre universidades e investigación de
los últimos gobiernos del Partido Popular y del PSOE, y también el mal
gobierno de la Generalitat de Cataluña en esta materia, agravan el
problema y hacen más urgente la toma de conciencia por parte de la
comunidad universitaria. Hay tiempo para
rectificar, pero no mucho. Los universitarios deben reunirse en congreso y
deliberar sobre el futuro de la Universidad, una Universidad pública e
independiente de toda presión empresarial, política o ideológica; una
Universidad capaz de ejercer la crítica, de mantener un alto nivel en la
investigación y de garantizar la calidad de uno de los fines más
importantes de la sociedad: la educación.
Miquel Caminal es catedrático de Ciencia Política en la Facultad de Ciencias
Económicas de la Universidad de Barcelona
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