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En menos de dos años las tropas de la MINUSTAH (Misión de las Naciones
Unidas para la Estabilización de Haití) provocaron tres masacres en Cité
Soleil, barrio periférico de Puerto Príncipe. Según innumerables
testimonios, escasamente difundidos por los medios comerciales, las
fuerzas de ocupación ingresan en blindados al barrio más pobre de la
pobrísima isla apoyados por helicópteros artillados. Por lo menos en dos
ocasiones, el 6 de julio de 2005 y el 22 de diciembre pasado, dispararon
sobre la población desarmada provocando decenas de muertos. Muchos
murieron en sus precarias viviendas donde se habían refugiado de los
cascos azules. Según el premio Nóbel de la Paz, Adolfo Pérez Esquivel,
sólo en el primer año de despliegue de la Misión (instalada en junio de
2004) murieron 1.200 personas por actos de violencia.
Llama la
atención que las izquierdas latinoamericanas –que con justeza denuncian
las guerras imperiales en Irak y Afganistán- no estén haciendo lo mismo
con el genocidio que se está produciendo en Haití. Que las tropas de la
ONU estén integradas mayoritariamente por países que ostentan gobiernos
progresistas y de izquierda, que aportan más del 40% de los siete mil
soldados y oficiales, y sea comandada por el Brasil de Lula, debería ser
un motivo adicional para mantener una activa solidariadad con el pueblo
haitiano. Los motivos que se aducen para enviar tropas a la isla no son de
recibo. El principal argumento es contribuir a la pacificación y asentar
la democracia, para lo que sería necesario desarmar y desarticular a los
“bandidos” y narcotraficantes. Como si esas cuestiones pudieran resolverse
por la vía militar. Dos años y medio después de instalada, la MINUSTAH no
ha conseguido ni lo uno ni lo otro. Más de cien mil manifestantes
reclamaron el pasado 7 de febrero la retirada de la misión y el retorno
del presidente legítimo Jean Bertrand Aristide, pese a lo cual la ONU está
decidida a prolongar la permanencia de los cascos azules.
Para
Brasil, el país más empeñado en el despliegue de sus soldados en Haití, se
trata de alcanzar suficiente proyección internacional que le permita
conseguir el ansiado asiendo permanente en el Consejo de Seguridad de la
ONU. Algunos analistas sostienen que la MINUSTAH puede ser un banco de
pruebas de la futura “OTAN latinoamericana” que promueven varios gobiernos
de la región (La Jornada, 2 de diciembre de 2006). En paralelo, desde una
posición antimperialista hay quienes consideran que la participación de
las fuerzas armadas de Argentina, Brasil, Chile, Bolivia y Uruguay es una
forma de poner límites al expansionismo yanki en la región.
En
todo caso, las izquierdas del continente han producido un viraje radical
sin debate y con el sólo argumento de que ahora son gobierno. Es lo que
sucedió en Uruguay, país que aporta 750 soldados, el más comprometido
desde el lado cuantitativo en relación a su población. Lo que en julio de
2004, cuando se creó la MINUSTAH, era hacerle el juego al imperio, un año
después se convirtió en una actitud razonable para democratizar Haití. De
ese modo el parlamento uruguayo votó un importante aumento del contingente
militar que la derecha en el gobierno había decidido enviar un año antes.
Por lamentable que parezca, sólo un diputado en más de 50 se atrevió a
levantar la voz contra un cambio de posición que se llevó por delante
principios sin la menor consulta a las bases del Frente Amplio. Los
debates en Brasil, Argentina y Chile fueron más escasos aún. En Bolivia,
Evo Morales bloqueó cualquier intento de debatir el tema según el ex
ministro Andrés Soliz Rada.
Sin embargo, lo que está en juego es
mucho más que cuestiones de principios. Es cierto que los gobiernos de
izquierda no deben comprometerse con el envío de tropas a otros países y
menos aún en la flagrante violación de los derechos humanos, que en Haití
tiene rasgos de genocidio contra los pobres. En efecto, es en los barrios
más pobres de la periferia urbana de Puerto Príncipe, esos sitios que Mike
Davis sostiene que son “el nuevo escenario geopolítico decisivo”, donde
los cascos azules están actuando con mayor rigor. Brian Concannon,
director del Instituto para la Democracia y la Justicia en Haití, sostiene
que “es difícil no advertir una relación entre las grandes manifestaciones
ocurridas en Cité Soleil y los barrios que la ONU ha seleccionado para
realizar extensas operaciones militares”.
De lo que se trata es de
una guerra contra los pobres encabezada por gobiernos que se dicen afines
a los pobres. Existe una estrecha relación entre las actividades de
nuestros soldados en los barrios pobres de Haití y la militarización de
las favelas y los barrios pobres de las grandes ciudades sudamericanas. El
diputado bresileño Marcelo Freixo sostiene que “las favelas constituyen el
espacio ocupado por el enemigo público, un espacio de ausencia de derechos
que viene a representar el desorden, la inseguridad, a tal punto que se ha
llegado a colocar un tanque de guerra apuntando contra una comunidad”. Una
política de seguridad que sustituye la ampliación de derechos a los
jóvenes negros pobres que habitan las favelas. En ese sentido, la MINUSTAH
actúa igual que el ejército brasileño en las favelas: criminalizando a los
pobres.
Un siglo atrás la socialdemocracia alemana cruzó el
Rubicón al apoyar la colonización del tercer mundo y la guerra
imperialista de 1914. Esa actitud hacia la política externa alcanzó su
correlato doméstico en la represión al movimiento obrero que tuvo en los
asesinatos de Rosa Luxemburg y Karl Liebknecht su costado más escandaloso.
Una izquierda manchada con sangre de los de abajo deja de ser izquierda.
La solidaridad con la machacada población de Cité Soleil es urgente pero,
a la vez, la mejor forma de defendernos de los abusos que tienen en la
guerra contra los pobres quizá el flanco más ignominioso de las
gobernabilidades progres y de izquierda.
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