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Argentina: No puede haber una población sana en un hábitat
enfermo El desierto verde de las
Sojas transgénicas se ha impuesto sobre el paisaje
entrerriano
Jorge Eduardo
Rulli (HORIZONTE SUR) 19/02/2007
Esta semana estuvimos recorriendo la zona sur de la
provincia de Entre Ríos, más concretamente: estuvimos en el Departamento de
Concepción del Uruguay. O sea que estuvimos en el corazón de los antiguos pagos
de Urquiza, en las cercanías del Palacio San José. Fuimos para verificar las
denuncias que nos llegaban y la realidad que hallamos superó por lejos nuestras
peores anticipaciones. El desierto verde de las Sojas transgénicas se ha
impuesto sobre la complejidad del paisaje entrerriano, ha barrido los alambrados
y hecho desaparecer la fauna y toda flora biodiversa que no sea la del yuyito
verde que colma de alegría a los progresistas y a los exportadores. Ahora el
panorama es una verdadera pinturita: solo sojales hasta el horizonte.
De
vez en vez, y contrariando la monotonía y la regla generalizada de ocupar con
soja las banquinas, aparecen algunas zonas bajas donde pervive el antiguo
paisaje de pastos y vacunos; y algún arroyo con árboles y algún hombre de a
caballo, nos recuerdan como una herida en los ojos, aquel país que fuimos alguna
vez.. Ahora, no hay perdices, ni liebres, ya no quedan pájaros... El campo es un
espacio hostil para la vida, el campo es el territorio de los agronegocios y la
soja es su epítome inabarcable y glorioso. La soja es el nuevo paradigma de la
globalización, la expresión de una monotonía implacable que no es más que la
antelación de la muerte de los ecosistemas. El campo como los shopping de los
nuevos conurbanos anonimizados y de los aeropuertos privatizados y sin alma,
deviene rápidamente en reino de los no lugares, un reino acorde a la perspectiva
brutal de los intereses corporativos hegemónicos del modelo de agricultura
industrial de exportación.
Líbaros, Santa Anita, Herrera, y tantas otras
pequeñas localidades entrerrianas y los barrios periféricos de Basabilvaso, que
visitamos o de los que tuvimos testimonios, son la manifestación de una condena
y de una crucifixión silenciada, una crucifixión que obliga a las poblaciones a
desarraigarse y emigrar a las grandes ciudades o a permanecer en sus lugares de
nacimiento bajo el encierro de las propias paredes, y bajo el peso de sucesivos
males y enfermedades propios de un ambiente deletéreo en que la aspersión de
venenos resulta constante y absolutamente impune por parte de los sojeros y las
autoridades cómplices. En un pueblo como Líbaros de no mucho más de trescientas
personas, bastante más de cincuenta se reunieron para ver Hambre de Soja y a
escucharnos. No pudimos, sin embargo, por varios motivos explayarnos demasiado.
Por una parte, porque nunca habíamos tenido que exponer ante vecinos que
requieren una máscara para salir de sus casas y que la usaban para aspirar
mientras veían la película de Marcelo Viñas, una película terrible en otros
ámbitos y que en ese escenario parecía casi como un film de Walt
Disney.
Que algunos de los que allí estaban viendo la película o
escuchándonos, sabíamos tenían a alguno de los suyos postrados en la cama con
gravísimos problemas neurológicos, sin duda causados por los tóxicos que
emponzoñan el aire. Porque era tanta la angustia de esa gente que necesitaban
hablar ellos, más que escuchar al que viene de afuera. Porque durante años han
denunciado al Gobierno de la Provincia inútilmente su victimización por el
modelo sojero, porque gran parte de los decisores y de los responsables del
Estado en todos los niveles son sojeros o están vinculados con sojeros y son
cómplices, y porque los expedientes y las denuncias se extravían sin excepciones
en los laberintos burocráticos del Gobierno de Busti o se olvidan en los cajones
de los que pasan sin dilación a los cestos de basura. Porque el farmacéutico de
Santa Anita necesitaba decirnos que ya había agotado la crema de bismuto de que
se disponía en la zona, y que es utilizada para detener las diarreas, que
tampoco tenía debido a la demanda de antialérgicos ni colirios, y que ya no
sabía que hacer con tanta gente enferma en el vecindario. Que el médico de la
zona necesitaba contarnos de cómo fotografía los mosquitos cargados de veneno
que circulan por las calles de los pueblos, que llegan a cargar agua en las
mismas tomas en que abreva la gente, que tiene los congeladores llenos de
gallinas y de patos muertos por envenenamiento y con los estómagos llenos de las
isocas que escapan de los sojales y que ante tanta denuncia inútil ya no sabe
qué hacer con esas pruebas que a nadie del poder interesan. Que unas bellas
mujeres, vecinas de Santa Anita nos habían traído los certificados médicos que
indican que debieron ser internadas reiteradamente por intoxicación con
pesticidas órganoclorados y que la diarrea, las cefaleas, la rinitis, la
gastroenteritis, el eritema facial que sufren y que evidenciaban ante nuestros
ojos, era también, la consecuencia del paquete tecnológico de las Sojas de
Monsanto.
Las anécdotas de tanto dolor que hemos recogido en estos días
supera la capacidad en nosotros de registrar tanto sufrimiento. En un momento
dado renuncié a visitar a una enferma de ELA a que me invitaban sus hijos
hombres que la cuidan amorosamente. El ELA es una esclerosis lateral
amiotrófica, una enfermedad neuromuscular progresiva similar a la que sufre el
científico Stephen Hawking, afección de la que los familiares insistían en
responsabilizar a las fumigaciones habidas años atrás, cuando comenzó en la zona
el boom de la Soja. Este tipo de males y otros que reconocimos en la zona,
responden sin duda, a un hábitat enfermo, un hábitat en que debido a las
fumigaciones, es decir, a los tóxicos y disruptores hormonales que se asperjan
continuamente, causa el desplome de los sistemas inmunitarios de la población, a
la vez que genera en los ecosistemas microbianos, desequilibrios y disturbios
que propician la generación de patógenos y la multiplicación de elementos de
descomposición incompleta en el suelo.
Aceptemos que no puede haber una
población sana en un hábitat enfermo, un hábitat en que el hombre vive sobre un
suelo donde las colonias de bacterias con capacidad de humificar, o sea de
digerir e incorporar, los restos orgánicos, tanto animales como vegetales, están
seriamente disminuidas; donde la tierra está contaminada y las lombrices han
desaparecido. La erisipela y otras infecciones que pudimos comprobar en el
entorno humano, las neumonías, los problemas oculares, las diarreas
intestinales, así como los casos de espina bífida de que nos hablaron, y en
general las malformaciones congénitas en niños que se han convertido en una
pesadilla, son por ello la consecuencia directa o indirecta de las fumigaciones
y por lo tanto del modelo industrial de la Soja, no importa cuál haya sido la
causa desencadenante de la patología visible. Los procesos de putrefacción
incompletos del suelo, resultado de los desequilibrios profundos en la química y
en la vida microbiana del suelo, y consecuencias de la contaminación, son
generadores de complejos procesos de muerte, y atentan en forma persistente
contra la vida del ecosistema en todas sus manifestaciones.
Y como si
algo faltara para consumar estas batallas cósmicas del GRR en que sólo nos falta
el arcángel justiciero para ayudar a que acosada por los procesos de muerte y de
devastación logre sobrevivir la vida, debemos decir que en medio de tanto dolor
y de tanto capitalismo salvaje y globalizado, reencontramos nada menos que a uno
de los exponentes más crueles y aprovechados del modelo de la Soja: me refiero a
nuestro viejo conocido Guillermo Grobocopatel. Sí, Grobocopatel, el dueño de la
empresa Los Grobo, el sojero mayor de la Republiqueta, aquel que organizara en
Venezuela junto con Cheppi, el Presidente del INTA, la exposición de maquinaria
agrícola conque pagamos los primeros fuel oil que nos enviara el presidente
Chávez, el mismo que una vez nos interrumpiera un debate en Carlos Casares
gritándonos que la Soja es bolivariana, y que resultó ser el dueño de uno de los
pooles de soja mayores de esa zona del departamento de Concepción del Uruguay.
Sus flotas de centenares de camiones se llevan en cada cosecha la riqueza y los
nutrientes del suelo entrerriano, para sus inmensos silos en la Provincia de
Buenos Aires y luego de marcar las pautas de la agricultura industrial que, con
escarnio para nuestra inteligencia, él gusta denominar como 'el poder del
conocimiento', deja detrás de sí un escenario inenarrable de contaminación, de
devastación y de muerte.
Los sojeros, los pooles y los políticos que los
respaldan y les aseguran las reglas de juego, han transformado a esos pequeños
pueblos antiguamente paradisíacos en un infierno difícil de describir. Han
condenado a la vez, a las poblaciones y en especial a las generaciones futuras a
un destino pavoroso. No tienen justificación alguna. No tienen perdón tampoco
las autoridades y los funcionarios en su actual indiferencia, en la impunidad
que les aseguran a los fumigadores y en la rentabilidad que le aseguran a las
Corporaciones que producen los tóxicos. No tiene justificación ni perdón la
progresía en ese entusiasmo por transformarnos en un país productor de
Biocombustibles, en que todos y cada uno de los actuales problemas, habrá de
multiplicarse exponencialmente hasta lo impensable.
Nos dicen que el
modelo de la agroenergía transformará los campos agrícolas en campos de
petróleo, pero ocultan que la opción de alimentar los motores europeos y
norteamericanos, nos condena irremisiblemente al hambre, a la destrucción y a la
definitiva contaminación de los ecosistemas. Por este camino de crecimiento y de
progreso en el que vamos, en no mucho tiempo más, deberemos recordar las muchas
tragedias argentinas como la antelación en la historia contemporánea, de la gran
tragedia impuesta por los modelos de la neocolonización. Con el extravío de los
sentimientos nacionales operado desde las usinas de los multimedios; en medio de
una mutación civilizatoria y ante la catástrofe planetaria que anticipan los
cambios climáticos, los modelos de la neocolonización son invisibilizados por
los mismos progresistas y desarrollistas que han hecho de las políticas de los
Derechos Humanos un discurso evasivo sobre el pasado; un discurso ideológico que
maquilla el genocidio a que se nos somete: el del horror económico de la
Globalización.
Fuente: www.argenpress.info
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