El
reciente e histórico informe del Grupo Intergubernamental sobre el Cambio
Climático (IPPC) no debe haber suscitado más que una pequeña exclamación
hecha a regañadientes por parte del inquilino de la
Casa
Blanca, pero ha
animado a los líderes de otros países del mundo a declaraciones de
intenciones (y de urgencias) sin precedentes hasta la fecha. La reacción
más inequívoca llegó de Francia, del normalmente conservador Presidente de
la
República, Jacques
Chirac, quien aseguró que “el tiempo para las medidas a medias tintas ya
pasó: ha llegado el momento para una revolución”.
El camarada Chirac, por supuesto, está totalmente
en lo cierto. El informe del IPPC se convertirá de forma inexorable en el
Libro del Apocalipsis si no reconstruimos nuestra civilización, hasta
ahora completamente adicta al combustible fósil, a partir de nuevos
fundamentos que puedan mitigar los cambios irreversibles que ya hemos
causado en el medio ambiente. Para Estados Unidos, en particular, tal
“revolución” debería pasar por poner punto y final a nuestra notoria
dependencia con respecto a los automóviles, a los festines de consumo, a
la expansión incontrolada de los suburbios, a las interminables
extensiones de césped destinadas al entretenimiento y a las dietas basadas
en carne de bovino.
Pero pese a los extraordinariamente preocupantes
resultados del IPPC, que incluyen la predicción de un calentamiento en el
oeste de Estados Unidos de 9 grados a finales de este siglo, nada parece
menos probable que una revolución de este tipo. Los polos pueden estar
derritiéndose y el nivel de los mares subiendo, pero ¿acaso hay alguien
que espere que la mayoría de los estadounidenses aparque voluntariamente
sus utilitarios y abandone las superficies de césped?
Las probabilidades son escasas, pero hay algo que
puede albergar la semilla de nuestras esperanzas: los recuerdos de
nuestras familias. Bien mirado, mis padres (o mis abuelos) dejaron en su
día sus coches en casa para ir al trabajo en bicicleta, levantaron el
césped para plantar coles, reciclaron sus tubos de pasta dentífrica y las
grasas que utilizaban en la cocina, se presentaron como voluntarios a los
centros de día de las United Service Organizations (USO) [organizaciones
privadas sin ánimo de lucro que ofrecían servicios de apoyo psicológico y
recreativo a los miembros del ejército estadounidense], compartieron sus
casas y sus cenas con extraños, y se esforzaron de cientos de formas
distintas para reducir el consumo innecesario y el despilfarro.
Pese a que
no debemos olvidar la cara amarga de la década de 1940, que incluye el
internamiento de estadounidenses de origen japonés, los sangrientos
disturbios raciales en Detroit y en Los Ángeles, y un omnipresente mercado
negro de bienes sometidos a racionamiento, lo cierto es que toda esta
retaguardia civil que se desarrolló durante la Segunda
Guerra Mundial
constituye el experimento ecologista más importante y ampliamente
participativo de la historia de los Estados Unidos. La mayoría de los
civiles estadounidenses, unos de mala gana y otros con auténtico
entusiasmo, respondieron a la llamada de Washington, realizada por Lessing
Rosenwald, jefe del Servicio de Conservación Industrial, “para sustituir
la economía del despilfarro –y este país ha destacado por sus niveles de
despilfarro- por una economía de la conservación”.
El símbolo
más emblemático de este ethos conservacionista que se desarrolló
durante la guerra lo constituye, obviamente, el Victory Garden. En 1943,
en lo que habían sido los jardines de la
Casa
Blanca, el
“Jardín de la
Victoria”, crecían
judías y zanahorias, y Eleanor Roosvelt, junto con cerca de 20 millones de
“jardineros de la victoria” más, producía entre el 30 y el 40 por ciento
de las verduras y hortalizas del país, lo que, a su vez, permitía que los
agricultores se dedicaran a alimentar a rusos y británicos. Pese a que los
huertos de los suburbios y los situados en medios rurales eran mayores y
generalmente más productivos, los niños que crecían en las ciudades se
convirtieron en uno de los grupos de “jardineros” que con mayor dedicación
se entregaron a la tarea común. Así, gracias a la participación de los Boy
Scouts, a la campaña “Food Fights for Freedom” [“Los alimentos, en lucha
por la libertad”] y al establecimiento de centros para la prestación de
servicios a la población civil, miles de feos y vacíos solares-vertederos
de Chicago, Nueva York y otras ciudades industriales se convirtieron en
huertos de barrio que daban a los chavales del vecindario el orgullo de
sentirse agricultores urbanos.
De este
modo, la “jardinería de la victoria” se fue convirtiendo en una nueva y
espontánea visión de los espacios verdes y de la autosuficiencia en el
medio urbano, visión que sobrevivió a las puras e inmediatas exigencias de
oferta de alimentos en tiempo de
guerra. En Los Ángeles, las flores, auténticas “albañiles de la moral
ciudadana”, fueron incluidas en el Programa “Clean-Paint-Plant”
[“Limpiar-pintar-sembrar”], que pretendía transformar los espacios vacíos
de la ciudad. En Chicago, 400.000 escolares se alistaron a la campaña
“Clean Up for Victory” [“Limpiar para la victoria”], cuyo objetivo no era
otro que el de recoger chatarra para uso industrial y el de vaciar solares
para plantar huertos. A su vez, los Jardines Botánicos de Brooklyn
enseñaban los principios de la “cultura del huerto” a maestros de escuelas
locales y a miles de sus entusiastas alumnos. En un famoso libro de
poesía, The Garden Is Political, de 1942, el poeta John Malcolm
Brinnin proclamaba la nueva sensibilidad comunitaria –la de los “acres de
internacionalismo”- que estaba arraigando en las otrora áreas olvidadas de
las ciudades estadounidenses.
La guerra también trajo como consecuencia el
destronamiento del automóvil como icono del estilo de vida americano. Las
cadenas de montaje de la industria de Detroit fueron reconvertidas para
que pudieran producir tanques Sherman y bombarderos “B-24 Liberator”,
mientras que la severa escasez de caucho que siguió a la conquista
japonesa de Malaya obligó al racionamiento de caucho y gasolina. Asimismo,
con unos tranvías abarrotados y un sistema de autocares de largo recorrido
prácticamente colapsado, se hizo necesario inducir a los trabajadores a
compartir automóviles o a adoptar medios de transporte alternativos. Pese
a que los superpoblados centros de ciudades como Washington, San Diego o
Detroit nunca alcanzaron el objetivo ansiado de 3,5 conductores en cada
automóvil, lograron doblar la ocupación media de los vehículos gracias al
fomento de extensas redes vecinales y a la introducción de parques de
vehículos tanto oficiales como empresariales. Dicha tendencia se vio
reforzada por incentivos al racionamiento de la energía y sanciones al uso
de automóviles por parte de personas solas o para fines recreativos.
Por vez
primera –y única- en la historia de Estados Unidos, hacer autostop se
convirtió en una práctica prohibida. Las autoridades animaron a los
conductores a centrarse en recoger a los trabajadores de la industria de
la guerra que pudieran encontrar parados en las estaciones de autobuses,
así como a los soldados de permiso que se dirigieran a sus casas. En
Colorado, el Partido Republicano mostraba su compromiso con el ahorro de
caucho exhibiendo a sus candidatos a las elecciones de 1944 acudiendo a
los mítines electorales haciendo autostop. En Hollywood, una joven promesa
del cine que volvía en su coche, ataviada con unos atrevidos shorts, de
jugar al tenis, se granjeó las alabanzas de los medios de comunicación por
haber acompañado a casa a un soldado que había encontrado varado en algún
rincón del estado. Mientras tanto, Emily Post, la emperatriz de las buenas
maneras de los Estados Unidos de la época, reprobaba cualquier forma de
seducción de carretera y reivindicaba un atuendo discreto a la hora de
lograr que alguien le recogiera a una al borde del asfalto. “No son buenas
maneras –decía- levantar el pulgar cuando se hace autostop”: lo que una
mujer debe hacer –aseguraba- es “limitarse a mostrar su acreditación como
miembro del cuerpo de asistencia civil a los combatientes”. Post señalaba
también que “estos trayectos compartidos no son reuniones sociales, por lo
que la conversación no es necesaria”. Pero lo cierto es que muchos hijos
del baby-boom son el resultado final de estos métodos, formales unas veces
y más informales las otras, de conducción compartida en
tiempos de
guerra.
Una de las películas más sobresalientes de 1942
fue “Magnificent Ambersons” [“El cuarto mandamiento”, conocida en
Hispanoamérica como “Los magníficos Amberson”]. Se trataba de una crónica
pesimista de cómo el moderno capitalismo granempresarial, el del
automóvil, había destruido el sencillo mundo de caballos y carretas de
finales del siglo XIX. Sin embargo, a principios de la década de 1940,
varios elementos de ese mundo que parecía haber desaparecido, incluidos
los caballos y las carretas, renacieron al albur de la austeridad de los
Estados Unidos en guerra. Para las delicias de los niños y de personas
mayores que lamentaban la desaparición del caballo urbano, almaceneros y
compañías de transportes resolvieron el problema de la escasez de caucho
enganchando de nuevo los caballos a sus carretas. También los habitantes
de los suburbios de Connecticut y de Long Island empezaron a anudar las
sillas de montar a los arneses de los caballos. Así, en mayo de 1942, el
New York Times proclamaba con orgullo que “los fabricantes de arneses
están haciendo un gran negocio sacando los carros de sus escondites”.
Todavía
más importante que todo ello fue el hecho de que la obsesión nacional de
la década de 1890, la bicicleta, reapareció masivamente, en buena medida
gracias al ejemplo, altamente publicitado, de una Inglaterra en la que más
de una cuarta parte de la población iba al trabajo en bicicleta. Menos de
dos meses después de Pearl Harbor, una nueva arma secreta, la “bicicleta
de la victoria”, hecha a partir de metales no esenciales y con neumáticos
de caucho reciclado, irrumpió en portadas de periódicos y en todo tipo de
noticiarios. Mientras, cientos de miles de trabajadores de la industria de
la guerra confiscaron las bicis de sus niños para desplazarse cada día a
la planta o a la oficina, y las vallas publicitarias de pueblos y ciudades
anunciaban desfiles de bicicletas para llamar la atención acerca de las
ventajas patrióticas de las Schwinn sobre los Chevrolet. Con la
posibilidad de salir a pasear en coche restringida por el racionamiento,
las familias recurrieron las bicis para ir a dar una vuelta y hasta de
vacaciones. En junio de 1940, los funcionarios de los parques y jardines
informaban de que “nunca en Yosemite Valley el uso de la bicicleta estuvo
tan extendido como lo está esta temporada”. A
su vez, las autoridades encargadas de la salud pública elogiaron la doble
contribución de la “jardinería de la victoria” y del uso de la bicicleta
en favor del fortalecimiento tanto del vigor civil como del bienestar
físico, hasta el punto de predecir que tal combinación reduciría la
vergonzosamente creciente morbilidad del cáncer.
Así pues, durante los años de la guerra tanto las
mercancías como los productos fueron objeto de un profundo reciclaje.
Buena parte del idealismo propio del arranque del New Deal reapareció en
las políticas de vivienda, en la reconversión económica, en las políticas
de empleo y en los programas de atención a los menores. Un ejemplo
particularmente interesante de todo ello lo constituyó el movimiento del
“consumo racional” impulsado por el Departamento de Defensa Civil, que
animaba a “comprar sólo lo necesario” y que abrió centros de información
para el consumidor que ofrecían consejos sobre alimentación familiar,
tendencias de los precios, conservación de los alimentos y reparación
doméstica de aparatos eléctricos. Con todo, los Comités de Consumidores
del Departamento de Defensa Civil pusieron en cuestión los valores
sagrados del consumo de masas al denunciar la rapidez con que unos estilos
eran sustituidos por otros, la tiranía de la moda y de la publicidad, la
práctica de la llamada obsolescencia programada de los productos, etc.
Asimismo, promovieron un nuevo concepto del ama de casa como “soldado
económico” que administraba el hogar con la misma frugal eficiencia con
que Henry Kaiser hacía funcionar sus astilleros.
No es de extrañar, pues, que esos millones de
mujeres empuñando sopletes de soldar y remachadoras cuestionaran cada vez
más los conceptos tradicionales del trabajo doméstico y los roles de
género. En abril de 1942, por ejemplo, el New York Times visitó un pueblo
de caravanas cercano a una planta industrial de Connecticut, esperando
encontrar a jóvenes esposas desviviéndose por un futuro de posguerra en
casas en las afueras de las ciudades y con cocinas modélicas. Pero, en su
lugar, encontraron a trabajadoras de la industria de la guerra que estaban
encantadas con sus (antiguamente masculinos) empleos y que se contentaban
con vivir en viviendas humildes que apenas requerían trabajo doméstico.
Uno de los
puntos de convergencia más fascinantes entre este incipiente “feminismo de
guerra” y el imperativo conservacionista fueron las convulsiones que vivió
el mundo de la moda en 1942. Preocupado ante la obligación de tener que
conservar lana, rayón, seda y algodón, el Comité de Producción para
la
Guerra creyó que
las técnicas que estaban revolucionando la producción de bombarderos y de
“barcos por la libertad” –la simplificación del diseño y la
estandardización de los componentes- podían ser utilizadas también en la
manufactura de prendas de vestir. Así, en un acto poco habitual entre los
herederos de grandes almacenes, H. Stanley Marcus, miembro de la dinastía
de los Neiman-Marcus, se convirtió en el Alto Comisionado para
la
Racionalización de
la
Moda, que
dependía del Comité de Producción para la
Guerra, y como
tal defendió los valores de la conservación y la durabilidad, valores que
coincidían con los que venía reivindicando desde hacía
tiempo la
diseñadora de moda radical Elizabeth Hawes, cuyo libro Why Women
Cry, de 1943, se convirtió en un audaz manifiesto proclamado en nombre
de los millones de “wenches with wrenches” [“muchachas de llave inglesa”,
esto es, chicas obreras].
El
objetivo era lograr una “silueta fina y abreviada”, lo que animó a la
producción de faldas más cortas y que no marcaran la cintura y estabilizó
el abanico de modelos disponibles para el consumidor. Este hecho, a su
vez, permitió que las fábricas y los telares pudieran producir más
uniformes, tiendas y paracaídas. Y, mientras las faldas de las mujeres, al
igual que las batas y los pantalones, eran acortadas como resultado de la
normativa aprobada por el Comité de Producción para la
Guerra, los
fotógrafos de la revista Life deleitaban a las tropas en el
exterior con imágenes de auténtico fervor patriótico: aspirantes a
estrellas de cine cortando la parte inferior de sus camisones o luciendo
los reducidos pijamas que estaban ayudando a ganar la guerra. Así, el
material resultante de esos recortes de los camisones y de los dobladillos
de lana de los pantalones de hombre, que el Comité de Producción para
la
Guerra ordenó
que se realizaran en mayo de 1942, fue rápidamente reciclado en los cerca
de 500 talleres de costura que se habían establecido a lo largo del país
como respuesta a una llamada del
Servicio de Conservación Industrial.
El
conservacionismo combatió también los estilos de vida más lujosos. Pese a
que la producción para la guerra estaba añadiendo miles de millones al
valor neto de los plutócratas estadounidenses, cada vez se hizo más
difícil para éstos el gastar parte de sus fortunas en las conspicuas
actividades a las que se entregaban habitualmente. A fin de forzar a los
constructores a dar respuesta a la enorme demanda de vivienda asequible
por parte de los trabajadores de la industria de la guerra, el Comité de
Producción para la
Guerra prohibió
la construcción de viviendas que costaran más de 6.000 dólares. Mientras
tanto, miles de trabajadores domésticos abandonaron Park Avenue y Beverly
Hills para hacerse con trabajos mejor remunerados en factorías para la
guerra, y muchos de los que no lo hicieron se unieron a la
Unión de
Trabajadores Domésticos Unidos, que pertenecía al sindicato CIO (Comité
para la
Organización Industrial). Algunos
millonarios se retiraron a sus clubes a lamentarse de los últimos
atropellos por parte de Roosvelt, pero otros aceptaron la escasez de
trabajadores domésticos y se trasladaron a viviendas más pequeñas –aunque
todavía lujosas- a la vez que cedieron temporalmente
sus mansiones para que fueran utilizadas por parte de las Fuerzas Armadas.
En julio de 1942, el Chicago Tribune describía las aventuras de siete
jóvenes oficiales de bajo rango de la
Marina que,
junto con sus esposas, compartían una de esas viejas mansiones de Robber
Baron, lo que no dejaba de constituir una práctica relativamente habitual
en aquel momento.
Pese a que toda esta “guerra del pueblo” que se
libraba en la retaguardia no estuvo exenta de críticas por parte de los
conservadores, las observaciones que hicieron tanto periodistas como
personas extranjeras que visitaron el país por aquel entonces, así como
las que se encuentran en los libros de memorias, coinciden en señalar que
la combinación de la crisis a escala mundial con el pleno empleo y la
ligera austeridad resultaron altamente tonificantes para el carácter de
los Estados Unidos. El columnista del New York Times Samuel Williamson,
por ejemplo, dejó constancia del impacto positivo que el racionamiento y
las restricciones al uso del automóvil tuvieron en aquellos barrios
periféricos carentes tanto de “la autosuficiencia que se puede lograr en
los distritos rurales” como de “la integración completa que ofrece una
ciudad suficientemente grande”.
Tras la
confusión y consternación iniciales en las que tales cambios sumían a
quienes los presenciaban, Williamson se percató pronto de todo lo que de
positivo tenía el hecho de que los habitantes de los suburbios fueran en
bici, remendaran su propia ropa, cultivaran hortalizas y dedicaran más
tiempo a
proyectos colectivos con sus vecinos. Sin coches, la vida parecía ir más
despacio, pero las gentes alcanzaban logros más importantes. Como Welles
en “Magnificent Ambersons”, Williamson señaló que, en una sola generación,
el modelo de vida norteamericano había vivido cambios revolucionarios
hasta el punto de haber enterrado aparentemente para siempre elementos de
la vieja sociedad de finales del siglo XIX. Sin embargo, Williamson
subrayó también que los estadounidenses parecían estar recuperando algunos
de los viejos valores gracias a la guerra y al énfasis puesto en la
conservación del medio ambiente. “Uno de estos valores –escribía
Williamson- es la recuperación del hogar, no como mero dormitorio, sino
como lugar en el que la gente efectivamente vive. Los lazos de amistad
están ganando enteros”, afirmó.
Las
afirmaciones de Williamson apuntaban llenas de esperanza a un futuro
alternativo, un futuro que, sin embargo, fue barrido del mapa por la
violenta reacción contra el New Deal y por la euforia consumista de la
sociedad de la abundancia de posguerra. Muy pocos de los valores centrales
que inspiraron los innovadores programas de la retaguardia –esto es, el
imperativo conservacionista, el ethos de los jardines-huertos, el
establecimiento de zonas verdes en el espacio urbano abandonado, el
renacimiento del uso de la bicicleta y del transporte público, las vastas
redes de voluntariado, el importante papel de los niños en el movimiento
conservacionista, las campañas por un consumo racional y por un mundo de
la moda menos derrochador, el renovado gusto por el bricolaje y el trabajo
artesanal, la crítica del lujo y del consumo excesivo, el nuevo feminismo
en el puesto de trabajo y, más en general, la jovial frugalidad
igualitaria- sobrevivieron a la
Guerra
Fría. Sin
embargo, tres generaciones más tarde podemos encontrar todavía
sorprendentes fuentes de inspiración y esenciales enseñanzas en materia de
supervivencia en ese breve período de jardines de la victoria y de
autoestopistas felices.
Mike
Davis es
miembro del Consejo Editorial de SINPERMISO.
Traducción
para www.sinpermiso.info:
David
Casassas
Fuente: www.sinpermiso.info , 18 de febrero
de 2007. |