El físico, filósofo de la ciencia y analista
político belga Jean Bricmont, miembro del Consejo Editorial de SINPERMISO, es sobre todo conocido en el
mundo hispano por su libro –coescrito con el físico norteamericano Alan Sokal—
Imposturas intelectuales (Paidós, 1999), un brillante y demoledor alegato
contra la sedicente izquierda académica relativista francesa y norteamericana en
boga en los últimos lustros del siglo pasado. Ahora acaba de publicar, editado
por Monthly Review, un libro sobre el Imperialismo humanitario. El
texto que reproducimos a continuación anticipa algunas de las preocupaciones de
ese libro.
El 1 de Julio de 1916 comenzó la Batalla del
Somme. Ese mismo día, los ingleses sufrieron 50.000 bajas, de las que murieron
20.000. La batalla duró cuatro meses dejando un saldo de un millón de bajas en
ambos bandos, y la guerra siguió todavía dos años más.
En el verano de 2006 el ejército israelí puso
fin a sus ataques al Líbano luego de haber perdido alrededor de cien soldados.
La mayor parte de la población de los EEUU reaccionó en contra de la guerra de
Irak luego de que se cobrara menos de 3.000 muertos. Eso es indicio de un
significativo cambio de rumbo en la mentalidad occidental; es un gran avance
para la historia de la humanidad que los pueblos se nieguen a morir en masa por
“Dios y por la Patria”. Sin embargo, los conservadores creen que es éste un
signo de decadencia; de hecho, desde el punto de vista conservador, uno de los
rasgos positivos del presente conflicto es que contribuye a reforzar la fibra
moral del pueblo norteamericano y lo dispone a “morir por una causa.”
Pero hasta el momento las cosas no han
funcionado de esta manera. Hay gente más realista –por ejemplo, los
planificadores del Pentágono— que intentó reemplazar las oleadas de carne humana
de cañón por bombardeos “estratégicos” masivos. Esta estrategia rinde sus frutos
en contadas ocasiones, aunque funcionó en Kosovo y Serbia porque al menos colocó
en el poder a los clientes prooccidentales de ambos lados. Pero es claro que
esta estrategia no está dando resultados satisfactorios en Irak, Afganistán,
Palestina o el Líbano. Lo único que podría funcionar –obviamente, en un sentido
muy particular— serían las guerras nucleares, y el hecho de que esas armas sean
la última esperanza militar de Occidente resulta aterrador.
Para poner esa observación en un contexto
global, los occidentales no siempre son conscientes de que el mayor
acontecimiento del siglo XX no ha sido el ascenso y la caída del fascismo ni la
historia del comunismo, sino la descolonización. Deberíamos recordar que hace
poco más o menos un siglo los británicos estaban en condiciones de prohibir el
acceso a un parque en Shangai a los “perros y los chinos”. Para decirlo
suavemente, este tipo de provocaciones ya no son posibles. También, huelga
decirlo, el grueso de Asia y de África estaban bajo el control europeo. Y
América Latina era formalmente independiente, aunque la tutela y las
intervenciones militares de norteamericanos y británicos eran moneda corriente.
Todo esto se desplomó durante el siglo XX,
luego de guerras y revoluciones y, de hecho, probablemente el efecto más
duradero de la Revolución Rusa haya sido el decidido apoyo que la Unión
Soviética prestó a los procesos de descolonización. Estos procesos liberaron a
cientos de millones de personas de las formas más brutales de opresión. Se
trata, sin duda, de uno de los grandes progresos en la historia de la humanidad,
similar al de la abolición de la esclavitud en los siglos XVIII y XIX.
Es verdad que el sistema colonial ha dado paso
al neocolonial, y que la mayor parte de las naciones coloniales –por el momento—
han adoptado un desarrollo de tipo capitalista. Esto da cierto alivio a los
excolonialistas (y genera decepción en la izquierda occidental que se opone al
colonialismo). Mas este tipo de sentimientos parecen reflejar una comprensión
errada tanto de la naturaleza del “socialismo” en el siglo XX, como del
significado histórico del período actual.
Antes de 1914, todos los movimientos
socialistas, fueran libertarios o estatistas, reformistas o revolucionarios,
imaginaban que el socialismo –esto es, la socialización de los medios de
producción— sería una etapa histórica que sucedería al capitalismo en las
sociedades occidentales democráticas relativamente desarrolladas, pertrechadas
con un sistema educativo y una cultura básicamente liberal y laica. Todo eso
desapareció con la I Guerra Mundial y la Revolución rusa. Entonces, los aspectos
libertarios del socialismo se esfumaron, el grueso del movimiento socialista
europeo se incorporó al sistema capitalista, y su sector más radical, los
comunistas, identificaron como socialismo cualquier política que hiciera suyo el
modelo soviético.
Pero este modelo no tiene ningún parecido con
lo que generalmente se entendía por socialismo antes de la I Guerra Mundial.
Sería preferible considerarlo como un intento (bastante exitoso) por lograr el
rápido desarrollo económico de un país subdesarrollado, un ensayo destinado a
alcanzar el nivel cultural, económico y militar de Occidente, sean cuales fueren
los medios necesarios para lograrlo. Es lo mismo que ocurrió con las
revoluciones y los movimientos de liberación nacional postsoviéticos. Bien
podría decirse, en una primera aproximación, que los pueblos, o mejor aún, los
gobiernos del Tercer Mundo lo que han intentado es alcanzar esa meta, ya sea por
medio de medidas “socialistas” o “capitalistas”.
Vistas así las cosas, toda la historia del
siglo XIX podría ser interpretada de una manera muy distinta, en lugar de
reducirse a la repetida consigna de que “el socialismo ha fracasado en todos sus
intentos”. Lo que se intentó y, por cierto, se logró casi en todas partes, fue
la emancipación de la dominación occidental. Se logró invertir un proceso de
siglos de expansión y hegemonía europea sobre el resto del mundo. El siglo XX no
ha sido el siglo del socialismo, pero sí ha sido el siglo del antiimperialismo.
Es lo más probable que esa tendencia inversa continúe durante el siglo XXI.
Durante la mayor parte de ese tiempo, el “Sur” se ha fortalecido, contando
obviamente con algunos retrocesos (desde este punto de vista, el período que
acompañó el colapso de la Unión Soviética fue un momento de regresión.)
Y esta cuestión tiene consecuencias
importantes, tanto para la paz occidental como para el viejo problema del
socialismo. Hay un punto de verdad en la idea leninista de que los beneficios
del imperialismo corrompen a la clase trabajadora occidental, y no sólo en
términos puramente económicos (mediante la explotación de las colonias), sino
también porque alimentan un sentimiento de superioridad, que ha inculcado el
imperialismo en la mentalidad occidental. Sin embargo, hay dos razones por las
cuales este fenómeno está cambiando. Por un lado, “globalización” significa que
Occidente ha llegado a depender más del Tercer mundo: no sólo importamos materia
prima y exportamos capital, sino que también dependemos de la mano de obra
barata que trabaja aquí o en las fábricas relocalizadas en el exterior;
“transferimos” capital desde el Norte al Sur por medio de “pagos de deuda” y
fuga de capitales, y Europa importa un número creciente de ingenieros y
científicos. Y aún más, “globalización” significa que disminuye la relación
entre el pueblo de los EEUU y sus elites o capitalistas, cuyos intereses están
cada vez menos atados a los de “su” país. Uno de los mayores retos que nos
plantea el futuro es el de saber si la población reaccionará abrazando fantasías
proimperialistas del tipo del “sionismo cristiano”, “la lucha en contra del
terrorismo” o cualquier otra por el estilo, o si tenderá a incrementar su
solidaridad con los países emergentes del Sur.
Por otro lado, el crecimiento del Sur
significa que ya no existe la posibilidad de que Occidente se imponga mediante
la fuerza militar, y el fracaso de EEUU en Irak es el ejemplo más claro. Por
supuesto que existen otros formas de presión económica, como el chantaje, los
boicots, la compra de elecciones, etc. Pero incluso en contra de estos métodos
hay formas crecientes de resistencia, y no debemos olvidar que la relación de
fuerza siempre es, en última instancia, militar y si no existe esa fuerza ¿cómo
es posible lograr, por ejemplo, que los países paguen sus deudas?
El gran error de los comunistas ha sido
confundir dos nociones de “socialismo”: la que existía antes de la I Guerra
Mundial y el modelo de desarrollo rápido de la Unión soviética. Pero la actual
situación plantea dos preguntas distintas frente a las cuales los dos tipos de
socialismo pueden ofrecer una posible respuesta. Una de ellas es encontrar
formas de desarrollo del Tercer Mundo o incluso una redefinición del significado
de “desarrollo” que no coincida ni con la definición capitalista ni con el
modelo de la Unión Soviética. Pero este problema debe ser decidido en América
Latina, Asia o África. El problema es distinto en Occidente: nosotros, a
diferencia de muchos otros lugares, no sufrimos porque tengamos necesidades
básicas insatisfechas (por supuesto que hay muchas necesidades básicas
insatisfechas, pero en nuestro caso es un problema de distribución y de voluntad
política). Para nosotros el problema es definir un futuro postimperialista para
nuestras sociedades occidentales, esto es, encontrar una forma de vida que no
dependa de una relación de dominación insostenible sobre el resto del mundo. Que
uno esté dispuesto a llamar a eso “socialismo” es una simple cuestión de
definición, pero lo cierto es que debería incluir también la confianza en los
recursos energéticos renovables, un tipo de consumo que no dependa de
monumentales importaciones y un sistema educativo que capacite a las personas de
acuerdo con las necesidades de la nación. Habrá que ver si esto es compatible
con un sistema de propiedad privada de los medios de producción y con un sistema
político controlado mayoritariamente por quienes son dueños de esos medios de
producción.
De este modo se conjuntan las luchas por la
paz y por la transformación social, porque cuanta más paz tengamos con el resto
del mundo, cuanto menos confiemos en nuestro poder militar ilusorio y en
nuestras “amenazas” constantes, tanto más estaremos obligados a elaborar
programáticamente un orden económico alternativo. La izquierda debería pensar
que el fracaso de EEUU en Irak es una buena noticia, a pesar de lo trágico de la
guerra; no sólo es injusta la causa de EEUU, sino que será, o al menos debería
ser, un acicate para que nos hagamos algunas preguntas fundamentales sobre la
estructura de nuestras sociedades y sobre su adicción a un imperialismo cada vez
menos sostenible.
Es una verdadera tragedia que entre los
Verdes, al menos entre los Verdes europeos, esa conexión se perdiera totalmente
cuando la mayoría de ellos apoyaron las guerras de Kosovo y de Afganistán por
razones humanitarias. También es trágico que la oposición a la guerra de Irak en
EEUU sea prácticamente inexistente, y que la población sólo se haya puesto en
contra de la guerra como consecuencia de la firmeza de la resistencia iraquí. En
parte, todo esto es el producto de interpretaciones ideológicas desacertadas,
que se han difundido ampliamente entre la izquierda durante el periodo de
reconstrucción de la ideología imperial que siguió al final de la guerra de
Vietnam, especialmente el “derecho” a “intervenciones humanitarias”. La
izquierda debería aclarar primero sus propias ideas y tratar luego de explicar
al conjunto de nuestras sociedades que no tenemos otro remedio que adaptarnos a
una pérdida inevitable de hegemonía. Occidente no tiene otra alternativa, a
menos que quiera volver al espíritu de la Batalla del Somme pero, esta vez,
pertrechado con armas nucleares.
Jean Bricmont, miembro del Consejo Editorial de
SINPERMISO, es profesor de física en la Universidad de Louvain la Neuve,
Bélgica. Es miembro del Tribunal de Bruselas. Su último libro acaba de ser
publicado por Monthly Review Press: Humanitarian Imperialism.
Traducción para www.sinpermiso.info: María Julia
Bertomeu