El reciente fallecimiento de John Kenneth Galbraith a los
noventa y siete años de edad ha marcado el fin de una era de liberalismo
económico y pensamiento progresista dentro de las estructuras del capitalismo
moderno.
Galbraith fue autor de treinta
y tres libros que conocieron gran popularidad por la destreza de su autor al
tratar temas complejos de manera sencilla y amena. Sus obras crearon la base de
un pensamiento económico diferente, más abierto y democrático y tuvo muchos
discípulos y admiradores. Nunca recibió el Premio Nobel de Economía, pese a su
fama y a la reputación de sus ideas debido a que muchos no lo consideraron
economista, sino un ideólogo. Fue profesor emérito de la Universidad de Harvard,
embajador y asesor de varios presidentes como Roosevelt, Kennedy y Johnson. Con
éste último sentó las bases de lo que fue llamado La Gran Sociedad.
Keynesiano en su origen, fue
partidario de la intervención del Estado, aún a costa del endeudamiento, cuando
era necesario restablecer el dinamismo en una economía estancada. Consideraba
que la sociedad moderna no atiende las necesidades de las capas menos
favorecidas. Afirmó que la economía es determinante en los cambios
histórico-políticos y no a la inversa como muchos estiman. Creía que el
capitalismo americano era rico en su oferta de bienes de consumo pero exiguo en
ofrecimiento de servicios sociales.
Fue de los primeros en señalar
que la sociedad de consumo manipula al ciudadano y crea necesidades artificiales
mediante el uso de la propaganda. El capitalismo, decía, estimula el uso
innecesario de productos superfluos para mantener el equilibrio del mercado,
todo ello crea la opulencia privada y el infortunio público.
Veía que la obsesión
norteamericana con la producción y el uso de automóviles dañaba la calidad de
vida y estimaba necesario un cambio de valores dentro de aquella sociedad. Para
él el Estado debía acometer un mayor ritmo de inversiones en obras públicas como
carreteras, transporte público, establecimientos educacionales y de salud. En
ello se veía la influencia de su maestro Keynes. Era partidario de lo que llamó
“un nuevo socialismo” en el cual se impondrían fuertes impuestos a las clases
opulentas y se pasaría a la propiedad estatal de los servicios sociales; a la
vez se subvencionaría generosamente a las redes de distribución de productos
culturales. También debía regularse la planificación centralizada de los
pequeños negocios y la iniciativa empresarial.
Para Galbraith la sociedad
ideal era aquella en la cual los infortunados formaban parte del sistema
político. Creía que la meta de la ideología conservadora era hallar una
justificación moral al egoísmo humano. Atacó las formas arcaicas del
capitalismo, el neoconservatismo, la libre empresa y el individualismo.
Como hombre de profundos
principios éticos rechazó el nombramiento de embajador en las Naciones Unidas
que Johnson le ofreció para no tener que enfrentarse a las ideas de la
administración vigente que entraban en contradicción con sus preceptos. Como
embajador chocó con frecuencia con el State Department en franca rebeldía con
sus tesis y prácticas. Fue un hombre del sistema, no fue un disidente, pero su
originalidad fue suficiente para que se le considerara un heterodoxo, y aún un
hereje, dentro del pensamiento capitalista.
Fue una punta de lanza
brillante y disímil dentro de las ideas de la plutocracia industrial y el
mercantilismo de los Estados Unidos en el siglo XX. Su larga vida, plena de
realizaciones, pródiga en su pensamiento, afilada en sus análisis de la sociedad
contemporánea, significó una isla dentro de la ideología social demócrata. En la
era retrógrada de Bush difícilmente surgirá un pensador de semejante capacidad y
brillantez que logre ver el ombligo de una sociedad de manera tan
luminosa.