NCeHu
112/06
La arrogancia de los
economistas *
En 1849, el ensayista escocés Thomas Carlyle
llamó a la economía “ la ciencia funesta”.
Dos siglos después, los economistas
contemporáneos siguen enfrentados a decisiones funestas: ¿ más inflación o menos
empleo? ¿ Gastar o ahorrar?. También se han puesto muy
arrogantes.
El complejo de superioridad intelectual de
los economistas tiene mucho que ver con su orgullo por las sofisticadas técnicas
estadísticas en las que se basan para analizar fenómenos como la inflación, el
desempleo, el comercio e incluso los efectos a largo plazo de los abortos sobre
los niveles de criminalidad. Esto con frecuencia los lleva a estar convencidos
de que sus métodos son superiores y más rigurosos que los de las demás ciencias
sociales.
Así, cualquier investigación sobre cuyas
conclusiones no se basen en el análisis cuantitativo de una masiva cantidad de
datos es desdeñada por los economistas por ser “ literatura” o, aún peor, por
ser “ periodismo”. Hay un chiste entre economistas que dice que, para los
antropólogos, el plural de anécdota es “ base de datos”.
Recientemente, la arrogancia de los
economistas ha sido rigurosamente confirmada por una investigación cuantitativa
publicada en una de sus revistas
especializadas. El estudio, publicado por The Journal of Economic
Perpectives, revela que el 77% de los alumnos de doctorado en economía de
las más prestigiosas universidades de los EEUU piensa que “ la economía es la
ciencia social más científica”. Sin embargo, resulta que esta certeza no se
basa en la alta opinión que tienen de su propia disciplina, sino en lo mucho que
desprecian todas las demás ciencias sociales. A pesar de su casi total
unanimidad respecto a la superioridad relativa de su disciplina, tan sólo el 9%
de los entrevistados opina que hay consenso con respecto a como responder
preguntas básicas de la ciencia económica.
Y tienen razón. Hoy en día, los economistas
no tienen respuestas para los temas fundamentales de su ciencia. Esta ignorancia
a menudo tiene graves consecuencias que trascienden las meras controversias
académicas. Cuando los economistas se equivocan en teoría, la gente sufre en la
práctica. El anterior presidente de Brasil. F.H. Cardoso, recuerda que en plena
crisis financiera de su país recibió llamadas de ganadores del premio Nobel de
Economía y de otras superestrellas del firmamento económico mundial. Cada uno le
daba un consejo diferente, y cada uno estaba absolutamente seguro de que su
recomendación era la única correcta. Cardoso, un distinguido sociólogo, logró
sacar a Brasil de la crisis gracias a su considerable talento y experiencia,
atinando a cuáles de los famosos economistas creer y a cuáles ignorar. Algunos,
por ejemplo, le insistían en la necesidad de adoptar un régimen de cambio fijo
de la moneda similar al que tenía entonces Argentina. Hoy en día, éstas ideas
han pasado de moda y están muy desprestigiadas.
“ En realidad, desconocemos las causas del
crecimiento económico”, reconoce Francois Bourguignon”, el economista jefe del
Banco Mundial. “ Si
tenemos una idea bastante clara sobre cuáles son los principales obstáculos para
el crecimiento y cuáles son las condiciones sin las cuáles una economía no puede
crecer. Pero estamos mucho menos seguros respecto a que otros ingredientes se
necesitan para generar y sostener el crecimiento”.
Y este desconcierto no sólo se hace evidente
con respecto a cómo enfrentar los difíciles problemas económicos de los países
pobres. Los economistas también están confundidos por mucho de lo que está
sucediendo en las economías más avanzadas del mundo. Hace poco le pregunté a una
influyente economista de Wall Steet qué era lo que más le desconcertaba
actualmente. “ Los
tipos de interés “, dijo. "Deberían estar más
altos”.
Y, efectivamente, la teoría económica predice
que los actuales tipos de interés a largo plazo – los intereses de las hipotecas
o bonos que se pagarán dentro de años – deberían estar más altos y con tendencia
a seguir subiendo impulsados por los desmesurados déficit comercial y fiscales
de la economía estadounidense.
Pero no es así: los tipos de interés a largo
plazo siguen bajos e incluso están cayendo. Antes de jubilarse en enero, el
presidente de la Reserva Federal, Alan Greenspan, confesó que para él estas
tendencias eran un “cunundrum”, una mezcla de acertijo y rompecabezas. Robert
Samuelson, columnista de The Washington Post , analizó las diferentes
explicaciones que ofrecen los economistas para esta anomalía y llegó a la
conclusión de que todas ellas eran deficientes. Según Samuelson, la incapacidad
de los expertos para explicar algo tan fundamental “ es una prueba de nuestra
ignorancia económica”.
Los economistas tampoco tienen una
explicación convincente sobre el valor del dólar.
Durante más de una década han mantenido que
el dólar era demasiado caro y que su devaluación era inevitable. En efecto, y
tal como pronosticaron, el dólar cayó, perdiendo el 39% de su valor entre 2002 y
2004. “ Un efecto ineludible del equivalente económico de la ley de la
gravedad”, explicaban los gurús económicos con sobrada naturalidad. Un país con
un déficit comercial gigantesco y en aumento, un presupuesto fuera de control,
agobiado por una guerra que hasta ahora ha costado del orden de un billón de
dólares y con el precio del petróleo disparado, es imposible que sostenga su
moneda. Pero la coincidencia entre la realidad y los libros de texto duró poco.
Tan poco, que los manuales de economía no tuvieron tiempo de registrar el
cambio. El dólar se recuperó, y se revalorizó más de un 14% en 2005 a pesar de
los déficit, la guerra, el petróleo y
todas las otras razones teóricas para que sea más barato de lo que ahora
es.
En un estudio sobre los países que tenían las
mayores posibilidades de alcanzar un alto desempeño económico en los próximos
años, el catedrático de Economía de Harvard Richard B. Freeman llegó a la
conclusión de que, para el éxito económico de un país, “ la suerte parece tan
importante como la política económica”.
Una ciencia que se debe resignar a usar la
suerte como factor fundamental para estimar el porvenir económico de miles de
millones de personas es ciertamente una ciencia funesta, y no sólo por las
razones por las cuales así bautizó Carlyle, sino porque está más cerca de la
brujería que de la ciencia. Es cierto que las otras ciencias sociales no están
mucho mejor y que muchas de ellas son aún menos confiables que la economía. Aún
así, a los economistas les convendría cambiar su arrogancia intelectual por una
actitud más humilde y ver qué pueden aprender de otros. Albert O. Hirschmann, un
economista tremendamente original, llegó a muchas conclusiones útiles e
innovadoras gracias a su disposición a transgredir fronteras intelectuales y
tomar prestadas ideas de otras disciplinas. A la economía le vendrían bien más
transgresores como Hirchmann.
Afortunadamente, algunos de los economistas
actuales están empezando a cruzar las fronteras interdisciplinarias y están
usando la psicología, la sociología y las ciencias políticas para nutrir sus
análisis. Muchos de estos esfuerzos de importación de ideas de otras disciplinas
a la economía probablemente no tendrán éxito. Y los economistas que se
arriesguen a incursionar en este contrabando intelectual serán seguramente
denunciados por los ortodoxos por estarse relacionando con colegas
metodológicamente impuros. Pero visto el funesto estado de la ciencia funesta,
la búsqueda de ideas útiles en otras áreas de las ciencias sociales para
fortalecer el conocimiento económico no conlleva muchos
riesgos.
O, como dirían los economistas: en vista del
pobre rendimiento de los actuales esfuerzos, el costo de oportunidad de
disminuirlos no es alto. Lo que en castellano quiere decir: la cosa está tan mal
que hay poco que perder si se buscan ideas en otro lado.
*
Moisés Naím ( Director de
la revista Foreign Policy y autor de Ilícito: cómo contrabandistas,
traficantes y piratas están cambiando el mundo).
Fuente: diario El País, de Madrid, España; 21 de
febrero de 2006.
Gentileza de Ezequiel Beer (Arg),