Luis Hernández
Navarro
Optimismo. Ese es el estado de ánimo que parece
comenzar a prevalecer en sectores del movimiento popular latinoamericano.
Después de muchos años de derrotas y de unas pocas victorias, los dirigentes
sociales del área comienzan a sentir no sólo que el neoliberalismo puede ser
derrotado, sino que se encuentra en situación de franco declive.
Esa sensación tiene bases justificadas, al menos
parcialmente, en algunos países. Poderosas revueltas de la gleba han tumbado a
buen número de presidentes que traicionaron sus compromisos de campaña.
Decididas acciones defensivas han frenado la privatización de bienes y
servicios públicos. Los pueblos indígenas se han convertido en potente actor
político con vocación transformadora. En años recientes, la acción de los
movimientos populares ha creado condiciones favorables para que se instalen
gobiernos progresistas. El triunfo de Evo Morales en Bolivia ha hecho crecer
aún más esta esperanza de que el cambio es posible.
El optimismo es bueno porque hace crecer la
confianza en las propias fuerzas y predispone a los movimientos a dar luchas
que pueden ganar. Estimula su acción. Sin embargo, tal como se ha producido,
también propicia el surgimiento de falsas expectativas. Fomenta ilusiones que
están lejos de corresponder a la realidad.
El campo popular se enfrenta en América Latina a
hechos que no permiten optimismo. El empleo formal crece en niveles mucho más
bajos que el de la población. La precariedad y la flexibilidad laborales han
crecido mientras los salarios reales van a la baja. Más de 4 mil empresas
estatales han sido privatizadas en la región. Las redes de protección social
se han deteriorado significativamente. Gran número de plantas maquiladoras se
han trasladado a China. Los sindicatos han perdido presencia y capacidad de
negociación.
De la mano del desempleo y falta de futuro han
crecido entre la juventud la delincuencia, el pandillerismo y la drogadicción.
En países como México, El Salvador, Ecuador o Uruguay la emigración ha
alcanzado niveles sorprendentes. Las remesas se han convertido en la válvula
de escape de millones de familias y en la tabla de salvación de no pocas
economías.
Todos estos elementos estimulan la desintegración
de las comunidades y del tejido social que sirve de sustento a los movimientos
populares. Erosionan severamente las formas de mediación política y social
tradicionales. Salvo casos muy puntuales en los que se resiste con éxito la
ofensiva neoliberal, sigue avanzando la restructuración del mundo del trabajo.
La oleada de nuevo optimismo ha precipitado una
euforia sobre las posibilidades de la integración latinoamericana. Cada vez se
habla más de la "patria grande" y de una región unida enfrentando los retos de
su desarrollo. Se han creado grandes expectativas en el papel que pueden
desempeñar los gobiernos progresistas de la región en la creación de un
bloque. Iniciativas como TeleSUR o Petroamérica alimentan este ánimo.
Sin embargo, la realidad es mucho más compleja de
lo que parece. En la región hay una preocupación real con la hegemonía
brasileña. Su poderío económico y militar es apabullante. Los choques, a nivel
de gobiernos, pero también de pueblos entre Uruguay, Brasil y Argentina no
sólo no disminuyen, sino que han crecido. La posibilidad de que Uruguay firme
un tratado de libre comercio con Estados Unidos ha generado gran malestar
dentro del Mercosur.
Es cierto que, como dice el presidente Hugo Chávez,
en Mar de Plata se enterró el Area de Libre Comercio de las Américas (ALCA).
Pero ese muerto puede revivir en cualquier momento. Mientras tanto, avanzan
los acuerdos comerciales que Washington está firmando o negociando con
naciones y grupos de naciones en la región.
En contrapartida, el ALBA (Alternativa Bolivariana
para la América), aunque sea un hecho entre Venezuela y Cuba, para el resto
del continente está lejos de ser una realidad. Es cierto que Venezuela cambia
energéticos por vaquillas preñadas e incubadoras con Argentina, planea dotar
de gasolina a Bolivia a cambio de soya y carne de pollo y suministra petróleo
barato a los pequeños países del Caribe. Pero falta aún mucho para ver si el
modelo se consolida y, sobre todo, que se extienda.
Kirchner en Argentina logró vencer al Fondo
Monetario Internacional en su pulso sobre el pago de su deuda, y ha obligado a
varias trasnacionales que operan servicios públicos a actuar bajo control
estatal. Pero los gobiernos progresistas de la región han abandonado la
demanda de no pagar la deuda externa e incluso han decidido, como Brasil y
Argentina, pagarla por adelantado. La reivindicación de que esa deuda es
inmoral e injusta es enarbolada aún por los movimientos de base, mas no tiene
eco en las administraciones.
Los gobiernos de Brasil y Uruguay han puesto a
caminar un reformismo sin reformas, que en el caso del primer país ha
producido ya gran desencanto. El brillo de la política internacional de Lula
ha comenzado a oscurecerse con su papel en las recientes negociaciones de la
Organización Mundial del Comercio (OMC). El llamado socialismo del siglo XXI,
enarbolado por Hugo Chávez, es más un enunciado que una propuesta
estructurada. En casi todo el continente existen movimientos de base que han
chocado con esos gobiernos progresistas.
¿Ha retomado el movimiento popular la ofensiva? Sí,
ciertamente ha desplegado sus fuerzas y ha ganado importantes batallas. No
obstante, no puede afirmarse que el neoliberalismo en el continente haya
sufrido una contundente derrota o esté arrinconado y a la defensiva. Las
grandes empresas siguen manejando, en lo esencial, la economía de la región y
tienen enorme influencia en las políticas públicas. Los organismos financieros
multilaterales gozan de cabal salud.
Sería, pues, conveniente aderezar ese optimismo en
las posibilidades del cambio con un poco de moderación. Después de todo, no
hay que olvidar que un pesimista es un optimista bien informado.