NCeHu
1272/05
México
Testimonio de Jesús Martín del Campo "El olor de la sangre cubrió la
plaza"
"¡A ver cabrones, ahora
sí hagan su 'V' de la victoria!"
Un agente policiaco con sombrero y traje se ríe
con gesto burlón de la desgracia de los estudiantes detenidos. La foto
retrata el rostro soberbio de la autoridad frente a los jóvenes
indefensos.
Refleja el desprecio y el cinismo de un poder
que sólo aceptaba aplausos y castigaba la protesta convirtiéndola en
conjura comunista. Después de asesinar estudiantes, el gobierno humilló a
los sobrevivientes en la cárcel y los trató como delincuentes.
Algunos de los encarcelados aquella noche
recuerdan que los agentes policiacos se burlaban de ellos y les gritaban
frases como: "¡A ver cabrones, ahora sí hagan su 'V' de la victoria".
En el 68 el régimen no pudo soportar las risas
inocentes de los jóvenes en las manifestaciones, y al vengar la afrenta a
su principio de autoridad, se ríe de ellos porque les está cobrando el
precio de su osadía. Para el gobierno de Díaz Ordaz no existía un
movimiento de estudiantes con demandas legítimas, sino sólo "conjurados,
terroristas, guerrilleros, agitadores, anarquistas, apátridas,
mercenarios, traidores, extranjeros o fascinerosos".
En 1968, los poderes Legislativo y Judicial
apoyaron y respaldaron la actuación del Ejecutivo. Legisladores y jueces
compartieron la represión al movimiento estudiantil y fueron cómplices de
las decisiones. En ese sentido, la matanza de Tlatelolco fue un crimen de
Estado |
Fuimos al mitin de Tlatelolco con
entusiasmo y alegría como a todas las manifestaciones del movimiento. Había
preocupación porque el gobierno decía que queríamos sabotear las Olimpiadas.
Sabíamos que los dirigentes del Consejo Nacional de
Huelga anunciarían una tregua durante los Juegos Olímpicos para evitar
provocaciones.
Llegué solo al mitin y busqué a los activistas de la
Prepa 7 y del comité de lucha del magisterio. Había mucha gente y me quedé en la
plaza con varios amigos.
Cuando los oradores hablaban, llegó un helicóptero,
le gritamos y silbamos.
A partir de ese momento todo sucedió a velocidad
vertiginosa.
Vimos los tanques entrar a la plaza por el lado
poniente. "¡Cámara, vamos a correr!", dijo uno.
Quisimos tranquilizar a la gente. El orador decía:
"Calma compañeros, no caigan en la provocación".
Comenzaron los primeros tiros, nadie sabía de dónde.
La gente corrió hacia el edificio Chihuahua, pero aparecieron unos soldados
disparando. Todos retrocedimos en desorden. Desesperados, unos silbaban y
gritaban a los militares. Todos se contradecían: "Corramos", "sentémonos",
decían. Nadie sabía qué hacer.
Quedamos atrapados por la ola humana y no pudimos
salir de la plaza. La gente se movía según los tiros. Unos se arrodillaron,
otros cayeron heridos. Cerca de mí, un estudiante se desplomó. "Estoy herido",
dijo. Su pantalón se llenó de sangre, quisimos ayudarlo. Gritábamos: "Un herido,
hay un herido", pero nadie respondió.
Entonces aparecieron los soldados y se apostaron
entre nosotros, al grito de: "Tírense cabrones", "abajo, hijos de la chingada".
Los tiros venían de todas partes, de arriba, de
frente, de atrás. De los soldados en la plaza, de los francotiradores en la
iglesia y en los edificios, de los militares abajo del Chihuahua.
La gente caía según la dirección de los impactos. Vi
caer heridos a muchos. Recuerdo a un señor robusto que se derrumbó. Se
incorporó, "estoy herido", dijo y volvió a caer, quizá por una bala.
Pusimos las manos sobre la herida del compañero, le
salía mucha sangre, pero se desmayó y ya no nos dejaron ayudarlo.
Tirados en el suelo, seis compañeros gritábamos:
"¡Aquí hay un herido, atiéndanlo!". Los soldados nos insultaban y daban
culatazos: "Ya cállese pinche comunistoide agitador".
Algunos gritaban histéricos. Intentamos levantarnos
pero nos sometían a empellones.
Todo era lamentos. Nos desesperaban los gritos de
dolor. El suelo se llenó de sangre. Era impresionante la combinación de todo.
Fue la experiencia más aterradora de mi vida. Jamás
había escuchado el tableteo de ametralladoras, nunca había visto tanto soldado
disparando.
Al rato aparecieron unos hombres vestidos de civil
armados, parecía que estaban contando a muertos y a heridos. Nos amenazaron si
nos movíamos.
A la media hora hubo un silencio casi absoluto, luego
volvió la metralla. Nos dimos cuenta de que era una matazón.
"Están matando a todo el mundo", gritamos. "Mira esa
señora herida, se ve que es vecina", dijo otro señalando a una mujer de unos 50
años.
Quisimos escapar, era imposible.
Eran momentos de terror y de locura. Comenzamos a
gritar: "Déjennos salir, van volar los edificios con los tanques". Los soldados
dijeron: "Cállense, estamos aquí para agarrar a unos delincuentes". "Ustedes son
los delincuentes", les gritamos. Eramos chavos y no teníamos sentido del
peligro.
Empezó a llover y todo se puso más feo. El olor de la
sangre cubrió toda la plaza. Esa vez fui consciente de que la sangre tiene olor.
Estaba ensangrentado y la lluvia volvió más penetrante el hedor. "Huele a
sangre", gritamos. Nos entró más miedo.
Los zumbidos pasaban arriba de nuestras cabezas. Los
soldados disparaban en todas direcciones. Nunca dejaron de disparar.
Tras el silencio logramos distinguir el silbido de
las balas. Un cuate decía "ay cabrón, oíste, ha de ser una bala de guerra. Hasta
se oye que rebota".
"Por piedad, déjenme ir, vengo con mis hijos", gritó
una mujer y la callaron. Era desgarrador.
Oscureció y seguíamos tendidos en medio de la plaza.
Apareció un médico a quien los soldados llamaban "doctor Méndez". Revisaba a la
gente y daba indicaciones: "este está muy grave, llévenselo al hospital".
"Amárrale esto", decía a otros. Estaba revisando, quizá para contar los muertos.
A las dos horas nos dejaron incorporarnos. Fue cuando
vimos que había mucha gente tirada. Empezaron a mover los cadáveres. "Queremos
que atiendan a los heridos", gritamos.
Nos dividieron en pequeños grupos. Al pie del
Chihuahua nos pusieron hacia la pared con las manos en alto. Ordenaron quitarnos
agujetas, cinturones y pantalones.
Desde ahí vimos como arrojaban los cuerpos como si
fuera bultos. Eso nos encabronó otra vez. "Atiendan bien a los heridos",
dijimos. "Voltéense hijos de la chingada", ordenaron. Seguimos viendo que los
amontonaban unos sobre otros en camionetas y ambulancias. Creo que estaban
muertos porque no se quejaban ni se movían.
Nos pusieron al lado de la iglesia. "Nos van a
matar", decían algunos. Los más jóvenes no paraban de llorar.
Nos subieron a una julia muy apretados. Ibamos
mudos, alucinados, aterrorizados de ver tanta sangre y tanto muerto.
Nos llevaron a Lecumberri. A varios nos separaron y
llevaron al Campo Militar Número Uno. Estaba manchado de sangre y me preguntaban
si había disparado. Como ya tenían una lista de los dirigentes, me regresaron a
Lecumberri.
Fue un operativo criminal en todo sentido. Si querían
detener el mitin eso era fácil, pero ordenaron una operación de exterminio y le
dispararon a gente desarmada.
Fuente: diario La Jornada, de México D.F.,
México; Masiosare Nº 406, 2 de
octubre de 2005. |