NCeHu 1251/05
Argentina
Nadie
parece escuchar la voz de los docentes
Se opta por no valorar el trabajo de los que realmente se
esfuerzan ni estar atentos a sus advertencias sobre el deterioro de la
educación.
Angela Pradelli
Docente y escritora. Premio "Clarín de
novela
Un matrimonio llega a la escuela y pide hablar con la
profesora de su hijo. Le reclaman por una evaluación que el alumno desaprobó y
le exigen a la profesora que cambie la nota inmediatamente.
A pesar de
no ser docentes ni tener conocimientos en relación a los contenidos curriculares
y a la evaluación, no aceptan las argumentaciones de la profesora al explicarles
la fundamentación de su nota. Los padres sólo quieren lo que fueron a buscar:
que la profesora modifique la nota y apruebe a su hijo.
Antes de
abandonar la escuela, los padres amenazan a la docente diciéndole que
conseguirán la aprobación de su hijo como sea y formulan agresiones varias.
Evitaremos el detalle de las maniobras que luego se urdieron, cuya sordidez
atenta contra un docente digno. Lo cierto es que los padres cumplen con su plan
y consiguen la aprobación que buscaban para su hijo.
La escena tuvo
lugar en una escuela del Gran Buenos Aires, pero quien esté dispuesto a escuchar
las historias que cuentan los docentes podrá recoger de su experiencia muchos
relatos que, como éste, dan cuenta de cómo los maestros y profesores hemos visto
arrasados nuestro rol y nuestra autoridad profesional y moral.
Unos días
atrás leíamos en esta misma columna el anuncio del ministro de Educación, Daniel
Filmus, en relación al proyecto de la Ley de Educación Técnica y Formación
Profesional que ya cuenta con media sanción de la Cámara de Diputados.
Por otra parte
la Dirección General de Escuela de la provincia de Buenos Aires anuncia la
elaboración de un diseño para la implementación de la nueva Educación Secundaria
Básica que, según se afirma, llegará antes de fin de año a las escuelas. Con
medidas que van desde el aumento de media hora de clase por día hasta la vuelta
a las asignaturas en reemplazo de las áreas, así como también un enfoque
diferente de las instancias de evaluación, el Gobierno intentará revertir los
fracasos en educación.
Y en medio de los anuncios de cambios que procuran dar
marcha atrás con la reforma educativa, los docentes nos preguntamos por qué
nuestras voces no fueron escuchadas cuando alertaban que el deterioro era tan
grande que dejaba a nuestros alumnos sin adquirir, en muchos casos, los
conocimientos mínimos.
Desde hace algunos años, muchos docentes venimos
señalando los fracasos ahondados por la última reforma que se desarrolló dentro
del marco de la nueva Ley Federal de Educación. Pero nadie oyó nuestra voz y los
debates de ideas sobre cómo mejorar la educación morían en las salas de
profesores.
Será por
eso que en estos días sorprende escuchar a las autoridades usando las mismas
palabras que los profesores cuando reclamábamos.
Por eso será que hoy causa asombro que hayan
hecho suyo el mismo discurso docente que habían rechazado durante años y a
través del cual los profesores tantas veces habíamos pedido los cambios que
creíamos necesarios. Un discurso que por estas horas parece haberse vuelto muy
claro para las autoridades.
Tan claro que tanto el gobernador de Buenos Aires, Felipe
Solá, como el director general de Escuelas de la provincia de Buenos Aires,
Mario Oporto, en sus declaraciones a los medios y en los actos de campaña se
muestran convencidos y decididos a mejorar lo que rechazaban poco tiempo atrás
acerca de nuestros señalamientos sobre el fracaso de la reforma.
La
pregunta no es ingenua: ¿cuál es el rol del docente en la sociedad del 2005?
¿Quién valora su saber y su conocimiento, sus muchísimas horas de trabajo, su
formación? ¿Por qué el Estado no escucha nuestras voces ni valora nuestras
opiniones formadas a partir de la experiencia en las aulas?
Es verdad,
la docencia no es un jardín de rosas y con más frecuencia de la que desearíamos
encontramos a docentes que no enseñan como deberían, no cumplen con su trabajo
ni les interesa capacitarse. Sin embargo, es fácil advertir que nadie tiene
puestos sus ojos en ellos, y suelen pasar por su vida profesional sin mayores
problemas.
En la práctica nadie —ni la sociedad ni el Estado— pide a un
docente que eleve su nivel de exigencia, que evalúe con rigor y muchísimo menos
que desapruebe a los alumnos que no saben. Y, por el contrario,
los docentes que se
entregan a su tarea, que enseñan para que sus alumnos aprendan y evalúan para
que superen sus conocimientos tendrán sobre ellos el peso de las miradas
reprobatorias.
En el mes de julio se conoció el resultado de una
encuesta que afirmaba que casi el 50 por ciento de los docentes quiere dejar de
enseñar. Y si bien es cierto que es un dato muy preocupante, no es novedoso para
los que trabajamos en las escuelas y convivimos con el desgaste y la falta de
estímulos.
Celebramos que el Ministerio de Educación revalorice la
escuela técnica y que la Dirección General de Escuelas de cada provincia se
aboque a rediseñar los contenidos y las formas de evaluación. Pero, más allá de
planes de estudio y estructuras que organicen la escolaridad, ningún cambio en
educación resultará beneficioso y eficaz hasta que la sociedad no respete a los
maestros que se esfuerzan cada día en las aulas educando una generación tras
otra. Para mejorar la escuela habrá que empezar tal vez por reconocer la
importancia que tiene en una sociedad democrática el trabajo de un maestro en la
vida y en la formación de cada mujer y cada hombre.
La voz de los maestros parece haberse debilitado
en medio de una sordera que los ningunea en una sociedad que no valora su
trabajo. No hay ningún organismo que recoja nuestras experiencias, que escuche
nuestros relatos, que atienda las urgencias y los maltratos de los que a veces
somos víctimas. Hoy, los docentes estamos expuestos a la violencia de quien
quiera esgrimirla para atacarnos.
Fuente: diario Clarín, de
Buenos Aires, Argentina; 28 de septiembre de 2005.
Gentileza de Ezequiel
Beer ( Argentina).
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