Opinión en La Nación
(11/6)
' La regresividad de la lucha de los explotados '
La trampa del
indigenismo
Marcos Aguinis
SANTIAGO
Acaban de inaugurar la nueva autopista del aeropuerto a la ciudad y atravieso
como una flecha los espectaculares ocho kilómetros que corren por debajo del río
Mapocho. Es un túnel que serpentea por todo el centro, descongestiona el
tránsito y revela que Chile -gracias al sólido Estado de Derecho que garantizan
sus sucesivos gobiernos- estimula inversiones multimillonarias que aceleran el
crecimiento del país con botas de siete leguas.
El encuentro internacional al que concurro ha sido organizado por la
Fundación Libertad y Desarrollo en celebración de sus fecundos quince años de
existencia. Me habían encomendado disecar un tema perturbador de nuestro
continente: el indigenismo. Concurrían expertos de Canadá, España, Estados
Unidos, China, Perú, Venezuela y Bolivia para tratar ése y otros ígneos asuntos
de nuestro tiempo.
Sin más rodeos, paso a sintetizar lo que allí expuse. Mis primeras palabras
consistieron en recordar que los indígenas son considerados, con justicia, los
primeros dueños de esta tierra, cuyas culturas y protagonismo fueron reprimidos
sin misericordia. Con diferencias de un país a otro, en muchos aún forman
comunidades importantes y en otras han alcanzado un mestizaje intenso. El
problema actual consiste en ayudarlos a encontrar un camino de verdadera
reparación y ascenso, o permitir que se los desvíe hacia la trampa de zanjones
regresivos y totalitarios, como sucede ahora en Bolivia. Es muy fácil confundir.
Y en ese punto centré mi advertencia.
En efecto, su reivindicación ya es importante. No sólo hay una revisión de la
historia, sino proyectos que incluyen utopía y epopeya. Los indígenas han pasado
a convertirse en las grandes víctimas del continente, lo cual no es ajeno a la
verdad. Pero el énfasis distorsiona, simplifica e idealiza su pasado. Más grave
aún: pretende convertir el pasado en modelo. Eso no está bien, porque es
reaccionario y letal. Como ejemplo, bastaría reflexionar sobre la exigencia de
Sendero Luminoso a los campesinos peruanos con el fin de "liberarse" de la
opresión europea: cultivar sólo productos anteriores a la Conquista, tales como
papa, quinoa y maíz. En cambio, descartar las venenosas importaciones llamadas
trigo, cebada, centeno, avena, arroz, caña de azúcar y vid; no criar animales
malditos, como la vaca, la oveja, el cerdo, la cabra, el conejo y las aves de
corral. Para no dejar de ser coherente -agrego yo- habría que abandonar la
rueda, el caballo, el buey, el hierro, el vidrio y el arado. Buen futuro, ¿no?
El líder indigenista Felipe Quispe ha dicho que si una parte de la sociedad
usa ojotas y otra zapatos, que todos usen ojotas. Es decir, igualar para abajo,
porque confunde justicia con miseria.
En la mitificación de numerosos historiadores se han llegado a considerar los
levantamientos indígenas de la Colonia como antecedentes de la gesta
emancipadora. Pero lo que deseaban no era la independencia ni asemejarse a las
repúblicas modernas, sino retornar al tiempo incaico o incluso preincaico, que
no fue un paraíso, sino un eterno campo de batalla con masacres, guerras de
dominio e incontables sacrificios humanos. La rebelión aymara de Túpac Katarí,
en 1782, por ejemplo, no sólo agredió a los criollos, sino a los mestizos y a
los quechuas.
Esos levantamientos, aunque heroicos, no significaron un proyecto superador,
sino regresivo. Y tuvo el final de todos los movimientos regresivos, como los
esclavos en la Antigüedad o los campesinos en la Edad Media. Podemos conmovernos
con su heroísmo, pero no considerarlos un paradigma. Los indígenas estaban
aterrorizados ante el nuevo orden, que, entre otras cosas, tendía a dejar atrás
la etapa primitiva del colectivismo.
Los actuales "bolivarianos" deberían recordar que Simón Bolívar firmó, con su
puño y letra, en el año 1824, un decreto que establecía la propiedad privada de
la tierra. Acertó en considerar la propiedad comunal un resto arcaico, un modo
de producción infecundo. Esto fue trágicamente comprobado por la dictadura
izquierdista del general Velazco Alvarado, quien intentó resucitarlas en la
década de los años 70: produjo hambre y empobrecimiento acelerado. Ahora se
intenta probarlo otra vez.
La idealización contaminó incluso a marxistas como Carlos Astrada, quien no
tuvo náuseas en utilizar conceptos acientíficos nazis sobre el vínculo de los
pueblos con la tierra y la sangre. En esa línea, posteriores movimientos
populistas y tercermundistas usaron a los indios para construir sus artificiales
teorías sobre una identidad nacional opuesta al centralismo europeo y a
Occidente (este último, odiado por los reaccionarios con patente de progresistas
que se fastidian ante las aperturas de la modernidad, la democracia genuina, los
derechos individuales y otras abyecciones).
La revolución bolchevique, incapaz de construir un socialismo próspero y
democrático, había impuesto concepciones estatistas que permitían el control de
las masas y su impúdica manipulación "en nombre" del proletariado. De ahí que
sus seguidores y simpatizantes hayan celebrado la civilización incaica como un
antecedente del socialismo moderno (¡!). No les importaba la maciza
estratificación de clases ni la opresión que padecían los de abajo. Tampoco los
derechos humanos, porque para estos fascistas de izquierda, el Estado merece
todo y cada hombre no es más que una molécula anónima. Aunque hubo maravillas en
las civilizaciones precolombinas, tenían un atraso de cuatro mil años respecto
de la Europa del Renacimiento. Esto no justifica, por supuesto, la tábula rasa
que se efectuó con sus riquezas y tradiciones. Es otro tema.
Resulta curioso que al indigenismo regresivo lo empezaran a fogonear blancos
descendientes de europeos, sin advertir que adoptaban el camino racista que
pretendían combatir. En los 70, el boliviano Fausto Reinaga, inspirado en el
black power , preconizó la "revolución india" y las luchas entre blancos
e indios; la indianidad debía servir para la toma del poder y limpiar el
continente de las etnias invasoras (en la Argentina no quedaría casi nadie). El
peruano Guillermo Carnero Hoke afirmó que "nuestra razón de ser desde el fondo
de los siglos es la razón colectivista". "El pensamiento de nuestros abuelos del
Tawantisuyo era justo, moral, científico y cósmico, es decir insuperable" (¡!).
Expresiones como ésas parecían minoritarias. Pero el Primer Congreso de
Movimientos Indios celebrado en el Perú, en 1980, proclamó que los indígenas
eran la única alternativa redentora, no sólo de ellos mismos, sino de la
humanidad. Pasaban a ocupar el trono que el marxismo había atribuido al
proletariado, con un condimento horrible: suponer, como los nazis, que las razas
puras son mejores.
El problema indígena no es de raza ni de cultura: es social. Los indígenas no
tienen que retroceder a un pasado inviable ni limitarse a la economía de
subsistencia. Pueden y deben cultivar sus tradiciones, su acervo lingüístico y
sus leyendas, por supuesto, pero sin aislarse ni repudiar los beneficios de la
modernidad. Si resisten la modernidad se condenan a permanecer como un sector
inferior, aislado, débil y carente de real protagonismo. Por el contrario,
tienen derecho a dejar de ser las comunidades que dan lástima, resentidas y
marginales. Tienen derecho a concurrir a buenas escuelas y universidades,
participar en los partidos políticos y asociaciones profesionales. El indio
Benito Juárez, que llegó a presidente de México, no se dejó intimidar por
quienes lo consideraron un traidor.
Para tomar perspectiva, deberían discutirse las experiencias de la comunidad
negra en los Estados Unidos, por ejemplo. Salió de la esclavitud legal, pero
continuó sometida a una severa discriminación. Surgieron reacciones como el
black power y manifestaciones racistas invertidas, entre las que
adquirieron renombre las del primer Malcolm X. A la vez, hubo intentos de vencer
los prejuicios mediante el intercambio de estudiantes que provenían de barrios
blancos y barrios negros, lo cual no dio frutos. Luego, avanzó la propuesta
fraternal de Martin Luther King, que terminó por conquistar a la mayoría de la
nación. No alcanzaba, empero, y se sancionó la "discriminación positiva" o
affirmative action , mediante la cual se impulsó el ingreso de negros en
los centros de estudio y su mejor posicionamiento en el trabajo.
Ahora ya existe una amplia clase media negra con infinidad de profesionales,
jueces, diplomáticos, académicos y empresarios. Dos sucesivos secretarios de
Estado fueron negros y la actual, además, es una mujer. La affirmative action
se ha imitado en muchos países para elevar la cuota de presencia femenina en
la política, por ejemplo. Pero considero que este recurso sólo debe utilizarse
para cambiar la tendencia, no para durar eternamente. De lo contrario
emponzoñaría la igualdad de derechos que debe primar en una verdadera
democracia.
En resumen, impulsar el indigenismo hacia el pasado es una trampa que sólo
beneficia a demagogos, ignorantes y populistas. Lleva hacia conflictos
ingobernables, derramamiento de sangre y un aumento de la pobreza. Habría que
reflexionar, en cambio, sobre medidas racionales, como la affirmative action
, para que todos los indígenas de América latina, sin perder sus raíces,
tengan por fin cómodo acceso al progreso cultural, económico y social.