NCeHu 617/05
La guerra de la soja en
Paraguay
El napalm de
Monsanto
Raúl
Zibechi
El pequeño
país sudamericano se ha convertido, en pocos años, en el tercer exportador y el
cuarto productor mundial de soja, desplazando a cientos de miles de campesinos
de sus tierras, y acorralando a los que resisten entre la represión y la
intoxicación por fumigaciones masivas.
El cuerpito del pequeño Antonio,
de 11 años, sentado casi desnudo en su cama del Hospital Regional de
Encarnación, es la imagen viva de la desolación. Presenta lesiones cutáneas en
todo el cuerpo como consecuencia de uno de los tantos casos de contaminación que
afecta a miles de campesinos paraguayos que viven en zonas “sojeras”. En
diciembre de 2003, unas 300 familias del departamento de Itapúa, a 270
kilómetros de Asunción, fueron contaminadas por dos grandes productores de soja
de la zona, uno de origen japonés y el otro alemán, que fumigaron sus cultivos
con glifosato y paraquat, producidos por Monsanto (1).
Según relata Ramona, la mamá de
Antonio Ocampos, el niño comenzó a presentar llagas en la piel unos dos meses
antes de que las familias lo llevaran al hospital. Antonio y otros amigos,
también contaminados, se bañaban a diario en un arroyo cercano a sus casas,
donde un colono alemán limpia su pulverizadora de herbicidas. Pero los
agrotóxicos no sólo llagan la piel de los niños sino que destruyen los cultivos
de subsistencia: las aves de corral y el ganado de los campesinos, forzándolos a
menudo a emigrar a las ciudades y dejar sus tierras en manos de los negociantes
de la soja.
Enero de 2003
El 7 de enero de 2003 fue un
parteaguas en la historia reciente del movimiento campesino paraguayo. Ese día,
Petrona Talavera enterraba a su pequeño Silvino, también de 11 años, contaminado
con herbicidas en el mismo departamento. Cinco días atrás, Silvino regresaba en
bicicleta a su casa luego de comprar carne y fideos para el almuerzo familiar.
El camino está rodeado de sojales, que llegan casi hasta la puerta de su humilde
vivienda. Tuvo la mala suerte de que Herman Schelender se encontrara en el
camino, fumigando sus plantaciones. Justo cuando Silvino pasaba frente a la
máquina fumigadora, Schelender activó el dispositivo empapando al niño. Una vez
en la casa, Petrona sin saber lo sucedido preparó la comida con los comestibles
mojados por herbicidas mortales. Al cabo de unas horas, toda la familia sufría
nauseas, vómitos y cefaleas, pero Silvino llevó la peor parte, ya que había
inhalado el líquido involuntariamente.
El 6 de enero le dieron el alta y
volvió a su casa. Pero ese mismo día, otro plantador de soja, Alfredo
Laustenlager, fumigó sus cultivos a apenas 15 metros de la casa de Silvino. Esta
vez el niño no se repuso y murió al día siguiente. Una parte de su familia
(Silvino tenía once hermanos) y otras 20 personas fueron trasladadas a Asunción
para recibir tratamiento.
Petrona comenzó un largo periplo que la llevó
a los tribunales de justicia, apoyada por la Conamuri (Coordinadora Nacional de
Organizaciones de Mujeres Trabajadoras Rurales e Indígenas), en la que participa
hace años. Contumaz, consiguió algo casi imposible para una mujer pobre del
campo: poco más de un año después de la muerte de Silvino, el 12 de abril de
2004, un tribunal de Encarnación condenó a Laustenlager y Schelender por
homicidio culposo a dos años de cárcel y a una indemnización de 25 millones de
guaraníes cada uno. Pero poco después, los dos empresarios brasileños apelaron y
la condena quedó sin efecto.
Pese a la impunidad, la denuncia de las
fumigaciones y el debate sobre el modelo agrícola quedaron inscriptas como dos
de las demandas centrales del activo movimiento campesino paraguayo.
República sojera
En Paraguay la soja transgénica comenzó
a cultivarse en el ciclo agrícola 1999-2000. Se trata de la segunda oleada de
agricultura intensiva; la primera se había registrado en los 70, con el ingreso
de agricultores brasileños que expandieron la frontera de la soja tradicional
desde los estados del sur de Brasil. El sociólogo paraguayo Tomás Palau, experto
en cuestiones agrarias, asegura que en esta ocasión, “sin disponibilidad de
tierras fiscales, la frontera de la soja se expande sobre tierras campesinas,
sobre campos ganaderos reconvertidos y sobre lo que resta de monte”
(2).
La progresión de
cultivos es asombrosa. En 1995 se cultivaban 800 mil hectáreas de soja; en 2003
se llegó a casi 2 millones. En el mismo período la producción pasó de 2,3
millones de toneladas a 4,5 millones. Pero en la misma década la extensión de
los cultivos de algodón -de los que viven los pequeños y medianos campesinos-
cayó un 20%, mientras el volumen de producción se redujo a la mitad.
Palau considera que la explosión sojera tuvo dos efectos: los
ambientales, que se agravaron por la desaparición de los últimos bolsones de
bosques en la región Oriental y por el uso indiscriminado de herbicidas y
pesticidas; y los sociales, que “resultan dramáticos en un país que venía
sufriendo un acelerado proceso de empobrecimiento y que ahora debe asistir a una
expulsión masiva de familias campesinas de sus tierras”. El 25% de los
campesinos paraguayos vive en la indigencia.
El país sufrió así, según
Palau, una triple pérdida de soberanía: “depende de las exportaciones de un solo
producto (soja) cuyas semillas serán proveídas por una sola empresa (Monsanto)”;
pierde soberanía territorial, ya que grandes extensiones son adquiridas por
extranjeros, en particular brasileños, los llamados “brasiguayos”; y también una
pérdida de soberanía alimentaria, porque el monocultivo sustituye la diversidad
de cultivos de subsistencia de las familias campesinas.
Acción
directa
La superficie cultivada con soja representa el 5% de la
superficie total del país, pero una porción significativa de su área agrícola. A
partir de la muerte de Silvino, en enero de 2003, la conflictividad en el campo
se agravó a raíz de la expansión de la soja. El punto culminante se dio un año
después, en febrero de 2004, en la comunidad de Ypekua en el departamento de
Caaguazú. El 20 de enero, campesinos armados se internaron en el bosque y
dispararon armas de fuego contra miembros de la Agrupación de Policías Ecológica
y Rural (APER), para impedir la fumigación con agrotóxicos de 70 hectáreas de
soja. Al día siguiente, un camión que trasladaba 50 campesinos que se
desplazaban para apoyar la lucha contra las fumigaciones, fue acribillado con
fusiles M-16 por miembros de la APER, resultando dos muertos y diez heridos. En
febrero, cientos de campesinos retienen tractores para evitar fumigaciones y se
producen incendios de terrenos destinados a cultivos de soja.
El 16 de
marzo, la Mesa Coordinadora Nacional de Organizaciones Campesinas (MCNOC), una
de las organizaciones más importantes del país, y la Plenaria Popular
Permanente, espacio de unidad de organizaciones populares y partidos de
izquierda, convocan movilizaciones bajo el lema “Por la Vida y la Soberanía
Nacional”. La jornada, en la que se cerraron rutas en cinco departamentos,
expresó el repudio a la utilización de agrotóxicos pero también al modelo
agro-exportador. El gobierno de Nicanor Duarte Frutos respondió criminalizando
la protesta, llegando a calificar como “guerrilleras” a las organizaciones
campesinas.
Según Palau, la respuesta campesina ante el desalojo por la
expansión de la soja tiene tres características. La primera, y la más frecuente,
es la “aceptación pasiva del desalojo”. Sólo en el ciclo agrícola 2002-2003 los
campesinos perdieron unas 150 hectáreas de cultivos familiares de subsistencia
que fueron a parar a manos de los grandes productores de soja. Se trata de 14
mil familias, unas 100 mil personas, que ya no viven en el campo y engrosan los
cordones de miseria de las ciudades.
Un segundo grupo reaccionó de forma
“institucional”, a través de las organizaciones de campesinos (además de la
MCNOC está la Federación Nacional Campesina, FNC), con el apoyo de municipios y
sectores de la iglesia, formando coordinadoras nacionales y departamentales en
Defensa de la Vida. Este es el sector que ha realizado las movilizaciones más
importantes, entre ellas la Marcha por la Vida y la Soberanía que recorrió 80
kilómetros en mayo de 2004, decenas de cortes de rutas y grandes concentraciones
campesinas como las realizadas en setiembre pasado.
Finalmente, muchos
campesinos optaron por la acción directa, que va “desde la disuasión directa a
los propietarios de no cultivar determinadas parcelas, a bloquear el paso al
personal o vehículos que van a fumigar, hasta la quema de cultivos terminados y
listos para la cosecha” (3). Nadie
reivindica estas acciones, pero recientemente surgieron voces que se pronuncian
por “expulsar a los extranjeros”.
Una delgada capa separa las acciones
del movimiento campesino de la acción directa espontánea. Las organizaciones del
campo suelen realizar acciones ilegales pero legítimas para los campesinos, como
los cortes de rutas y las invasiones de tierras. La respuesta del Estado ha
sido, mayoritariamente, la represión: desde 1989 hasta hoy murieron 90
campesinos que reivindicaban su derecho a la tierra y otros 1.500 están
imputados por delitos vinculados con la lucha social. Pero los hacendados suelen
contar también con personal armado que ha provocado muertes que no recoge
ninguna estadística.
Guerra social
En ocasiones, la
impotencia lleva a las bases campesinas a desbordar a sus propias
organizaciones. El 28 de noviembre de 2004, unos 200 campesinos nucleados en la
FNC atacaron con bombas molotov, petardos y palos la sede la Comisaría 13a. de
San Juan Nepomuceno, y consiguieron liberar a un dirigente detenido el día
anterior. Al día siguiente la policía ocupó el asentamiento del que provenían
los campesinos. Dos días después, en otro asentamiento un grupo de campesinos
atacó a una comitiva policial que iba a desalojarlos, matando a un oficial e
hiriendo a dos. Las organizaciones campesinas, MCNOC y FNC, negaron estar
relacionadas con esos hechos.
Petrona Talavera y la Conamuri
consiguieron que el 7 de junio se reabra el juicio por la muerte de Silvino.
Piden justicia, luchan contra la impunidad. Enfrente tienen poderosos enemigos.
El 85% de las semillas plantadas en Paraguay pertenecen a Monsanto. “Sus
representantes se reunieron con los sojeros, a quienes les obligaron a pagar 20
dólares por cada tonelada exportada por concepto de derechos intelectuales, un
monto que sobrepasa en gran medida el 4 por ciento de impuestos que los sojeros
ahora se niegan a pagar al Estado paraguayo” (4).
Sin embargo, ese Estado despreciado
por los grandes hacendados, sigue siendo su fiel aliado. El 30 de septiembre,
pasado el presidente Duarte Frutos recorrió siete asentamientos de campesinos
sin tierra en el departamento de San Pedro, una de las zonas más conflictivas
del país. Les dijo que debían dejar de invadir tierras porque de lo contrario
sufrirían las consecuencias: “Va a venir alguien a violar a sus mujeres e hijas
y tendrán que callarse. Les darán de beber de su mismo remedio, la violencia”
(5).
Petrona, como tantas
otras mujeres campesinas, conoce la realidad de su país, inscrita con dolor en
su cuerpo, en las lágrimas que siguen llorando a Silvino. La gran mancha de
aceite que arrasa todo a su paso, como algunos paraguayos definen la soja, puede
estar perdiendo su impunidad.
1) Rosalía Ciciolli, "El arsenal
agrícola bombardea otra vez", en Rel Uita, 22 de diciembre de 2003.
2) Tomás Palau, "Capitalismo agrario y expulsión
campesina”, Ceidra, Asunción, 2004, p. 25.
3) Idem, p.
56.
4) Rosalía Ciciolli, "Impuesto a la exportación de
soja. La resistencia de los privilegiados”, Rel Uita, 18 de noviembre de 2004.
5) Revista OSAL No. 15, diciembre de 2004, p.
145.