Después de la Dictadura. Veinte años de
neoliberalismo y democracia formal en Argentina.

Jorge Osvaldo Morina
(División Geografía-UNLu/CeHu)
Resumen:
En esta ponencia se realiza
un análisis explicativo-interpretativo de las políticas públicas y privadas
aplicadas en Argentina entre 1983 y 2002, en materia económica. Previamente, se
presenta una escueta síntesis de la situación instalada en el país durante la
dictadura 1976-1983. En otras
palabras, se estudia la adaptación de la formación social nacional a la
contrarreforma neoliberal de escala internacional. Se considera que,
endeudamiento externo, reestructuración productiva, redefinición del Estado y
distribución del ingreso, constituyen conceptos esenciales para comprender las
transformaciones impuestas desde 1976, consolidadas desde 1983 y profundizadas a
partir de 1989. El proceso de destrucción se agudiza en el inicio del siglo XXI,
antes y después de la salida de la convertibilidad, con cada reformulación de
las relaciones capital-trabajo.
Después de la Dictadura. Veinte años de
neoliberalismo y democracia formal en Argentina.
Morina, Jorge Osvaldo
I. Breves consideraciones
introductorias.
La realidad
socio-territorial argentina actual es, en gran medida, producto de la particular
forma de acomodamiento de los grupos hegemónicos locales que, a través de
distintas etapas históricas, han logrado subalternizar a vastos sectores
populares en función de modelos de dominación liderados desde los “países
centrales”. Consideramos vigente la lectura que hacía R. Puiggrós cuando
señalaba que las causas externas intervienen en los cambios sociales por
intermedio de las causas internas (Puiggrós, 1974).
El discurso y el accionar
consecuente padecido en Argentina desde
la mitad de los años setenta se amparan en el neoliberalismo y, por lo tanto, debe
entenderse a éste como un sistema de poder que crece y se consolida por
determinadas medidas estatales y no sólo por principios de mercado. Como el
libre mercado, el neoliberalismo es enemigo de la democracia, concentrando el
poder en el ejecutivo y en personas no elegidas, muchas veces de países e
instituciones extranjeras (Petras y Vieux, 1995). Sobre su aplicación en América
Latina agregan: “La política neoliberal tiene una dinámica cíclica que impide la
consecución tanto de la estabilidad política como de un crecimiento económico
sostenido. Con el tiempo, la herencia institucional que conserva de las
dictaduras, así como sus propias tradiciones políticas características y los
métodos por los que impone su dominio, minan la estabilidad política. Al mismo
tiempo, la continuidad en la aplicación del programa económico –la expansión de
la pobreza y la agudización de las desigualdades- contribuye a la
desestabilización política y alienta la oposición popular al modelo” (Petras;
Vieux, 1995: 75-76).
Los intentos por imponer un
régimen de acumulación de marcada concentración y extranjerización de la
economía, con fuerte regresividad en la distribución de los ingresos, habían
sido resistidos por importantes movimientos sociales rurales y urbanos, junto a
la CGT de los Argentinos, al finalizar los años sesenta. Las disputas arreciaron
desde 1973, quedando claro que el modelo de injusticia social y endeudamiento
externo que se pretendía instalar, sólo podría consumarse a través de un
planificado genocidio organizado por autores intelectuales internos y externos
que desde entonces hasta hoy ocupan el centro de la escena, y ejecutado por las
Fuerzas Armadas y de Seguridad.
La última dictadura del
siglo XX se propuso explícitamente “refundar” el país. Entre sus objetivos (a la
postre cambios resultantes) estuvieron la alteración de la estructura
productiva, de la estructura de clases, de los liderazgos y de las alianzas que
habían sustentado niveles ampliados de participación política y económica y de
movilidad social ascendente. Se promovió un nuevo proyecto dominante, pasando de
una economía productiva hacia una especulativa, trasladando el eje de la
economía del sector industrial al financiero, conmoviendo la estructura de
relaciones intersectoriales característica de la industrialización sustitutiva
(Basualdo, 2001).
Las reformas del período
1976-1983 redujeron la autonomía relativa del Estado, lo desvincularon de las
tareas de asignación de recursos y de distribución de ingresos propias del
Estado de bienestar, y lo orientaron hacia el reforzamiento de la centralización
del capital y la concentración del capital y del ingreso. La liberalización
comercial y financiera y el endeudamiento externo promovieron la transferencia
de recursos hacia determinadas fracciones del capital, consagrando un nuevo
patrón de acumulación y un bloque de poder con capacidad de orientar un proyecto
de país en un marco de inserción internacional
ultradependiente.
Entre las variables que
definen las tendencias de la etapa podemos consignar: la caída del PBI, el
fuerte proceso inflacionario medido por los precios al consumidor, la drástica
reducción de la participación asalariada en el ingreso y el descenso de los
salarios reales.
Decenas de miles de detenciones, asesinatos, torturas, desapariciones, fueron
implementadas por el gobierno de facto para minar la resistencia a la imposición
del nuevo régimen social de acumulación. Esta violenta imposición implicó una
compulsiva transferencia de ingresos desde los asalariados hacia la cúpula
empresarial más concentrada. Sólo entre 1976-1980 esa transferencia alcanzó los
U$S 52.000 millones.
En los siguientes apartados
se analizan políticas aplicadas o permitidas por el Estado, desde la
restauración de las instituciones de la democracia formal hasta la finalización
del año 2002, más algunas de sus dramáticas consecuencias. Estas, pueden
denominarse objetivos alcanzados, desde la óptica de quienes han conducido los
“destinos” del país con la intención de continuar la obra siniestra de la
dictadura.
II. El período
1983-1989.
Cuando la funcionalidad de
las dictaduras de América Latina tiende a su agotamiento, desde la mirada de sus
propios impulsores externos e internos, van regresando los gobiernos
constitucionales. Mientras los militares retornan a sus cuarteles (manteniendo
en ciertos casos una fuerte presencia), los conglomerados empresarios que los
financiaron y sustentaron toman el centro de la escena, a cara descubierta
(Morina; Velázquez, 2001). Con ellos, se afianza el discurso y la difusión de
las ideas de ciertas “fundaciones” de notoria contribución a la destrucción
nacional. Es el caso de la Fundación Mediterránea, instalada en Córdoba en 1977
bajo la dirección de D. F. Cavallo, de la Fundación de Investigaciones
Económicas Latinoamericanas (FIEL), creada en 1964, o del CEMA, aparecido en
1979 (Basualdo, 2001).
Los acreedores externos y el
capital concentrado interno (conformado desde entonces por los conglomerados
extranjeros y los grupos económicos locales) pasan a controlar el proceso
económico con base en la sobreexplotación de los trabajadores y una fuerte
subordinación del Estado a sus intereses. “El proceso de acumulación que lideran
se sustenta en la valorización financiera y, por lo tanto, ya no está
condicionado por el consumo de los sectores populares ni las fronteras
nacionales, impulsando la disolución del capital industrial local que establecía
alianzas de diversa índole con los asalariados en la búsqueda de lograr el
desarrollo industrial” (Basualdo, 2001: 39).
En diciembre de 1983
comienza una nueva etapa de la democracia formal, con el gobierno de la U.C.R.,
encabezado por Alfonsín. El diagnóstico predominante en el partido en el
gobierno reconocía las enormes restricciones derivadas del endeudamiento
externo, pero los discursos y documentos oficiales parecían ignorar los
profundos cambios estructurales impuestos a partir del genocidio.
La primera gestión económica
del gobierno radical intentó compatibilizar expansión de las actividades con
redistribución del ingreso, sin afectar las nuevas condiciones estructurales que
sustentaban la centralización del capital. Se aspiraba a una renegociación con
los organismos internacionales y
los acreedores externos que permitiera reducir los pagos por intereses, mientras
en el frente interno se creía (o se decía creer) poder controlar la inflación y
redefinir el poder sindical. Estos objetivos declarados no se alcanzaron y se
siguió afrontando los servicios de la deuda externa, en buena medida con divisas
obtenidas de las exportaciones agropecuarias pampeanas. Pero el proceso
expansivo de este sector se extendió hasta la campaña 1984-1985, recuperándose
recién en 1988. La inflación, que había superado el 400 % en 1983, se acercó al
700 % en 1984 y apuntaba a rebasar el 1000 % en 1985.
En aquel contexto, se puso
en marcha un plan de ajuste denominado “Austral”, que desplazó a la
redistribución del ingreso como objetivo central y jerarquizó el pago de la
deuda externa, la estabilización y una salida exportadora que revitalizara la
formación de capital. Esta fue mucho menor a la proyectada y uno de los factores
del agotamiento del plan, poniendo de manifiesto la imposibilidad de
materializar un planteo exportador cuando la economía se centra en la
valorización financiera. Esta valorización se contrapone tanto con la producción
exportadora como con aquella destinada al mercado interno (Basualdo,
1992).
Algunos rasgos salientes del
“Plan Austral” fueron: congelamiento de precios de bienes y servicios, vigentes
al 13 de junio de 1985; congelamiento de salarios; establecimiento de un nuevo
signo monetario.
Algunos anexos se orientaban a: la reactivación económica; pagos externos;
aumento de la recaudación fiscal y reducción del gasto público. Sencillos de
plantear y difíciles de concretar, estos objetivos mostraban algunas aristas muy
contradictorias.
Las producciones regionales
extrapampeanas, que sufrían la recesión antes del “Austral”, se estancaron más
aún, con una política dirigida al ajuste del consumo interno y mejorando la
situación de los bienes exportables, independientemente de los efectos logrados.
Esto fue más grave en estratos de pequeños productores de distintas regiones, en
su mayoría volcados al mercado interno.
La relación entre
funcionarios y otros personajes del partido en el gobierno, con los referentes y
propietarios de grupos económicos locales y algunos conglomerados extranjeros,
fue adquiriendo gran trascendencia económica. Estas vinculaciones hicieron
posible que ese tipo de capitalistas resultaran privilegiados, manteniendo
ventajas logradas durande la dictadura (promoción industrial, transferencia de
su deuda externa al Estado, compras del Estado, etc.), y sumando otras asociadas
a la nueva etapa (diversos incentivos a las exportaciones, avales estatales,
etc.) (Basualdo, 2001).
Desde 1987, los diagnósticos
oficiales cambian notoriamente, en consonancia con las recomendaciones de los
organismos “multilaterales”. La propuesta gubernamental consistía en
reestructurar el Estado, especialmente mediante la privatización de las empresas
públicas, y dinamizar una nueva apertura importadora. Estas ideas tenían fuertes
“coincidencias” con los acreedores externos, fracción del bloque dominante que
se consideraba postergada y sugería “reformas estructurales”. Al comenzar 1988,
el gobierno presenta un plan de privatizaciones que es rechazado en el Congreso
Nacional por la oposición peronista.
La suspensión del pago de
intereses de la deuda externa, en mayo de 1988 (se reanudaron en 1990), incomodó
a los acreedores externos y, desde la presidencia de EEUU, el FMI y el Banco
Mundial, se restó apoyo al gobierno de la UCR, estrechándose los contactos con
los representantes y/o miembros del bloque dominante, para renegociar las pautas
de distribución de excedentes entre grupos económicos y acreedores externos. Una
nueva reestructuración de las relaciones capital-trabajo, constituyó la “idea
fuerza” para concurrir al objetivo de profundizar el modelo de injusticia
social.
Los conglomerados
empresarios que durante la dictadura agigantaron su poder sobre la base de pesados eslabones de
una larga cadena de prebendas, no estaban dispuestos a resignarlo. Así, en
connivencia con el Partido Justicialista, la banca acreedora y los organismos
multilaterales de control y financiamiento, impulsaron desde comienzos de 1989,
una más profunda transnacionalización, basada en la explotación intensiva de los
“recursos naturales” (encabezados por el agro y los hidrocarburos). A la
industria oligopólica se le asignó el papel de sumarse al proceso de
privatización y acentuar su orientación hacia mercados externos. En ese esquema,
la población interna fue relegada al rol de consumidora marginal y reserva
laboral barata.
Los bancos extranjeros
inician la “corrida” bancaria de febrero de 1989, desatando la crisis
hiperinflacionaria. Se trató de una crisis atípica, mucho más allá de la pugna
distributiva característica de la etapa de sustitución de importaciones. Si bien
expresó la pugna dentro de los sectores dominantes del patrón de acumulación,
resultó evidente que un nuevo punto de equilibrio entre el capital concentrado
interno y los acreedores externos, exigía no sólo redefinir el carácter del
Estado sino también la distribución del ingreso, y más aún, la relación
capital-trabajo. Se comienza a instalar un nuevo y acentuado disciplinamiento
del conjunto social y del sistema político (Basualdo,
2001).
La medición de la pobreza
por ingresos de la EPH, en la onda de octubre de 1989, a cuatro meses de la
asunción de Menem, mostraba los efectos de la persistencia de la hiperinflación.
En Capital y Gran Buenos Aires, se registró un 38,3 % de hogares pobres,
abarcando al 47,4 % de las personas (Ministerio de Economía y Obras y Servicios
Públicos, 1997: 62).
Para finalizar este
apartado, puede decirse que algunos indicadores del primer período
constitucional posterior a la dictadura (completado por el PJ desde el
08/07/89), confirman el desaliento de infundadas ilusiones y la regresividad .
III. Otra década infame:
1989-1999.
En julio de 1989 asumió el
gobierno de Menem, para aplicar el proyecto antes mencionado. El proceso
inflacionario trató de enfrentarse con sucesivos planes de estabilización (Bunge
y Born, Bonex, Erman I, etc.), incluyendo políticas de ajuste cada vez más
severas y antipopulares. La continuidad de una fuerte inflación, con picos
importantes a comienzos de 1990 y de 1991, y las dificultades para conformar a
las distintas fracciones del bloque dominante, fueron determinando tantos
fracasos como planes se aplicaron. Desde los primeros meses de gobierno se
impuso la legislación de emergencia que posibilitó al Poder Ejecutivo operar
libremente en la transformación del Estado (ley de Reforma del Estado),
iniciándose la venta de los activos estatales.
En abril de 1991, con D. F.
Cavallo en el Ministerio de Economía, se aplicó el plan de convertibilidad.
Entre otras características incluyó: anclaje nominal de la tasa de cambio;
liberalización del comercio exterior; libertad de precios; desindexación de
salarios; políticas presupuestaria y monetaria restrictivas. Esta forma de
continuar con el ajuste estructural, obedecía a una articulación cada vez más
subordinada a las decisiones de los acreedores externos y sus socios
“nacionales”. Años después de su puesta en marcha, el “plan” mostraba algunas consecuencias nefastas:
reactivación sectorial desigual e inarmónica,
desempleo creciente
y fuertes cambios en la tendencia de la balanza comercial .
Conviene expresar que la
evolución del desempleo fue un objetivo alcanzado por el proyecto capitalista.
Dicho de otro modo, estuvo indisolublemente asociada con el plan de
convertibilidad. La citada triplicación de la tasa entre 1991 y 1995 no puede
atribuirse a causas exógenas al modelo, sino que solamente puede comprenderse y
explicarse como resultado inseparable de éste, principalmente por las siguientes
cuestiones:
a)
La “Reforma del Estado” no
incluyó el menor interés oficial ni de los grupos empresarios favorecidos, por
la reinserción de la masa laboral despedida o retirada;
b)
La apertura externa
esencialmente importadora;
c)
Tasas cada vez más altas
para los créditos, imposibilitando el financiamiento de las PyMES.
Buscando la eufemística
categoría de “mercado emergente”, se concretaron reformas de mercado (apertura,
desregulación) y reestructuraciones del Estado (privatizaciones,
“racionalización”, “equilibrio” de las cuentas públicas), entre otras exigencias
de los capitales internacionales.
Por un lado, el Decreto
2284/91, de desregulación de las actividades económicas, incluyó capítulos
específicos destinados a diversos circuitos productivos característicos de áreas
extrapampeanas, como así también, a producciones de presencia esencialmente
pampeana. Se dispuso entonces, la reestructuración o disolución de entes
reguladores que históricamente habían ejercido controles sobre esas
actividades.
La desaparición o limitación
en las funciones de esos entes, institucionalizó “la entrega de los mercados
regionales a los monopolios intermediarios, abandonándose definitivamente su
regulación social. Liberar la producción de cultivos intensivos y eliminar los
entes reguladores, es colocar a los productores anarquizados frente a
compradores concentrados con capacidad financiera para imponer sus precios. No
sólo se favorece la caída de esos precios sino que se entregan mercados
agropecuarios a consorcios empresariales, con efectos desestructurantes en las
economías regionales” (Lozano; Feletti, 1996: 10).
El gobierno nacional,
proclive al cotidiano ejercicio de un discurso plagado de cinismo y descaro (una
de las características comunes con los equipos de gobierno que lo sucedieron
hasta el corriente año de 2003), llegó a sustentar el mencionado decreto
haciendo referencia al “costo argentino” y a la promoción de la “justicia
social”. En los hechos, los agentes de mayor poder ampliaron sus grados de
libertad, al tiempo que numerosos productores perdían sus tierras y miles de
asalariados rurales y urbanos eran despedidos o
suspendidos.
El programa de desregulación
toma un rol protagónico en las políticas de corto y largo plazo, denotando
profundas asimetrías en torno a las áreas y sectores involucrados. En sentido
contrario al discurso oficial, transfiere a las empresas más concentradas la
capacidad de regular el funcionamiento de los mercados, como en el caso del
petróleo, la siderurgia, la provisión de servicios públicos, etc. (Mancebo,
1998).
Otro eje de la política
económica con graves consecuencias sociales fue la privatización,
reestructuración o cierre de empresas estatales productoras de bienes o
servicios. El objetivo declarado de
las privatizaciones era compensar desequilibrios fiscales y reducir la deuda
externa. Sin embargo, implicaron un nuevo ciclo de endeudamiento externo
liderado por el capital concentrado privado y una profundización de la
concentración y centralización económica de los grupos conformados y/o
consolidados durante la dictadura (1976/83), que entraron al proceso de
privatización asociados con subsidiarias extranjeras en un marco regulatorio
casi inexistente. Esta modalidad de entrega del patrimonio social acumulado a
través de muchas décadas y el esfuerzo de varias generaciones, tuvo el objetivo no declarado de otorgar a los
beneficiarios todas las condiciones necesarias para la obtención de verdaderas
rentas de privilegio.
Ya en 1994, es decir un
lustro después del inicio del gobierno de Menem, casi el 40% de las utilidades
totales de las 20 firmas con mayor masa de utilidad se obtuvo en sectores
monopólicos o duopólicos de servicios públicos privatizados. Otro 45% se obtuvo
en actividades oligopólicas de explotación de recursos naturales no renovables
(gas y petróleo) (Gaggero, 1995). En 1995, tomando las 200 empresas más grandes
del país en cuanto a facturación, las de servicios públicos privatizados
representaban el 19% de ese total, con 22,7% de las ventas y 38,2% de la masa de
ganancias. Para ellas, la rentabilidad era de 10,4%, casi cinco veces más que la
tasa promedio de la industria. El sector petrolero, con el 7,5% de las 200
firmas, tuvo el 12,9% de las ventas y el 30,5% de la masa de ganancias. Se
verifica que la llamada “élite económica” obtiene sus rentas de los privilegios
concedidos por el Estado en mercados no expuestos a la competencia (Azpiazu,
1997).
Esa tendencia se profundiza
en 1997: 24 empresas privatizadas y 36 asociadas a la privatización, dentro de
las mayores 200 del país, registran un 38,8% (36.771,1 millones de pesos) de las
ventas y el 89,6% (3.959,2 millones de pesos) de las utilidades. Las restantes
140, no asociadas a la privatización, explican un 61,2% (58.070,2 millones de
pesos) de las ventas y el 10,4% (460,9 millones) de las utilidades (FLACSO,
1998). Recordemos que eran tiempos del “uno a uno”.
El proceso de privatización
provocó también una importante expulsión de mano de obra en las empresas
estatales y en la administración pública. Las empresas del Estado (petrolera,
acerías, servicios públicos, etc.) constituian en muchos asentamientos urbanos,
la única alternativa de inserción laboral para su población activa.
¿Cómo no explicarse las razones de las manifestaciones populares o estallidos
sociales que han llegado a
representar verdaderas “puebladas”?.
“[...] La población, por medio de cortes de ruta, revueltas populares, expresa
su descontento y oposición a la política económica de ajuste [...] Se opone a
los despidos masivos, a las reducciones de sueldos, a la caída del consumo; a la
quiebra de pequeñas y medianas empresas y comercios ligados a las actividades
centrales; al cobro de mayores tasas por parte de las empresas de servicios
privatizadas; a los gobiernos provinciales clientelísticos y corruptos,
asociados con los intereses de los grupos hegemónicos locales (las
privatizaciones son una fuente privilegiada de generación de recursos ilegales
para tergiversar las decisiones a partir del soborno)” (Manzanal, 2000:
441).
En el caso específico de los
ramales ferroviarios, su privatización o desmantelamiento, trajo aparejadas
consecuencias desestructurantes para vastas áreas y buena parte de sus
poblaciones. Las funciones sociales, o el transporte de cargas de pequeños
productores no se tuvieron en cuenta. Los ramales considerados rentables
quedaron bajo el control de sus principales usuarios, consagrando verdaderos
monopolios privados. Es el caso de las ex líneas Roca y Mitre. Por su parte, los
concesionarios de los trenes urbanos de pasajeros trabajaron sin riesgo
empresario, con ganancias garantizadas por subsidios estatales (en 1998, $ 300
millones).
Otro rasgo fundamental del
plan económico denominado “convertibilidad”, fue la apertura esencialmente
importadora. El grado de apertura de la economía (Exportaciones +
Importaciones/PBI) fue de aproximadamente 19,2% en 1996, sólo tres puntos más
que en 1973, todavía durante la industrialización sustitutiva, a pesar de las
liberalizaciones comerciales de 1976-1983 y desde 1989 en adelante. La relación
exportaciones/ PBI casi no ha variado, siendo de 9,6% en 1973 y de 9,8% en 1996.
Esto es que, el crecimiento de la apertura se explica por el aumento de las
importaciones. Asistimos en la década de 1990, a la continuación de la política
comercial externa de la dictadura, acelerada y asimétrica, pero mucho más
profunda. Su intensidad se conjugó con la apreciación cambiaria y con fuertes
desigualdades entre sectores protegidos y no protegidos
(Mancebo,1998).
En suma, la apertura
externa, la desregulación interna y el fuerte apoyo del Estado a los capitales concentrados
y su retirada de funciones trascendentes (diluyendo el efecto de integración
geoeconómica que producía el sector público en energía y transportes),
impulsaron un perfil productivo social y territorialmente
excluyente.
El continuo crecimiento de
la deuda externa mantiene una relación directa con el deterioro de las
condiciones de vida de millones de argentinos.
En otras palabras, el endeudamiento externo esteriliza la riqueza generada
internamente pues se trata de cargarlo en las espaldas de la mayoría de la
población a través de una menor inversión pública en servicios básicos, escasa
disponibilidad de recursos para la generación de empleo, caída del nivel de
remuneraciones y propuestas de recaudación impositiva absolutamente
inequitativas.
La distribución del ingreso
se tornó cada vez más regresiva en la Argentina. El 20% superior (deciles 9 y
10) acaparaba en 1998 el 53% de los ingresos; en 1975 se quedaba con el 41%. En
el otro extremo, el 20% de menores ingresos (deciles 1 y 2) obtenía el 4,3% en
1998, contra 7,2% en 1975. El seguimiento de la serie para más de 20 años
permite advertir que el decil 9 muestra cierta estabilidad relativa, alrededor
del 16%, mientras el decil 10, con un 24% en 1975, superó el 34% en 1991 y rondó
el 37% en 1998 (INDEC, 1998).
Utilizando también datos
oficiales se advierte la extensión de la pobreza. El INDEC consideraba pobres
(en 1998) a los hogares con ingresos inferiores a $ 480 e indigentes a los
hogares que percibían menos de $ 240. En Capital Federal y Gran Buenos Aires, el
número de pobres ha pasado de 2,3 millones en el comienzo de la convertibilidad
a 3,1 millones en octubre de 1998. La indigencia alcanzaba a 327.000 personas en
1991 y a 813.000 en 1998. El nivel de pobreza a fin de siglo sextuplicaba el de 1974
(3,2%) y duplicaba el de 1980. Sólo era menor al registrado durante el pico
inflacionario de 1989.
IV. Continuidad de las
políticas neoliberales: diciembre de 1999-2002
inclusive.
Ante un
modelo de acumulación deteriorado en el consenso social, con expresiones
crecientes de resistencia popular, la élite dominante presentó una variante
política para su relanzamiento. Este fue el sentido fundamental de la llegada al
gobierno nacional de la Alianza entre la UCR y el Frepaso. Dicha fuerza política
asumió el 10/12/99 con objetivos bien definidos:
a)
Tomar posiciones de indudable sumisión a
los grupos económicos de capital concentrado, nacionales o extranjeros, y a los
acreedores externos encabezados por los organismos internacionales que los
representan;
b)
Desconocer las justificadas demandas
sociales de los millones de habitantes que fueron marginados por las genuflexas
políticas neoliberales;
c)
Apelar abiertamente a la represión
cuando las dimensiones de las protestas hicieran imposible ignorarlas.
Al gobierno
de la Alianza le resultaron suficientes unos pocos meses para: profundizar uno
de los regímenes tributarios más injustos y regresivos del planeta; avalar y
ampliar el remate del patrimonio nacional practicado en años previos;
presentar y aprobar en complicidad con fuerzas políticas similares, una nueva
reforma laboral, aplaudida por grandes empresas y repudiada por los
trabajadores; reducir los salarios estatales apelando a un decreto de “necesidad
y urgencia” (luego refrendado en el Congreso) y desacatando los fallos de
numerosos jueces; mantener la reducción de los aportes patronales de bancos,
hipermercados y empresas privatizadas; seguir subsidiando a concesionarios de
peajes, ferrocarriles y operadores fluviales, entre otras medidas.
En suma, se
continuó la ortodoxia del ajuste y la reestructuración regresiva en materia
previsional, educativa, sanitaria y laboral. La crisis expresa de ese camino
devino, en febrero de 2001, en la renuncia del ministro de Economía J. L.
Machinea (Gambina, 2002). Este ministro dedicó los dos últimos meses del año
2000 a gestionar un paquete de créditos externos e internos que suprimieran la
necesidad de salir al mercado financiero a pedir dinero cada semana a la tasa
que allí se fijara. Esas demandas sumaban 10.000 millones de dólares de
intereses más 12.000 millones de vencimientos de capital de la deuda externa
(aunque este rubro no se incluyera en el déficit pues se daba por descontado que se
refinanciaría con nuevos créditos).
“El paquete
anunciado en diciembre era una combinación de créditos obtenidos en el FMI y el
Banco Mundial –sujetos por supuesto al cumplimiento de ciertos compromisos de
política económica- y créditos de bancos y otras instituciones financieras
locales –que tampoco estaban asegurados- que debían hacerse efectivos en 2001 y
2002. El monto total era de unos 40.000 millones de dólares y se lo denominó
“blindaje”, en una intensa operación publicitaria que pretendía mostrar que el
Tesoro no necesitaría recurrir al mercado voluntario de deuda por dos años”
(Schvarzer, 2002: 79). El respiro duró mucho menos de lo pensado, Machinea
abandonó su gestión y el presidente designó a un consumado fundamentalista del
ajuste y las políticas de “reforma estructural”, R. López Murphy. Este,
acompañado por sus colegas de FIEL, creyó poder disciplinar a la sociedad,
particularmente a los sectores populares, y anunció un plan centrado en la
afectación de los derechos sociales, tal como la educación. El clamor popular y
las movilizaciones de estudiantes y docentes junto a movimientos de desocupados
terminaron con ese funcionario. Esta situación devolvió al Ministerio de
Economía a D. F. Cavallo.
Cavallo
intentó ganar consenso con un discurso que se pretendía heterodoxo y
neokeynesiano, pero apuntaba, como siempre, a resolver el problema de las clases
dominantes: su capacidad para extraer plusvalor con consenso social, donde el
endeudamiento externo actúa como el condicionante principal (Gambina,
2002).
Durante un
par de meses, el esfuerzo oficial se volcó hacia el denominado “megacanje” de la
deuda. Organizado por iniciativa de un banco externo, creó y ofreció una serie
de títulos con plazos de vencimiento mayores a cinco años a cambio de otros
existentes que vencían en 2001 y 2002, para reducir los compromisos de pago en
este período y aliviar el continuo pedido de créditos. Esta operación, liderada
por el trío Cavallo-Mulford-Marx, refinanció vencimientos por 28.129 millones de
dólares, el 21 % del total del endeudamiento. Entre 2001 y 2005, los
vencimientos de amortizaciones e intereses se reducen en 17.635 millones de
dólares; entre 2006 y 2031 se incrementan en 65.096 millones de dólares. Esto
significa que aumentaron en gran medida los compromisos futuros (Lozano,
2001).
En ese
fenomenal negociado llamado “megacanje” se han cuadruplicado las tasas
existentes a nivel mundial. El acceso al canje de bonos se produjo luego de
haber pagado más de 50.000 millones en concepto de intereses entre 1993 y 2000,
y de haber aplicado todas las recetas aperturistas y privatizadoras que
supuestamente resolverían la crisis externa. En realidad, se pagó un precio muy
alto en términos de incremento del capital de deuda por un oxígeno muy escaso.
En otras palabras, se resolvía parcialmente el cuadro de iliquidez transitoria
manteniendo el cuadro de insolvencia estructural (Lozano, 2001).
Las
políticas gubernamentales, plenamente identificadas con el ajuste fiscal,
siguieron profundizando la recesión y la reestructuración regresiva, además de
seguir facilitando una enorme fuga de capitales de las empresas del capital
concentrado, tanto nacional como extranjero. En ese contexto, las elecciones
legislativas del 14/10/01, dieron testimonio de una notoria pérdida del consenso
pasivo de la alianza gobernante, y de un avance del disenso. Reflejo de ello fue
la suma de votos en blanco y nulos que superaron el 21 %. Sobre 257 diputados
nacionales, la alianza redujo su participación de 126 a sólo 90 legisladores.
Entre el 19 y 20 de diciembre de 2001 se llevaron a cabo numerosos crímenes
desde el aparato de Estado y finalizó anticipadamente la gestión lamentable de
aquel gobierno. En los últimos días del año se sucedieron varios presidentes
(entre ellos, A. Rodríguez Saa durante una semana), y finalmente la Asamblea
Legislativa designó a E. Duhalde, que permanecería en el cargo hasta el
25/05/03.
Si cuatro
años de depresión provocaron el derrumbe del salario y la masificación del
desempleo, la tarea del nuevo gobierno fue garantizar una fuerte devaluación
que, mientras mejoraba la capacidad exportadora de ciertos perfiles productivos
primarios, generó un enorme rebrote inflacionario y la extensión de la pobreza,
indigencia, y desnutrición infantil. En poco tiempo, la gestión del presidente
Duhalde logró establecer marcas siempre anheladas por el establishment y por la
clase dirigente que actúa a su servicio. Por oponerse a esas dramáticas
realidades, se ordenó la ejecución de militantes de organizaciones sociales de
base, como Darío Santillán y Maximiliano Kostecki, de la “Coordinadora Anibal
Verón”.
El hambre
comienza a molestar un poco cuando aparece como escándalo internacional, como en
la reunión de la FAO, en junio de 2002 en Roma, donde se confirmó que Argentina
era el quinto exportador de alimentos del mundo por su volumen, pero el primer
exportador mundial per cápita, produciendo
lo suficiente para alimentar 300 millones de personas, unas ocho veces la
población del país. En ese marco, el 10 % de nuestros habitantes padece
insuficiencia alimentaria, fenómeno que carece de justificación, pero se explica
por el capitalismo realmente existente que domina la sociedad argentina (Amico,
2002). En esa reunión, Argentina fue clasificado el peor caso del mundo por la
correlación entre producción de alimentos e inseguridad alimentaria. La enorme
mayoría de los más de dos millones de chicos que no alcanzan a saciar el hambre,
o de los más de 400.000 ya desnutridos son, a su vez, hijos de madres
desnutridas, frutos de una generación que hace tiempo que come poco y mal. Los
hambrientos que hace 20 años sobrevivieron al cataclismo social y político de la
dictadura, hoy están enterrando a sus hijos raquíticos.
Mientras se sucedían las muertes por desnutrición, los medios masivos de
comunicación controlados por la élite dominante hicieron referencia reiterada,
en el segundo semestre de 2002, a cierta estabilización de la crisis hablando de
“veranito”.
En los
primeros seis meses de 2002 el PBI cayó un 15 %, el descenso más abrupto en la
historia argentina. Entre enero y octubre la balanza comercial arrojó un
superávit de 13.826 millones de dólares, contra los 4.484 para igual período de
2001. La prosperidad de los capitales volcados al negocio exportador, tuvo como
contrapartida el desplome de la economía popular. El desempleo, que en octubre
de 2001 estaba en 19 %, llegó en octubre de 2002 al 23 %; el subempleo pasó del
16,3 % al 22 %. A pesar de estos datos, la dupla Duhalde-Lavagna siguió buscando
un generoso superávit fiscal a cualquier precio (especialmente la contención de
los salarios estatales que padecían la devaluación). No se les puede negar su
gran eficacia para realizar el “trabajo sucio” destinado a restaurar la lógica
del saqueo (pago de deuda, remisión de utilidades, fuga de capitales). Aún en
plena crisis (durante 2002) lograron pagar unos 4.300 millones de dólares a los
organismos multilaterales. Sin embargo, la deuda pública interna y externa
aumentó en 11.000 millones de dólares en el mismo año .
No podemos
ignorar, entonces, que el “éxito” de ese gobierno ilegítimo, consistió en
alcanzar cierta “estabilidad” y haber impuesto a las clases populares una
estructura de ingresos más desigual que la previa, sobre el hambre y la miseria
de millones de habitantes.
No está de
más señalar que, el proyecto de país impuesto desde 1976 y profundizado desde
1989, llevaría a una catástrofe social al comenzar el siglo XXI. En mayo de
2002, poco después del colapso de la convertibilidad, los hogares por debajo de
la línea de pobreza alcanzaron el 41,4 % del total urbano relevado por la EPH.
Las personas en esa condición llegaron al 53 %. Los pobres en todo el país se
estimaban en 18,5 millones. Dentro de esos totales la indigencia alcanzó el 18 %
en los hogares y el 24,8 % de las personas. Meses después, en octubre de 2002,
la pobreza abarcó al 45,7 % de los hogares y al 57,5 % de las personas en el
total de 31 aglomerados urbanos relevados (19.678.000 habitantes en la
proyección a todo el país). La indigencia, al 19,5 % de los hogares y al 27,5 %
de las personas (9.411.000 en la proyección nacional). Estos resultados incluyen
la percepción de ingresos por el Plan Jefas y Jefes de Hogar. Sin ellos, los
valores relativos y absolutos son más elevados, sobre todo en los hogares y
personas indigentes (INDEC, 2002). En esa medición de pobreza por ingresos se
tomaron los datos de setiembre y se estimó que para adquirir la canasta básica
total (para una familia tipo de cuatro miembros) se necesitaban $ 716,17. Para
la canasta básica alimentaria, que determina la línea de indigencia, se
requerían $ 324,06.
V. Reseña de claves
explicativas y conclusiones.
La
reestructuración abierta por la dictadura produjo un viraje económico muy
profundo: en un marco de apertura comercial y financiera externa, Argentina pasó
de un esquema centrado en la industrialización con destino dominante hacia el
mercado interno de demanda masiva, hacia otro que en un contexto de creciente
endeudamiento y fuerte desestructuración productiva, privilegió la valorización
financiera del capital y la transferencia de recursos al exterior. Aunque
funcionan estrechamente imbricadas, repasemos por separado algunas claves
explicativas:
- Endeudamiento
externo: la deuda externa es factor central de la reestructuración de la
economía argentina. La combinación del flujo de fondos externos con la
valorización financiera a nivel local, posibilitó que un grupo reducido de
grupos económicos locales y extranjeros avanzaran en el control del proceso
económico. Luego, en el marco del ajuste que caracterizó la década de 1980, se
consumó la estatización de la deuda externa privada. Se instalaron así dos
restricciones severas: a) adquirió carácter estructural el desequilibrio externo
de la economía argentina; b) se transformó en permanente la crisis fiscal,
haciendo cargo al Estado, es decir a la sociedad toda, del endeudamiento del
capital interno más concentrado.
Después de
las crisis hiperinflacionarias de 1989 y 1990, la regularización de pagos
externos que supuso el Plan Brady abrió las puertas a un nuevo ciclo de
endeudamiento del capital privado. Este proceso, junto al mecanismo de
capitalización de la deuda, se objetivó durante las privatizaciones permitiendo
que el endeudamiento externo se transforme en rector del remate de los activos
públicos desde 1990 en adelante. Además, el proceso de desestructuración, que
apertura mediante, se evidenció en el marco del Plan de Convertibilidad,
transformó este dispositivo de política económica en un mecanismo dirigido a
cancelar deuda vieja contrayendo deuda nueva, aumentando el peso de los pasivos
sobre la economía nacional.
- Reestructuración
productiva: los aspectos
salientes de este proceso han sido el estancamiento, la desindustrialización, la
concentración de la producción y la afirmación de un nuevo perfil productivo.
Acerca de este último, la década de 1980 mostró la creciente importancia de un
conjunto de bienes intermedios que conformaban la base principal de los grandes
grupos económicos. Durante la década de 1990, en términos de composición
sectorial, se advierte una mayor participación de la producción de alimentos y
la refinación de petróleo. Esto supone el ascenso de las producciones vinculadas
a ventajas comparativas naturales, explicando en parte, el alto nivel de
desempleo que se registra en Argentina.
- Distribución del
ingreso: en el contexto resumido en los puntos anteriores, se operó una
brutal caída de la participación de los sectores populares en el ingreso
nacional. Los cambios en la situación del empleo y en la evolución salarial
actúan como factores explicativos. Señalan también la pérdida de relevancia que
la demanda interna asociada al consumo asalariado tiene en el nuevo ciclo de
acumulación. El deterioro ocupacional fue acompañado e indujo la caída salarial.
Ambos fenómenos explican la evolución de la distribución funcional del ingreso
que consagra una monumental transferencia a favor del capital concentrado. Con
respecto a la distribución personal del ingreso la tendencia es notoriamente
regresiva. En lo alto de la pirámide, el decil X se queda con el grueso de la
transferencia, pues contiene entre sus integrantes a quienes la deciden,
planifican y ejecutan, desde la imposición del terrorismo de Estado hasta la
actualidad.
-Redefinición del
Estado: a partir de la dictadura, y sin demasiadas modificaciones después de
1983, los ingresos fiscales se concentraron sobre la masa salarial, mientras que
los gastos y transferencias tendieron a beneficiar y subsidiar el ciclo de
acumulación del capital interno más concentrado. El bloque de poder económico
local y los acreedores externos lograron privatizar en la práctica el
funcionamiento del Sector Público argentino. Después de 1987, con ingresos
decrecientes, que caen en sintonía con la masa salarial, no se pudo garantizar
la expansión de los grupos dominantes. Esto es, el Estado no podía pagar los
intereses de la deuda externa, los subsidios al sistema financiero, la deuda
interna, la promoción industrial y las sobreganancias de sus proveedores. Se
allana, quiebra fiscal de 1989 mediante, el camino a las privatizaciones, clave
de una nueva etapa que implicó transferir activos equivalentes al 8 % del PBI,
consolidando una mayor concentración y trasladando a un conjunto reducido de
capitales privados la definición de los precios relativos de la
economía.
El breve repaso de algunos
aspectos de las transformaciones iniciadas en los años de la sangrienta
dictadura instalada en 1976, pero sostenidas y profundizadas con el retorno de
las instituciones “democráticas” (y en especial desde 1989), permite sostener
que los intereses económicos internos y externos que consolidaron su poder a
partir del terrorismo de Estado, siguieron acrecentando su capacidad de
influencia hacia el final del siglo XX (y comienzos del XXI). El modelo de dominación que impera en
nuestro país se muestra peligrosamente incompatible con el desarrollo económico
y social y con supuestos de la democracia política (ejercicio pleno de la
participación en la definición de un proyecto de país, efectiva igualdad de las
personas ante la ley).
Desocupación elevada y
estructural, caída de los ingresos en la mayoría de la población combinada con
el enriquecimiento de las “selectas” minorías, expansión de la inseguridad
alimentaria, son consecuencias directas del imperialismo y la dependencia
expresados en el capitalismo criminal instalado en Argentina desde hace más de
un cuarto de siglo.
Ante el proceso de
injusticia social instalado a mediados de los años setenta (que hoy continúa),
han surgido propuestas alternativas. Algunas, diferentes entre sí, contemplan
nuevas formas de relación entre capitalistas, Estado y trabajadores (Hacia el
Plan Fénix, 2001; Hourest; Lozano, 2002). Para otros, es necesario terminar con
el sistema de poder neoliberal, “superar la situación periférica de la economía
nacional y su naturaleza social capitalista”, agregando que “la única vía para
actuar positiva y simultáneamente sobre estos tres frentes es la planificación,
basada en la gestión democrática y la propiedad colectiva de los principales
resortes de la economía” (Katz, 2002).
Entendemos que inclusive las
propuestas más moderadas, requerirán de una drástica modificación de las
relaciones de dominación impuestas desde hace más de un cuarto de siglo. Sólo
después serán posibles nuevas formas de acción política, jurídica, sindical,
económica y social.
VI.
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