Las evidencias del fracaso norteamericano en Irak son
contundentes. La tenaz resistencia que enfrentan los invasores les impide
controlar el territorio, adiestrar cipayos o infiltrar al enemigo. Los atentados
de cada día paralizan la economía e imposibilitan la administración estatal.
La caída de Sadam reanimó la vida política e incentivó la
acción popular porque el viejo régimen ya carecía de sustento social. Bush imaginó que este derrocamiento apuntalaría la ocupación, pero
se olvidó que la población nunca aspiró a sustituir a un dictador por otro. Por
eso el gobierno de fachada impuesto por la Casa Blanca se encuentra
completamente aislado. Los norteamericanos cavaron su propia fosa al destronar a
un tirano sin contar con algún reemplazo. Si implementan las elecciones libres
que han prometido sus agentes locales recibirán una virulenta paliza.
La persistente hostilidad popular fatiga a los marines, que no conocen el
oficio de policía, ni entienden porqué sufrieron tantas bajas en los últimos
meses. Los desconcierta que la guerra haya empezado cuándo Bush declaró la
victoria. La fantasía de afrontar el conflicto con mucha
tecnología y pocas tropas se está desmoronando. Los 150.000 efectivos que
desplegó el Pentágono son completamente insuficientes para contrarrestar las
emboscadas y el acoso guerrillero. Como en Afganistán los invasores se
guarecen en las ciudades y dependen de funcionarios anteriormente removidos o
líderes autónomos para sostener alguna autoridad.
La difundida comparación con Vietnam ilustra el resultado de la agresión.
Hasta el momento las bajas no son tan significativas (1000 caídos frente a
50.000 muertos en el Sudeste Asiático), pero se está generalizando la sensación
de derrota. Lo que atormenta al Pentágono es la perspectiva de repetir un escape
abrupto (Líbano en 1982) o una huida entre linchamientos (Somalia en 1995). El
atolladero iraquí resucita también el fantasma de dos grandes fracasos
imperialistas en el mundo árabe: la agonía de Argelia (1950-60) y la derrota del
Canal de Suez (1956).
Cualquier escenarios probable –retirada humillante, retirada
honorable o escalada sin fin- representa un duro revés para Estados Unidos. Pero
Bush o Kerry carecen de soluciones indoloras. No puede irse ni quedarse en Irak
sin afrontar las duras consecuencias de ambas alternativas. Si abandonan el
barco, la credibilidad militar norteamericana sufrirá un golpe severo y si optan
por la intervención creciente, el desastre final puede ser mayor. Por eso el
triunfalismo inicial se ha evaporado y el establishment discute alguna
salida del pantano iraquí.
UN PROTECTORADO INVIABLE.
Los reveses acumulados por Estados Unidos confirman que reducir a
Irak a un status colonial no es un proyecto viable. El país no está conformado
por una colección de tribus emergidas del Medioevo. Se forjó al calor de una
rebelión que expulsó a los británicos (1922) y que permitió la gestación de una
economía mediana. Irak llegó a contar con el mejor sistema educativo y sanitario
del mundo árabe.
La expectativa norteamericana de hallar una amplia capa de
funcionarios favorables al protectorado ha chocado con la realidad de un aparato
estatal moldeado en tradiciones nacionalistas. La burocracia local es mucho más
gravitante que la debilitada clase capitalista que los invasores esperaban
cooptar. El sector público iraquí no presenta la fisonomía colonial que Estados
Unidos encontraron al desembarcar en Vietnam. Por eso el puñado de exóticos
exilados que transportó la CIA nunca pudo asumir el manejo formal del estado.
Al cabo de un año de encarnizados enfrentamientos los invasores ya
saben también que Irak no es Palestina y que no es posible doblegar a la
resistencia mediante una guerra sucia. En el país no existe una masa de colonos
dispuestos a ejercer el terror sobre el resto de la población y por eso los
marines no pueden aplicar el modelo devastador que utiliza Israel en Gaza o
Cisjordania.
Bush intentó resucitar en Irak las formas más retrógradas de
colonialismo. Instauró un gobierno títere sin respetar ningún formalismo de la
autonomía y le otorgó poderes virreinales a un administrador carente de
intermediarios con la población. El Pentágono pretendió manejarse con sus propia
tropas y por eso disolvió el ejercito local antes de reconstituir una milicia
afín. Al convertir a 250.000 efectivos con gran experiencia militar en simples
desempleados nutrió rápidamente de cuadros y armamento a la resistencia.
Este modelo colonial Bush le ha impedido también improvisar una
alternativa de recambio. La reciente “transferencia de soberanía” consagra el
reemplazo de un gerente norteamericano por un empleado de la CIA. En realidad,
el cónsul Bremer le ha traspasado el poder al embajador Negroponte, que incluso
supervisa el montaje del juicio de Sadam. La CNN adapta a los horarios de sus
televidentes la escenografía de jueces, custodios y tribunales de esa farsa.
Pero el espectáculos falla porque el pueblo iraquí es ingrato y continúa
repudiando a los conquistadores.
Estados Unidos necesitaría capturar la adhesión de alguna minoría
para mantenerse en el país. Pero hasta ahora solo obtuvo la neutralidad parcial
de los Kurdos a cambio de cierta autonomía regional. En cambio, los chiitas y
sunitas han conformado un frente de resistencia en tiempo récord. El rechazo que
los ingleses generaron al cabo de tres años de intervención los norteamericanos
se lo han asegurado en pocos meses. En su delirio colonial Bremer prescindió de
cualquier sostén local. Por eso se distanció de los chiitas (atemorizado por su
padrinazgo iraní), confrontó con la minorías sunita (en la que se apoyaba Sadam)
y desalentó el independientismo kurdo (para no irritar al gobierno turco).
Es evidente que el ensayo de protectorado yanqui obedece al
apetitito petrolero del imperialismo. Los gerentes del combustible que rodean a
Bush esperaban controlar las reservas del subsuelo iraquí para independizar el
abastecimiento norteamericano de la provisión saudita en una etapa de previsible
incremento de la demanda de crudo.
Pero este objetivo expoliador nunca fue un secreto para los
iraquíes que conocen el estratégico valor de sus recursos. Por eso la
resistencia ataca incesantemente los oleoductos y socava el proyecto
imperialista de adaptar el ritmo de la extracción a las conveniencias
norteamericanas. Estas acciones han contribuido a la escalada alcista del precio
petróleo y al colapso de todos los negocios de la reconstrucción que apuntaban a
financiar la ocupación. Lo único que ha prosperado en Irak es la corrupción en
gran escala y la evaporación del dinero aportado por el Tesoro norteamericano.
Bajo el impacto de una gran sublevación que exige el retiro de las tropas
extranjeras y el control nacional del petróleo, el experimento colonial de Bush
está naufragando.
INADECUACIÓN DE MEDIOS Y FINES.
Estados Unidos ha perdido el hábito de administrar protectorados.
Aunque utilizó esta forma de dominación en el pasado (Centroamérica, Filipinas)
su hegemonía mundial se apoya en los mecanismos contemporáneos del imperialismo.
Privilegia el sometimiento económico y la asociación con las clases dominantes
del Tercer Mundo y mantiene un dispositivo militar planetario con escasas
posesiones territoriales. Las mercancías, los capitales y los gerentes
norteamericanos se despliegan por todo el mundo sin plantar bandera. Ni siquiera
el principal agente de Estados Unidos en Medio Oriente (Israel) actúa en nombre
de su mandante. Al contrario exhibe una imagen de independencia de su tutor.
Las corporaciones norteamericanas prescinden del diagrama
colonial porque están más globalizadas y diversificadas que sus antecesoras
británicas. Son también más autónomas de proveedores y mercados estrictamente
localizados. Además, las elites estadounidenses están entrenadas en la gestión
de empresas y no en la administración de territorios de ultramar y el Pentágono
no se ejercita en la guerra colonialista que se practicaba en la era
victoriana. La dominación económica
norteamericana de países políticamente autónomos se ajusta a un molde muy
distinto del patrón retrógrado de captura de territorios y saqueo de las
riquezas locales. En Irak Bush retomó el viejo esquema e incluso apostó a la
vertiente más belicosa de ese modelo (la cañoneras” de Disraeli frente a la
diplomacia de Gladstone).
Pero el sistema político norteamericano no es muy compatible con
aventuras coloniales. Cómo se apoya en una “ciudadanía débil” (escasa
participación popular, enorme manipulación mediática) y en la indiferencia
política externa (desconocimiento de lo sucede fuera del país) es vulnerable a
un conflicto prolongado. Esta limitación quedó atenuada por el atentado del 11
de septiembre, el resurgimiento del patrioterismo y los mitos de un “pueblo
elegido” para actuar como civilizador del mundo. Pero el síndrome legado por la
guerra de Vietnam no ha cicatrizado y por eso Bush debe adaptar sus proyectos
criminales a la volatilidad de la opinión pública.
Se ha demostrado que el uso oficial de la mentira es una bomba de
tiempo. Los engaños de Bush superan todo lo conocido para justificar alguna
guerra (armas de destrucción masiva inexistentes, predisposición del pueblo
iraquí favorable a la invasión, vinculación de Sadam con Al Qaeda). El
presidente ya no sabe a quién responsabilizar por los papelones que le pueden
costar la reelección.
Pero además la composición actual del ejercito
norteamericano tampoco se adapta a un largo conflicto en Irak y por eso el alto
mando no se decide entre el ataque, la negociación o la simple espera. Dirigen a
reclutas que carecen de profesionalismo ya que se alistaron por el sueldo, los
servicios sociales o la obtención de la nacionalidad. Muchos analistas estiman
que para intentar un triunfo el número de tropas invasoras debería multiplicare
por tres. Pero el personal disponible en Estados Unidos para actuar como carne
de cañón (desocupados, pobres, emigrantes, minorías raciales) no es tan
abundante y la restauración de la conscripción obligatoria podría desatar una
revuelta juvenil.
HEGEMONÍA CON DOMINACIÓN LIMITADA.
Estados Unidos interviene en todo el mundo pero no puede
usufructuar plenamente de ese poder. Lo que sucede en Irak es un ejemplo de esta
paradoja. La potencia hegemónica no logra ejercer plenamente su dominación.
El desmoronamiento de la coalición que forjó Bush para desafiar a
la “vieja Europa” es una evidencia de esta contradicción. Esa alianza quedó
sepultada con el fracaso del engaño mediático de Aznar. El retiro español de
Irak ha puesto en duda la presencia de distintos contingentes (El Salvador,
Honduras, Polonia), mientras que la impopularidad acosa a los presidentes
europeos que más persisten en la aventura colonial (Berlusconi y Blair).
Pero el fracaso iraquí también pone en serios aprietos toda la
estrategia del grupo neoconservador del Partido Republicano (W.Bristol, R.Kagan,
R.Kaplan) que promueve atropellos militares en gran escala. Este sector
interpretó erróneamente que el colapso de la URSS, el estancamiento económico de
Japón y la fragilidad militar europea brindaban al imperialismo estadounidense
carta blanca para actuar sin restricciones. Por eso alentaron el unilateralismo
(desconocimiento de los acuerdos ambientales de Kyoto, retiro del Tribunal Penal
Internacional, abandono de los tratados de control de armas) e intentaron
realizar en Irak una demostración de fuerza para atemorizar a los rivales.
Buscaron actualizar el modelo intimidatorio de Hiroshima y Nagasaki.
Pero la vuelta al multilateralismo que ahora ensaya Bush
ilustra que ese rumbo autosuficiente no es muy viable. La Casa Blanca bajó los
decibeles de la prepotencia, retornó al Consejo de Seguridad, negoció el apoyo
de Francia, Alemania y Rusia al nuevo gobierno de Allawi y busca comprometerlos
en la custodia militar compartida de este régimen. Kerry promueve más
abiertamente este curso.
El pantano iraquí confirma que Estados Unidos no puede atropellar
en todos las direcciones. Debe equilibrar amenazas con gestos conciliatorios.
Por eso la fantasía de Rumsfeld de ocupar Siria e Irán ha quedado tan congelada
como la intervención a Corea del Norte. Incluso para desplegar tropas en
pequeños países (Liberia, Haití) Estados Unidos busca aliados en Francia o
Latinoamérica. Si se confirma que el poder militar norteamericano no se extiende
al control político, las regresiones colonialistas no serán la tónica
predominante de los próximos atropellos.
La acción colonial choca también con un escollo estructural: la
creciente amalgama global del capital. El Pentágono siempre interviene a favor
de las corporaciones norteamericanas, pero estas compañías se ha mundializado y
sus negocios se han entrelazado con compañías europeas o asiáticas. Para actuar
junto a sus socios- rivales Estados Unidos necesita amedrentar a sus
competidores pero sin guerrear con ellos. Estas complejas relaciones distinguen
al imperialismo actual del prevaleciente hasta la mitad del siglo XX.
La concurrencia entre potencias por el dominio de la periferia
persiste y por eso el “imperio transnacional desterritorializado” es un concepto
que no se verifica en la realidad. Pero la competencia ya no se desenvuelve en
los viejos términos del choque diplomático-miliar. Este cambio se comprueba en
Irak, dónde Francia y Alemania no participaron de la aventura pero tampoco la
bloquearon. Ahora convalidan el nuevo gobierno de Allawi sin enviar tropas. Su
eventual presencia militar depende de la tajada que obtengan del botín petrolero
y del arreglo que alcancen con su oponente norteamericano en torno al pago de la
deuda externa iraquí.
La distribución futura de los costos y beneficios de la
invasión en Medio Oriente también presenta grandes implicancias financieras. De
los 82.000 millones de dólares gastados en la década pasada en la incursión del
Golfo, Estados Unidos solo aportó 9.000 millones de dólares. En cambio el
operativo actual ha sido integralmente solventado por el Tesoro norteamericano
mediante una erogación de 150.000 millones, que Bush pretende reforzar con otros
87.000 millones en un período de vertiginosa ampliación del déficit fiscal. El
efecto de este gasto es muy incierto porque la tecnología bélica informatizada
ha reducido el clásico impacto reactivante del keynesianismo militar. Ya no
genera la movilización de recursos y fuerza de trabajo que en el pasado
impulsaba la demanda efectiva.
El conflicto de Irak ilustra los cambios que caracterizan al
imperialismo del siglo XXI. Esta modalidad no es patrimonio de un sola
hiperpotencia, no prolonga las viejas confrontaciones interimperialistas y
tampoco expresa la conversión de la concurrencia tradicional en un capital
global desnacionalizado. Está en curso una combinación de estos tres rasgos en
un marco de creciente mundialización del capital, remodelación de las
estructuras estatales y polarización entre el centro y la periferia.
DISYUNTIVAS ANTIIMPERIALISTAS.
El sentimiento antinorteamericano se ha generalizado en todo el
mundo árabe. Los desconcertados imperialistas se preguntan “¿por qué nos odian
tanto?”, sin reconocer los efectos de sus propias acciones. Existe una grotesca
campaña de identificación mediática de los árabes con el terrorismo que supera
la anterior asimilación de los rusos con el diablo comunista. Los mensajes que
emite la Casa Blanca han erosionado incluso las viejas alianzas de la elite
estadounidense con jeques, reyes y dictadores del Medio Oriente.
Pero lo que más conmociona al mundo musulmán es el alineamiento de
la administración republicana con el terror genocida de Sharon. El ejército
israelí aplica la represión indiscriminada para abortar la formación de un
estado palestino e implantar una red de guettos amurallados en la mitad de
Cisjordania. Mediante el asesinato de dirigentes y la brutalidad sin límite, los
sionistas promueven una nueva oleada de colonización y refugiados. Esta
humillación ha convertido a la cuestión palestina en la causa nacional de todos
los árabes. Observar como la ONU forzó el desarme de Irak mientras encubre el
inmenso arsenal nuclear de Israel potencia este resentimiento generalizado
contra Occidente.
El canal actual de esta reacción antiimperialista son las
organizaciones religiosas fundamentalistas. Este liderazgo clerical es
ampliamente visible y se extiende en desmedro del nacionalismo laico que
prevaleció hasta los años 80. El mismo desplazamiento afecta a la izquierda de
toda la región.
El integrismo islámico incluye corrientes radicales, pero el
fervor popular acompaña a clérigos reaccionarios del estilo talibán, Komeini o
Bin Laden. El reclutamiento que realiza Al Qaeda -inicialmente patrocinado por
la CIA y financiado por sectores de esa dinastía saudita- es un ejemplo de esta
influencia. La cruzada que esta red promueve no discrimina entre pueblos y
gobernantes, ni entre oprimidos u opresores. Desata el terror contra la
población civil de cualquier ciudad a fin de exportar el sufrimiento de las
masas árabes a todo el mundo. Los efectos políticos de sus atentados son
devastadores, porque avivan el antagonismo entre etnias, pueblos y religiones
que el imperialismo propicia para dominar dividiendo. El recrudecimiento de este
islamismo reaccionario alimenta a su vez la islamofobia y el racismo antiárabe
en Occidente.
Presentar esta confrontación como un conflicto entre
civilizaciones es completamente absurdo, porque la sangría en curso opone a dos
adversarios igualmente hostiles a cualquier progreso de la sociedad humana. Lo
que enluta actualmente a todas las víctimas del terror no es una pugna entre
culturas, sino un choque entre dos formas de la barbarie.
El desarrollo de un movimiento internacional de protesta contra la
guerra constituye el principal contrapeso frente a este nefasto antagonismo. Las
manifestaciones antibélicas continúan gravitando, aunque sin mantener el nivel
de masividad inicial. Un gobierno agresor ya sufrió el efecto de estas
movilizaciones (Aznar) y otros dos sobreviven en la cornisa (Berlusconi y
Blair).
La credibilidad del operativo imperialista está dañada en todo el
mundo. La difusión de los maltratos en la prisión de Abu Ghraib ha conmocionado
a grandes segmentos de la población norteamericana. Se ha vuelto muy difícil
explicar porqué los “liberadores” torturan a los prisioneros con los mismos
métodos de Sadam. Las sádicas fotografías que recorrieron el planeta ilustran el
grado de impunidad descontrolada que acompaña la terciarización de la guerra y
todavía se desconoce lo que ocurre en Guantánamo o en las cárceles secretas que
maneja la CIA en varios países.
El rechazo mundial contra la ocupación ha restringido el margen de
acción del Pentágono. No pudieron repetir en Falluja el bombardeo en masa que
practicaba en Vietnam del Norte y debieron disimular los cadáveres sembrados en
el reciente asalto a Najaf.. Una sucesión de masacres descaradas conduciría a la
Casa Blanca a perder la batalla de imágenes que ninguna cadena norteamericanas
ha logrado remontar.
Pero el enfrentamiento no se dirime en las pantallas sino en las
ciudades y suburbios de Irak. Si esta resistencia empalma con la protesta
internacional los oprimidos del mundo comenzarán a reencontrarse en toda su
diversidad de etnias, creencias y religiones.
14-8-04.
Notas