Estados Unidos y Marruecos firmaron el mes pasado
un acuerdo bilateral de libre comercio. El gobierno Bush no ha dejado de
alardear de que dicho tratado ejemplifica la manera como su política económica
permite construir nuevos lazos y amistades alrededor del mundo, lo cual resulta
de capital importancia en momentos en que la política exterior norteamericana
deja mucho que desear. Se supone que la firma de esos acuerdos comerciales
muestra nuestra generosidad hacia los gobiernos moderados, nuestro deseo de
ofrecer una recompensa (en lugar del proverbial palo) a todos aquellos que se
comporten razonablemente.
Lamentablemente, en la negociación de los
acuerdos comerciales con Marruecos, Chile y otros países, el gobierno Bush ha
utilizado el mismo enfoque que nos ha costado la enemistad del resto del mundo.
Los últimos acuerdos bilaterales revelan una política económica dictada más por
intereses particulares que por una preocupación auténtica por el bienestar de
nuestros aliados comerciales más desfavorecidos.
En Marruecos, la
suscripción del acuerdo comercial se recibió con protestas, un acontecimiento
inusual en un país que avanza lentamente hacia una democracia. Este nuevo
acuerdo, según temen muchos marroquíes, hará que los medicamentos genéricos que
se necesitan en la lucha contra el sida resulten ahora menos accesibles que en
Estados Unidos. Según la Association de Lutte contre el Sida (Asociación de
Lucha contra el Sida) de Marruecos, un organismo público para la lucha contra
esta enfermedad, el acuerdo podría incrementar de 20 a 30 años la duración
efectiva de la protección de patentes.
Pero Marruecos no es el único
país que está preocupado por tener acceso a medicamentos capaces de salvar vidas
humanas. En todos sus acuerdos bilaterales, Estados Unidos está utilizando su
poderío económico para conseguir que las grandes compañías farmacéuticas
protejan sus productos de los genéricos que compiten con ellos. Para un país
como Tailandia, que enfrenta una verdadera amenaza de sida, se trata de temas
que van más allá de una mera preocupación académica.
La política del
presidente Bush en este campo es incomprensible e hipócrita. Mientras habla de
campañas mundiales contra el sida y ofrece considerables sumas de dinero para
respaldarlas, lo que da con una mano lo está quitando con la otra. En mi
opinión, la mayor parte de los estadounidenses estaría a favor de permitir un
acceso más generalizado a los medicamentos genéricos, capaces de salvar vidas.
Las pérdidas de las compañías farmacéuticas serían pequeñas y, con toda
seguridad, se compensarían con creces gracias a los enormes beneficios fiscales
que hoy reciben del gobierno norteamericano.
Pero los medicamentos no
son el único campo de batalla en el que Estados Unidos ha utilizado todo su
poderío económico para beneficiar sus intereses particulares. El acuerdo con
Chile limitó la capacidad de dicho país para restringir el ingreso de dinero
especulativo y sin control (los llamados capitales golondrina, ese dinero que
puede entrar y salir de un país de un momento para otro).
Chile sabía de
los efectos potencialmente desestabilizadores que traen esos flujos de dinero y
los había gravado con un impuesto a comienzos de los 90. Esa restricción le
permitió crecer a una impresionante tasa del 7 por ciento anual durante los
primeros años de la década pasada. Ello gracias a que, a diferencia de muchos de
sus vecinos latinoamericanos, Chile nunca tuvo que lidiar con el desorden
económico creado por capitales que súbitamente llegaban y que con igual
brusquedad salían. En la actualidad hasta el Fondo Monetario Internacional
reconoce que la liberalización de los mercados de capitales conduce a una mayor
inestabilidad en lugar de a un crecimiento más rápido.
En materia de
telecomunicaciones, tanto en Marruecos como en Chile y en otras partes del mundo
hemos hecho unas exigencias (como las relativas a la utilización de
instalaciones de transmisión y a la venta en bloque de capacidades de
transmisión) a las que con seguridad nos habríamos opuesto si a alguien se le
hubiera ocurrido tratar de imponérnoslas a nosotros. Desde el punto de vista del
mundo en desarrollo, se ha tratado de unas negociaciones extraordinariamente
desequilibradas, con toda la balanza inclinada a favor de los intereses
estadounidenses.
No se equivoca Estados Unidos y su representante
comercial, Robert Zoellick, cuando hablan de que los tratados comerciales pueden
ser un importante instrumento de construcción de unas buenas relaciones con
otros países. Sin embargo, cuando se hacen con las condiciones del gobierno
Bush, pueden resultar, y de hecho han resultado, un instrumento de malas
relaciones y de acumulación de resentimientos, especialmente entre los jóvenes
que se temen que sus mayores estén vendiendo su país a cambio de un plato de
lentejas.
Si los acuerdos comerciales firmados con los aliados más
pobres aportan los beneficios económicos prometidos, si la imposibilidad de
acceder a medicamentos más baratos (incluyendo los genéricos) demuestra que
acarrea menos problemas que los que prevén los más pesimistas, entonces la firma
de estos tratados habrá valido la pena y Estados Unidos será perdonado.
No obstante, hay grandes posibilidades de que este no sea el caso: en
México, por ejemplo, los salarios reales cayeron en la década siguiente a la
firma del Nafta, el acuerdo de libre comercio suscrito entre México y Estados
Unidos. Por otra parte, las exigencias de liberalización del mercado de
capitales impuestas a Chile ocultan en su seno enormes riesgos para la economía
de este país que podría llevarlo al desastre, en tanto que la epidemia de sida y
la urgencia de medicamentos más baratos para combatirlo no van a desaparecer.
La buena noticia es que los daños económicos y sociales que hemos
causado hasta el momento tienen un carácter limitado, porque no hemos sido
capaces más que de presionar exclusivamente a un puñado de países pobres para
obligarlos a firmar acuerdos bilaterales de comercio. La mala noticia es que la
enemistad que nos estamos ganando con esos tratados ha venido creciendo y no va
a hacer más que aumentar con los nuevos acuerdos que firmemos.
*Joseph E. Stiglitz obtuvo
el premio Nobel de Economía en 2001. Es profesor de economía de la Universidad
de Columbia y autor de The Roaring '90s -Los maravillosos 90s-. Fue economista
en jefe del Banco Mundial de 1997 a 2000.
©The New York Times
Syndicate
Fuente: www.rebelion.org
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