NCeHu 1418/04
Más allá de los noventa
Neoliberalismo vs. movimientos sociales en
América Latina
Atilio A.
Boron
OSAL
El
objetivo de este trabajo es examinar algunos aspectos de la renovada presencia
de la izquierda en la vida política latinoamericana. Presencia que se observa no
tanto en los escenarios tradicionales –el sistema de partidos, la representación
parlamentaria, etc.– como en el surgimiento de una serie de gobiernos que,
vagamente, es cierto, se identifican como de “centro-izquierda” o “progresistas”
y, de modo muy especial, en la tumultuosa aparición de nuevos movimientos
sociales que, en algunos países, adquirieron una enorme gravitación. Ésta se
expresó de formas variadas, desde la “conquista de calles y plazas” para
resistir a las políticas del neoliberalismo hasta la irrupción de masivas
insurgencias que ocasionaron, en los últimos años, el derrumbe de sucesivos
gobiernos en el Perú, Ecuador, Argentina y Bolivia.
La paradojal
crisis del neoliberalismo
El punto de partida de nuestra reflexión
es el fracaso del neoliberalismo. En efecto, luego de una prolongada hegemonía,
las ideas y las políticas neoliberales se encuentran hoy a la defensiva,
jaqueadas tanto por fuerzas internas crecientemente movilizadas como por una
expansiva coalición de actores globales que pasaron de la tenaz resistencia a su
proyecto a desplegar una ofensiva que se siente, si bien con desigual
intensidad, en los cuatro rincones del planeta.
Movimientos,
protestas sociales y nuevas fuerzas políticas...
Grandes movimientos
sociales han florecido en la última década del siglo pasado a partir de las
pioneras revueltas de los zapatistas en 1994, la aparición de los piqueteros
argentinos, las grandes huelgas ciudadanas y de trabajadores en Francia y Corea
del Sur poco después y, hacia finales de siglo, la maduración y consolidación
internacional de estas protestas en Seattle y en Porto Alegre. Consecuentemente,
nuevas fuerzas políticas han pasado a controlar los gobiernos (en países como
Venezuela y Brasil, por ejemplo) o se aprestan a hacerlo, como en Uruguay; y
distintos gobiernos se plantean la necesidad de abandonar las políticas que, en
el pasado, causaran los estragos por todos conocidos, como lo demuestra, entre
otros, el caso argentino. No obstante, es preciso aclarar que en la generalidad
de los casos los cambios más importantes se produjeron en el terreno más blando
del discurso y la retórica, y no en el más duro y áspero de las políticas
económicas. Pero, aun con estas limitaciones, ese cambio es muy significativo y
sería erróneo subestimar sus alcances.
En un trabajo reciente pasábamos
revista a algunas de las transformaciones más importantes ocurridas en los
países latinoamericanos, todas las cuales incidieron fuertemente en la aparición
de nuevas formas de protesta social y organización política antagónicas al
proyecto neoliberal (Boron, 2003[b]: 7-16). En él se subraya la extraordinaria
complejidad y la naturaleza contradictoria que ha adquirido el lento pero
progresivo agotamiento del neoliberalismo en estas tierras. Es indudable que su
declinante curso a partir de mediados de los noventa revirtió la arrolladora
influencia que había adquirido desde la década de los setenta de la mano de las
dos más sangrientas dictaduras que se recuerden en Chile y la Argentina.
Argentina
Si es incorrecto sostener que hoy el
neoliberalismo se encuentra ya en retirada, no lo es menos afirmar que su
ascendiente sobre la sociedad, la cultura, la política y la economía
latinoamericanas se ha mantenido incólume con el transcurso de los años. En este
sentido, el espectacular derrumbe del experimento neoliberal en la Argentina, el
“país modelo” por largos años del FMI y el BM, ha cumplido un papel pedagógico
de extraordinarias proporciones.
México
Resultados no más
alentadores produjo la aplicación de las políticas del Consenso de Washington en
México: después de veintiún años ininterrumpidos de hegemonía absoluta de dicha
orientación, el ingreso per cápita de los mexicanos aumentó en todo ese período
tan sólo el 0,3% y esto gracias a que en ese mismo lapso (1982-2003) abandonaron
el país algo más de 10 millones de personas. A pesar de sus promesas, el
neoliberalismo –reforzado por el ingreso al Tratado de Libre Comercio en 1994–
no generó crecimiento económico, al paso que empeoraba radicalmente la
distribución del ingreso, ahondando la injusticia social prevaleciente en México
(Guadarrama H., 2004: 10).
Chile
Si a esto le sumamos las
graves dudas que plantean la extrema vulnerabilidad externa del crecimiento
económico de Chile y su crónica ineptitud para revertir la escandalosa
regresividad de la distribución del ingreso, llegamos a la conclusión de que los
tres países modelo otrora ensalzados por la literatura convencional se
encuentran en serios problemas.
Debilitamiento del neoliberalismo en
los ámbitos de la cultura, la conciencia pública y la política y su persistencia
en el terreno de la economía y en las decisiones de ministros y políticos
Las crisis enseñan, y vastos contingentes de nuestras sociedades han
aprendido gracias a ellas qué es lo que se puede esperar de las políticas
neoliberales. Lo que se comprueba en el momento actual es pues algo bastante
peculiar: una llamativa disyunción entre el inocultable debilitamiento del
impulso neoliberal en los ámbitos de la cultura, la conciencia pública y la
política y, al mismo tiempo, su arraigada persistencia en el crucial terreno de
la economía y el policy making (es decir, en las cabezas y en las decisiones de
funcionarios, ministros de hacienda y economía, presidentes de bancos centrales,
dirigencia política, etcétera).
Las políticas económicas del
neoliberalismo siguen su curso y a veces hasta lo profundizan, como
lamentablemente lo demuestra el Brasil de Lula; pero a diferencia de lo ocurrido
en los ochenta y comienzos de los noventa, ya no cuentan con el apoyo
–manipulado, es cierto, pero apoyo al fin– que antaño le garantizaba una
sociedad civil que pugnaba por dejar atrás el horror de las dictaduras y
aceptaba, casi siempre a regañadientes, la receta que impulsaban los amos
imperiales y sus representantes locales.
Las amenazas
La
amenaza del desborde hiperinflacionario y el chantaje de los organismos
financieros internacionales –agitando el espantapájaros del “riesgo país”, la
fuga de capitales, la especulación contra las monedas locales, etc.– cumplieron
un notable papel en el “disciplinamiento” de pueblos y gobiernos díscolos, y en
la resignada aceptación de la amarga medicina neoliberal.
En todo caso,
este desfasaje entre los componentes económicos e ideológico-políticos de la
hegemonía está lejos de ser inédito en la historia latinoamericana, como lo
demuestra la prolongada crisis de la hegemonía oligárquica en nuestra región.
Tal como lo demostrara Agustín Cueva en un texto ya clásico de la ciencia social
latinoamericana, el irreversible deterioro de los fundamentos materiales de la
hegemonía oligárquica no ocasionó su instantáneo derrumbe sino que transitó por
una diversidad de caminos que mediatizaron y en algunos casos postergaron por
décadas su ocaso definitivo, exactamente hasta la irrupción de los regímenes
populistas (Cueva, 1976).
Si bien no se pueden extraer conclusiones
lineales de la experiencia histórica, podría plantearse una hipótesis
–desalentadoramente pesimista, por cierto– que pronosticara que la indudable
bancarrota de las condiciones económicas, sociales y políticas que hicieron
posible el auge del neoliberalismo no necesaria ni inmediatamente irá a producir
su desaparición de la escena pública. Los componentes ideológicos y políticos
amalgamados en su proyecto económico pueden garantizarle una inesperada
sobrevida, aun en medio de condiciones sumamente desfavorables.
Gramsci
Para-fraseando a Gramsci podría decirse que la
lenta agonía del neoliberalismo es una de esas situaciones en las cuales lo
viejo no termina de morir y lo nuevo no acaba de nacer; y como lo recordaba el
gran teórico italiano, en tales coyunturas suelen aparecer toda clase de
fenómenos aberrantes. Ejemplos de tales aberraciones sobran entre nosotros: el
clamoroso incumplimiento del contrato electoral perpetrado por gobiernos que
llegan al poder para romper de inmediato con sus promesas de campaña; la
descarada traición a los principios por parte de ciertos partidos y
organizaciones de “izquierda”; la dilatada supervivencia de personajes nefastos
como Pinochet, Menem, Fujimori, el ahora difunto Banzer; o la escandalosa
situación social de Argentina, Brasil y Uruguay son algunos de los ejemplos más
notables al respecto.
Raíces de la resistencia al neoliberalismo
¿Cuándo aparecen, y bajo qué formas lo hacen, estas nuevas fuerzas
políticas y sociales contestatarias? Las razones de la irrupción de nuevos
sujetos políticos son múltiples y complejas, pero existen algunas que se
reiteran en todos los casos.
En primer lugarpor el fracaso económico ya
anotado que acentuó las contradicciones desencadenadas por la reestructuración
económica y social precipitada por la crisis y agudizada después por las
políticas de “ajuste y estabilización” implementadas como respuesta a la misma.
Esto tuvo consecuencias bien significativas en lo relativo a la constitución de
nuevos sujetos políticos, por cuanto:
a) generó nuevos actores sociales
como, por ejemplo, los piqueteros en la Argentina; los pequeños agricultores
endeudados de México, nucleados en “El campo no aguanta más”; los jóvenes y una
variedad de movimientos de inspiración identitaria (de género, opción sexual,
etnia, lengua, etc.) hastiados por la mercantilización de lo social y las
políticas de supresión de las diferencias promovidas por el neoliberalismo; y
los movimientos “alterglobalización”, sobre los cuales volveremos después, que
modificaron el paisaje sociopolítico de sus países;
b) potenció la
gravitación de otras fuerzas sociales y políticas ya existentes pero que, hasta
ese momento, carecían de una proyección nacional al no estar suficientemente
movilizadas y organizadas. En una enumeración que no pretende ser exhaustiva
señalaríamos a los campesinos en Brasil y México, o los indígenas en Ecuador,
Bolivia y partes de México y Mesoamérica;
c) atrajo a las filas de la
contestación al neoliberalismo a grupos y sectores sociales intermedios, las
llamadas “clases medias”, a causa de sus impactos pauperizadores y excluyentes
o, como en el caso argentino, por la expropiación, practicada por los grandes
bancos y avalada por el gobierno, de sus ahorros. Los “caceroleros” argentinos
son un ejemplo muy concreto, como también lo son los médicos y trabajadores de
la salud en El Salvador; o los grupos movilizados por la “Guerra del agua” en
Cochabamba; o la resistencia a las políticas privatizadoras del gobierno peruano
en Arequipa.
En segundo término, es preciso decir que el surgimiento de
estas nuevas expresiones de la política de izquierda se relaciona íntimamente
con el fracaso de los capitalismos democráticos en la región. Baste con señalar
que la frustración generada por el desempeño de los regímenes llamados
democráticos en esta parte del mundo ha sido intensa, profunda y prolongada
(Boron, 2000: 149-184). Fue de la mano de estas peculiares “democracias”, que
florecieron en la región a partir de los años ochenta, que las condiciones
sociales empeoraron dramáticamente.
"Capitalismo democrático"
Mientras que en otras latitudes el capitalismo democrático aparecía como
promotor del bienestar material y cautelosamente tolerante ante las
reivindicaciones igualitaristas que proponía el movimiento popular –e insistamos
en eso de que aparecía porque, en realidad, tales resultados son consecuencia de
las luchas sociales de las clases subalternas en contra de los capitalistas–, en
América Latina la democracia trajo bajo el brazo políticas de ajuste y
estabilización, precarización laboral, altas tasas de desocupación, aumento
vertiginoso de la pobreza, vulnerabilidad externa, endeudamiento desenfrenado y
extranjerización de nuestras economías.
Democracias pues vacías de todo
contenido, reducidas –como recordaba Fernando H. Cardoso antes de ser presidente
del Brasil– a una mueca sin gusto ni rabia incapaz “de eliminar el olor de farsa
de la política democrática”, causado por la inoperancia de ese régimen político
para introducir reformas de fondo en el sistema productivo y “en las formas de
distribución y apropiación de las riquezas” (Cardoso, 1982; 1985). Tal como lo
planteáramos en Tras el Búho de Minerva, nuestra región apenas si ha conocido el
grado más bajo en la escala de desarrollo democrático posible dentro de los
estrechos márgenes de maniobra que permite la estructura de la sociedad
capitalista.
Democracias meramente electorales, es decir, regímenes
políticos sustantivamente oligárquicos, controlados por el gran capital con
total independencia de los partidos gobernantes que asumen las tareas de gestión
en nombre de aquél, pero en donde el pueblo es convocado cada cuatro o cinco
años a elegir quién o quiénes serán los encargados de sojuzgarlo. Con
democracias de este tipo no es casual que, al cabo de reiteradas frustraciones,
se produzca el renacimiento de fuerzas sociales de izquierda.
En tercer
lugar, habría que decir que este proceso ha sido también alimentado por la
crisis que se ha abatido sobre los formatos tradicionales de representación
política. Pocas dudas caben de que la nueva morfología de la protesta social en
nuestra región es un síntoma de la decadencia de los grandes partidos populistas
y de izquierda, y de los modelos tradicionales de organización sindical.
Decadencia que, sin duda, se explica por las transformaciones ocurridas en la
“base social” típica de esos formatos organizativos debido a:
(a) la
creciente heterogeneidad del “universo asalariado”,
(b) la declinante
gravitación cuantitativa del proletariado industrial en el conjunto de las
clases subalternas,
(c) la aparición de un voluminoso “subproletariado”
–denominado “pobretariado” por Frei Betto– que incluye a un vasto conjunto de
desocupados permanentes, trabajadores ocasionales, precarizados e informales,
cuentapropistas de subsistencia (los futuros “empresarios schumpeterianos”, en
la delirante visión de Hernando de Soto) y toda una vasta masa marginal a la que
el capitalismo ha declarado como “redundante” e “inexplotable” y que por lo
tanto, en una sociedad basada en la relación salarial, no tiene derecho a vivir.
De ahí que el neoliberalismo practique una silenciosa pero efectiva eutanasia de
los pobres.
La decadencia de los formatos tradicionales de organización
se relaciona, como si lo anterior fuera poco, con la explosión de múltiples
identidades (étnicas, lingüísticas, de género, de opción sexual, etc.) que
redefinen hacia la baja la relevancia de las tradicionales variables clasistas.
Si a esta enumeración le añadimos la inadecuación de los partidos políticos y
los sindicatos para descifrar correctamente las claves de nuestro tiempo, la
esclerosis de sus estructuras y prácticas organizativas, y el anacronismo de sus
discursos y estrategias comunicacionales, se comprenderán muy fácilmente por un
lado las razones por las cuales estos entraron en crisis y, por el otro, las que
explican la emergencia de nuevas formas de lucha y movimientos de protesta
social.
Unas y otros son también síntomas elocuentes de la progresiva
irrelevancia de las llamadas instituciones representativas para canalizar las
aspiraciones ciudadanas, lo que a su vez explica, al menos en parte, el visceral
–¡y suicida!– rechazo de las fuerzas sociales emergentes a enfrentar seriamente
la problemática de la organización que tantos debates originara a comienzos del
siglo XX en el movimiento obrero, y el creciente atractivo que sobre dichos
sujetos ejerce la “acción directa”.
Un cuarto y último factor, en una
lista que no intenta ser exhaustiva, es la globalización de las luchas en contra
del neoliberalismo. Estas luchas comenzaron y se difundieron rápidamente por
todo el orbe a partir de iniciativas que no surgieron ni de partidos ni de
sindicatos ni, menos todavía, se generaron en la “escena política oficial”. En
el caso latinoamericano el papel estelar lo cumplió el zapatismo, al emerger de
la Selva Lacandona el 1° de Enero de 1994 y declarar la guerra al
neoliberalismo. La incansable labor del MST en Brasil, otra organización no
tradicional, amplificó considerablemente el impacto de los zapatistas.
Luego, en una verdadera avalancha, se sucedieron grandes movilizaciones
de campesinos e indígenas en Bolivia, Ecuador, Perú y en algunas regiones de
Colombia y Chile. Las luchas de los piqueteros argentinos, lanzadas como
respuesta a las privatizaciones del menemismo, son de la misma época y se
inscriben en la misma tendencia general. Los acontecimientos de Seattle y otros
similares escenificados en Washington, Nueva York, París, Génova, Gotemburgo y
otras grandes ciudades del mundo desarrollado le dieron a la protesta en contra
del Consenso de Washington una impronta universal, ratificada año tras año por
los impresionantes progresos experimentados por la convocatoria del Foro Social
Mundial de Porto Alegre. Se produjo así una especie de “efecto dominó” que, sin
lugar a dudas y contrariando una teorización muy difundida en nuestro tiempo, la
de Hardt y Negri en Imperio, reveló la comunicación existente entre las luchas
sociales y procesos políticos puestos en juego en los más apartados rincones del
planeta.
Brasil y la maldición del posibilismo conservador
Llegados a este punto cabe preguntarse: ¿hay espacio para ensayar
políticas post-neoliberales? La respuesta tiene que ser matizada. En algunos
casos es positiva; en otros también, pero con algunas reservas. Veamos el caso
del Brasil. Los defensores del rumbo actual seguido por ese país dicen que
Brasil necesita atraer la confianza de los inversionistas internacionales, y que
esto se logra con una muy estricta disciplina fiscal y un total apego a la
ortodoxia. Digamos sin rodeo alguno que esta argumentación es insostenible y que
si hay un país que tiene todas las condiciones para ensayar exitosamente una
política post-neoliberal en el mundo, ese país es Brasil. Si Brasil no puede,
¿quién podría? ¿El Ecuador de Lucio Gutiérrez? ¿Un eventual gobierno del Frente
Amplio en el Uruguay? ¿Un posible gobierno de Evo Morales en Bolivia? La
Argentina, tal vez, pero sólo si hubiera condiciones internacionales muy
favorables. Brasil, en cambio, por sus inmensos recursos de todo tipo, si quiere
puede.
El corolario del “posibilismo conservador”, hijo dilecto del
pensamiento único, es que nada se puede cambiar, ni siquiera en un país de las
excepcionales condiciones del Brasil. Ensayar lo que está fuera del horizonte de
lo posible y abandonar el consenso económico dominante, aseguran algunos
encumbrados funcionarios, expondría al Brasil a terribles penalizaciones que
liquidarían al gobierno de Lula. Sin embargo, una atenta mirada a la historia
económica reciente de la Argentina demostraría que lo que condujo a ese país a
la peor crisis de su historia fue la subordinación de la voluntad política y la
gestión del Estado a los caprichos y la codicia de los mercados.
Tal
como lo reconocíamos en un análisis efectuado antes de la asunción de Lula a la
presidencia, la tentación posibilista está siempre al acecho de cualquier
gobierno animado por intenciones reformistas (Boron, 2003[a]). Ante la
imposibilidad objetiva y subjetiva de la revolución, rasgo que caracteriza al
momento actual no sólo de Brasil sino de toda la región, una mal entendida
cordura impulsa a contemporizar con los adversarios y a buscar en los entresijos
de la realidad alguna pequeña ruta de escape que evite una capitulación tout
court.
El único problema con esa estrategia es que la historia nos
enseña que después es imposible evitar el tránsito del falso realismo del
posibilismo al inmovilismo y, luego, a una catastrófica derrota. Ésa fue
claramente la experiencia argentina con el gobierno de “centroizquierda” de la
Alianza y, más generalmente, de la socialdemocracia en España, Italia y Francia.
En términos más generales, esa fue también la conclusión teórica de Max Weber al
afirmar, en el párrafo final de su célebre conferencia “La política como
vocación”, que tal como “lo prueba la historia (...) en este mundo no se
consigue nunca lo posible si no se intenta lo imposible una y otra vez”
(Weber, 1982).
Las palabras de Weber son tanto más importantes en un
continente como el nuestro, en donde las enseñanzas de la historia demuestran de
modo inapelable que hubo que intentar lo imposible para lograr modestos avances;
que se necesitaron verdaderas revoluciones para instituir algunas reformas en
las estructuras sociales de la región más injusta del planeta; y que sin una
utopía política audaz y movilizadora los impulsos reformistas se extinguen, los
gobernantes capitulan y sus gobiernos terminan asumiendo como su tarea
fundamental la decepcionante administración de las rutinas cotidianas.
Las reformas sociales no cambian la naturaleza de la sociedad
Las esperanzas depositadas en un vigoroso reformismo, posible sin duda
alguna, no significan hacer oídos sordos a las sabias advertencias de Rosa
Luxemburgo cuando decía que las reformas sociales, por genuinas y enérgicas que
sean, no cambian la naturaleza de la sociedad preexistente. Lo que ocurre es que
al no estar la revolución en la agenda inmediata de las grandes masas de América
Latina, la reforma social se convierte en la coyuntura actual en la única
alternativa disponible para hacer política. Pero la reforma, también recordaba
nuestra autora, no es una revolución que avanza lentamente o por etapas hasta
que, con la imperceptibilidad del viajero que cruza la línea ecuatorial –para
seguir con la famosa metáfora de Edouard Bernstein–, se llega al socialismo.
Un siglo de reformismo socialdemócrata en Occidente demostró
irrefutablemente que las reformas no son suficientes para “superar” el
capitalismo. Produjo cambios importantes, sin duda alguna, “dentro del sistema”,
pero fracasó en su declarada intención de “cambiar el sistema”.
El
reformismo
En la actual coyuntura nacional e internacional, el
reformismo aparece como la única oportunidad de avanzar mientras las fuerzas
populares trabajan para modificar las condiciones objetivas y subjetivas
necesarias para ensayar alternativas más prometedoras. El error de muchos
reformistas, no obstante, ha sido el de confundir necesidad con virtud. Aun
cuando en el momento actual –signado por la agresividad sin precedentes del
imperialismo, la lenta recomposición de las fuerzas populares luego de los
retrocesos experimentados a finales del siglo pasado, el acrecentado predominio
de los monopolios en la economía y los medios de comunicación, etc.– las
reformas sean lo único que pueda hacerse, eso no las convierte en instrumentos
adecuados para la construcción del socialismo, si bien podrían, si se dan bajo
una cierta forma, constituir un aporte para avanzar en esa dirección.
En
la presente coyuntura son lo posible, si bien no lo suficiente, a la hora de
actuar en un mundo barbarizado que requiere transformaciones de fondo y no tan
sólo ajustes marginales. Si como dicen los zapatistas “de lo que se trata es de
crear un mundo nuevo”, tal empresa excede con mucho los límites cautelosos del
reformismo. Pero no se puede permanecer cruzados de brazos hasta que llegue el
“día decisivo” de la revolución.
Y debemos recordar, además, que en
nuestros países los desafíos que las reformas plantean a los “señores del
dinero” dieron lugar a feroces contrarrevoluciones que ahogaron en un baño de
sangre a las tentativas reformistas. De modo que nadie crea que al hablar de
reformas se piensa en un debate cortesano y caballeresco acerca de los bienes
públicos. Quien invoca a la reforma en América Latina conjura en su contra a
todos los monstruos del establishment: los militares y los paramilitares; la
policía secreta y la CIA; la embajada norteamericana y la “prensa libre”; los
“combatientes por la libertad” y los terroristas organizados y financiados por
las clases dominantes. En América Latina el camino de las reformas está lejos de
ser un paseo por un prado rebosante de flores.
Sucesivos presidentes
latinoamericanos optaron por desestimar el camino de las reformas profundas y
gobernar según las reglas del posibilismo, “tranquilizando” a los mercados y
satisfaciendo puntualmente cada uno de sus reclamos. Los resultados están a la
vista en Argentina y Brasil. Es cierto que no hay parangón alguno entre figuras
tan distintas como Lula y De la Rúa. Tampoco hay paralelismo alguno entre el
partido justicialista o la Alianza (esa insípida mezcla del diletantismo radical
y el oportunismo frepasista) y el PT, una de las construcciones políticas más
importantes a nivel mundial.
Pero, como dolorosamente lo comprueba la
experiencia brasileña durante el primer año y medio del gobierno de Lula, ni un
liderazgo respetable ni un gran partido de masas garantizan el rumbo correcto de
una experiencia de gobierno. El gobierno de Lula está avanzando por el camino
equivocado, al final del cual no se encuentra una nueva sociedad más justa y
democrática –cuya búsqueda fue lo que dio nacimiento al PT hace poco más de
veinte años– sino una estructura capitalista más injusta y menos democrática que
la anterior. Un país en donde la dictadura del capital, revestida con un leve
ropaje pseudo-democrático, será más férrea que antes, demostrando dolorosamente
que George Soros tenía razón cuando le aconsejaba al pueblo brasileño no
molestarse en elegir a Lula porque de todos modos gobernarían los mercados.
Sería bueno que Brasil se ahorrase los horrores que el “posibilismo” y la
política de “apaciguamiento de los mercados” produjo en la Argentina
contemporánea.
El difícil tránsito hacia el
post-neoliberalismo: algunas claves interpretativas
Un breve repaso
a la historia reciente de América Latina sirve para ilustrar los graves
obstáculos con que parecen tropezar los gobiernos animados –al menos en
principio y por su retórica– por su afán de poner fin a la triste historia del
neoliberalismo en la región. Lo cierto es que, a veces de una manera grotesca y
otras trágica, se perpetúa la continuada supremacía del neoliberalismo en la
esfera económica a pesar de que en las urnas la ciudadanía le haya dado la
espalda de manera rotunda. No obstante, los gobiernos que llegan al poder sobre
los hombros de una impresionante marejada de votos populares y con un mandato
expreso de poner término al primado del neoliberalismo claudican a la hora de
instituir una agenda post-neoliberal. ¿Por qué?
En primer lugar, por el
acrecentado poder de los mercados; en realidad, de los monopolios y grandes
empresas que los controlan, frente a las deterioradas fuerzas gubernamentales
luego de décadas de aplicación de las políticas neoliberales de “achicamiento”
del estado, desmantelamiento de sus agencias y organismos, y privatización de
las empresas públicas. Todo esto le confiere a los sectores dominantes una
capacidad de chantaje –fuga de capitales, huelga de inversiones, presiones
especulativas, soborno de funcionarios, etc.– sobre los gobiernos si no
imposible por lo menos muy difícil de resistir. Este tema subraya de manera
contundente los efectos políticos de largo plazo del programa neoliberal.
Al desprestigiar ideológicamente al estado y al achicarlo y mutilarlo de
mil maneras, logró sentar las bases de un predominio político fundado en una muy
favorable correlación estructural de fuerzas entre el sector privado –eufemismo
con que se designan a los monopolios y la coalición dominante– y el gobierno,
cada vez más privado de recursos, debido, por una parte, al peso creciente de la
deuda externa y las acrecentadas exigencias de lograr superávit fiscales cada
vez más abultados y extravagantes, todo lo cual atenta contra las capacidades
financieras del estado y la posibilidad de formular políticas alternativas; y,
por la otra, a las consecuencias de las políticas de desregulación, apertura
comercial, liberalización y privatizaciones que despojaron a los estados de
instrumentos estratégicos y de las agencias específicas idóneas para intervenir
en los mercados y controlar a los monopolios, lo que los deja prácticamente
inermes frente a estos.
En segundo lugar, es preciso mencionar la
visceral desconfianza que los gobiernos de la llamada “centro-izquierda” han
manifestado en relación a los movimientos populares y fuerzas sociales
contestatarias. Cautivados por las sirenas neoliberales han caído en la estúpida
creencia de que los problemas de los estados son cuestiones que deben ser
tratadas por expertos y con criterios supuestamente “técnicos”, y que la
vocinglería de la calle impediría un adecuado tratamiento de las mismas. La
consecuencia de esta actitud, cultivada con esmero por los representantes
políticos e ideológicos, nacionales e internacionales, del capital financiero y
los monopolios, es una especie de harakiri estatal en donde éste, desvinculado
de una sólida base social movilizada y organizada, es fácil presa de los
intereses imperiales. Esta tendencia ha potenciado la regresión antidemocrática
que padecen los estados de América Latina que, como hemos dicho más arriba, han
ido vaciando de todo contenido al proyecto democrático y debilitado
irreparablemente, en el marco de la actual organización institucional, sus
capacidades de intervención en la vida social.
Uno de los rasgos
definitorios de esta crisis es el progresivo desplazamiento hacia ámbitos
supuestamente más “técnicos” –y, por consiguiente, alejados de todo escrutinio
popular y democrático– de un número creciente de temas que hacen al bienestar
colectivo y que lejos de ser debatidos públicamente son tratados por “expertos”
en las sombras, y al margen de cualquier tipo de control público. Pese a su
enorme impacto social, estas cuestiones son resueltas por acuerdos sellados
entre los capitalistas y sus representantes estatales. Toda esta operación
fraudulenta se rodea de justificaciones absurdas, tales como que “la economía es
una cuestión técnica que debe manejarse con independencia de consideraciones
políticas”. La economía, ciencia de la escasez y por eso mismo ciencia política
por excelencia, pretende pasar por un mero saber técnico. La ideología de la
“independencia del Banco Central”, aceptada a pie juntillas por los gobiernos
“progresistas”, es un ejemplo elocuente de este bárbaro disparate. Su tan
mentada independencia lo es tan solo en relación a la soberanía popular pero no
con relación al capital financiero y el imperialismo, a los cuales sirve
incondicionalmente y sin pausa.
Un tercer factor que juega decisivamente
en impedir el tránsito al post-neoliberalismo es la persistencia del
imperialismo que a través de sus múltiples lazos y mecanismos y organizado a
escala planetaria por el gobierno de Estados Unidos, disciplina a los
gobernantes díscolos mediante una variedad de instrumentos que aseguran la
continuada vigencia de las políticas neoliberales. Por un lado, las presiones
derivadas de la necesidad que tienen gobiernos fuertemente endeudados de contar
con la benevolencia de Washington para viabilizar sus programas gubernamentales
sea por la vía de un “trato preferencial” que garantice el acceso al mercado
norteamericano de sus productos, la eterna renegociación de su deuda externa, o
su visto bueno para facilitar el ingreso de capitales e inversiones de diverso
tipo.
Todo esto se plasma en la larguísima lista de “condicionalidades”
que los “perros guardianes” del imperialismo –principalmente el FMI y el BM,
pero también la OMC y el BID– les imponen a los gobiernos de la región (Boron,
2004: 135-153). Por otra parte, la coerción ejercida por el imperialismo
transita también por otros senderos que van desde las exigencias políticas
directas planteadas en el contexto de los programas de ayuda militar,
erradicación de cultivos de coca, asistencia técnica y cooperación
internacional, hasta el apoyo incondicional a las actitudes y políticas de
Estados Unidos en los diversos foros internacionales o en las distintas
iniciativas, inclusive de tipo militar, adoptadas por la superpotencia en
defensa de sus intereses.
Los desafíos de la hora actual
Las fuerzas de izquierda, en el gobierno como en la oposición, se
enfrentan pues a formidables desafíos. Las que se hallan en la segunda
condición, como opositoras a una variedad de gobiernos burgueses, porque deben
honrar la propuesta gramsciana de construir partidos, movimientos y
organizaciones genuinamente democráticos y participativos como una forma de
prefigurar la naturaleza de la ciudad futura que quieren construir.
Pero
como si lo anterior no fuera una tarea enorme, la izquierda opositora debe
también demostrar su capacidad para neutralizar el accionar de los aparatos
ideológicos de la burguesía y hacer llegar su mensaje y su discurso al conjunto
de la población, que por cierto no tiene sus oídos preparados para escuchar un
mensaje socialista. Antes bien, los prejuicios cultivados e inculcados con
habilidad por los publicistas de la derecha la tornan profundamente refractaria
ante cualquier discurso que hable de socialismo o comunismo.
Ante sus
ojos eso equivale a violencia y muerte; y pese a que la izquierda ha sido
víctima de ambas cosas en la historia reciente de nuestra región, se la acusa de
ser la representante y portadora de esas desgracias. Hay en esta actitud
promovida incesantemente por los ideólogos de la derecha un importante
componente de resignación y pesimismo que no puede ser ignorado, y que plantea
la futilidad de cualquier tentativa de superar al capitalismo. La osadía podría
ser seguida por un baño de sangre, y nadie quiere esto. El desafío de la
credibilidad de la izquierda es, por lo tanto, considerable. Se ha progresado
bastante en este terreno pero aún queda mucho por hacer.
En relación a
la izquierda “gobernante” los retos son de otro tipo. Tal como ya ha sido
señalado, la victoria de Lula constituye un hito en la historia de la
emancipación popular de nuestros pueblos. Era fundamental ganar las elecciones
brasileñas y acceder al gobierno. Pero mucho más importante era construir el
poder político suficiente como para “gobernar bien”, entendiéndose por esto
honrar el mandato popular que exigía poner fin a la pesadilla neoliberal y
avanzar en la construcción de una sociedad diferente. No obstante, hasta ahora
los resultados han sido decepcionantes y la demora de Brasilia en poner en
marcha un proyecto alternativo comienza a aparecer como una inexplicable
capitulación.
Retos semejantes se le plantean al presidente Hugo Chávez
en Venezuela, debiendo transitar por el estrecho desfiladero delimitado, por un
lado, por una profunda revolución en las conciencias y en el imaginario popular
–tema que ha sido subestimado en los análisis tradicionales de la izquierda– y,
por el otro, por esa verdadera espada de Damocles que significan la riqueza
petrolera de Venezuela y, simultáneamente, su condición de abastecedor
estratégico del imperio. Luego de una serie de vacilaciones iniciales la
“revolución bolivariana” está finalmente dando muestras de haber encontrado un
rumbo de salida del neoliberalismo, rumbo que, digámoslo al pasar, está erizado
de acechanzas y amenazas de todo tipo como lo demuestra la historia venezolana
de estos últimos años.
En todo caso, conviene recordar aquí, para
concluir, el caso cubano. Si pese a los formidables obstáculos que se le han
presentado durante casi medio siglo Cuba pudo avanzar significativamente en la
construcción de una sociedad que garantiza un acceso universal a un amplio
conjunto de bienes y servicios, ¿qué no podrían hacer países dotados de muchos
más recursos de todo tipo (y alejados de la enfermiza obsesión norteamericana
con la isla caribeña) como la Argentina, Brasil y Venezuela?
Si pese a
tan desfavorables condiciones –como el bloqueo de cuarenta y cinco años y la
beligerancia permanente de Estados Unidos– ese país logró garantizar para su
población estándares de salud, alimentación, educación y derechos generales (de
la mujer, de los niños, de los discapacitados, etc.) que ni siquiera se obtienen
en algunos países del capitalismo desarrollado, ¿cuáles serían los insalvables
obstáculos que impiden, en países que disfrutan de circunstancias muchísimo más
promisorias, acceder a logros semejantes?
La respuesta no se halla en
determinismos económicos, un conveniente pretexto las más de las veces, sino en
la debilidad de la voluntad política. Sin una decidida voluntad de cambiar el
mundo éste seguirá siendo lo mismo. Pero quien pretenda acometer esa tarea
deberá saber dos cosas: primero, que al hacerlo se enfrentará con la tenaz y
absoluta oposición de las clases y grupos sociales dominantes que no dejarán
recurso por utilizar, desde la seducción y persuasión hasta la violencia más
atroz, para frustrar cualquier tentativa transformadora. De ahí nuestra grave
preocupación por ciertas formulaciones de los zapatistas, como “la democracia de
todos”, que trasuntan un alarmante romanticismo en relación a la reacción de las
clases y grupos desplazados del poder (Boron, 2001).
Segundo, que no hay
tregua posible en ese combate: si el gobernante que presuntamente intenta
cambiar al mundo es halagado por la “prensa libre”, los “gurúes” de Wall Street
y sus papagayos locales y, en general, la opinión “bienpensante” de nuestros
países (que en realidad piensa poco y mal), es porque su accionar ha caído en la
irrelevancia o, hipótesis perversa, porque se ha pasado al bando de sus
enemigos. Las clases dominantes del imperio y sus aliados jamás se resignarán a
perder sus prerrogativas, sus privilegios y su poder. Si no atacan no es porque
se han convencido de la superioridad ética, económica y política del socialismo
sino porque se han dado cuenta de que su eventual oponente ha depuesto las armas
y ya no les hace daño.