NCeHu 1326/04
Ernesto Laclau
"Si los piqueteros no evolucionan, van a
desaparecer pronto"
La visión de Ernesto Laclau, un filósofo de la
política radicado en Gran Bretaña
Desde hace aproximadamente dos décadas, Ernesto Laclau, filósofo de la
política, doctorado en Oxford, actualmente profesor de la Universidad de Essex,
vuelve cada año a la Argentina para pasar uno o dos meses en el país donde nació
en 1935. Aquí tuvo sus primeros contactos con el pensamiento de izquierda,
principal objeto de su trabajo como ensayista e investigador, gracias a la
lectura de Althusser y de Gramsci y a su propia militancia política.
"Primero estuve en el socialismo de vanguardia. Eso no me dio ningún aporte
teórico –dice Laclau–, pero después estuve en el socialismo de la izquierda
nacional, donde estaba Jorge Abelardo Ramos, y eso fue muy importante para mi
formación."
Hijo del abogado Ernesto Laclau, que de 1964 a 1966 fue embajador de la
Argentina en Dinamarca, el filósofo reconoce en su trayectoria la marca de la
herencia familiar. "Vengo de una familia yrigoyenista –cuenta–. Mi padre era
radical y tuvo que exiliarse durante la dictadura de Uriburu. Todo eso influyó
en mi formación intelectual, porque se puede decir que el sentido de lo nacional
y popular lo incorporé en mi casa. Después desarrollé mis ideas en formas que
fueron muy distintas de las que mi padre hubiera aceptado, pero siempre mantuve
con él relaciones cordiales. Era un hombre muy inteligente."
Hacia fines de los años 60, Laclau se instaló en Inglaterra. "En 1966,
después de graduarme, obtuve mi primer puesto de profesor en la Universidad de
Tucumán, con tal suerte que a los seis meses vino el golpe de Onganía y, como
tanta otra gente en ese momento, perdí mi puesto. Entonces vine a Buenos Aires,
a trabajar en el Instituto Di Tella, en un proyecto de investigación cuyo asesor
era el historiador inglés Eric Hobsbawm. El me preguntó si yo quería que me
consiguiera una beca para hacer mi doctorado en Oxford. Como en ese momento no
había en la Argentina perspectivas de ningún tipo para mí, le dije que sí. Fui a
Oxford; pasé tres años allí. Luego conseguí un cargo en la Universidad de Essex.
Estuve por volver a la Argentina en 1973, pero como acababa de conseguir ese
puesto decidí postergar el viaje un año y medio. Después ya era imposible volver
al país. Cuando terminó la dictadura, yo ya había hecho toda mi carrera en
Inglaterra. Entonces empecé a venir a la Argentina como lo hago ahora, uno o dos
meses por año".
Autor de "Nuevas reflexiones sobre la revolución de nuestro tiempo",
"Emancipación y diferencia" y "Contingencia, hegemonía, universalidad" (con
Judith Butler y Slavoj Zizek), entre otros ensayos, Laclau estuvo recientemente
en Buenos Aires para presentar la segunda edición en español de "Hegemonía y
estrategia socialista", escrito con Chantal Mouffe. En diálogo con LA NACION, el
filósofo analizó la situación actual de la Argentina, se mostró optimista
respecto del desempeño del gobierno nacional, señaló la necesidad de profundizar
la democracia y manifestó su preocupación por que la protesta social que
encabezan los movimientos piqueteros pueda encontrar, finalmente, un cauce
institucional.
-Hace dos años, dijo que veía el país al borde de la disolución y que
temía que hubiera una reimposición autoritaria del orden. ¿Cómo ve la situación
ahora?
-Tengo una impresión positiva. Creo que el país se está recuperando
rápidamente de esa crisis y que hay más esperanzas que en aquel momento en el
que, por un lado, estaban en conflicto las instituciones y, por otro, no se
sabía hacia dónde se desarrollaba ese conflicto. El lema era: "Que se vayan
todos", y "que se vayan todos" quiere decir que se quede uno, uno que no es
elegido por nadie.
-¿Por qué en nombre de la democracia se lanza una consigna autoritaria
como "que se vayan todos"?
-Creo que el autoritarismo puede emerger de dos vertientes: de que las
instituciones no tengan capacidad para dar respuesta a las demandas sociales y
de que las demandas sociales se planteen de tal modo que no encuentren formas de
vehiculización institucional. Me parece que en la Argentina, a partir de las
protestas de 2001, hubo una expansión horizontal enorme y, por otro lado, una
dificultad muy grande para integrar verticalmente esa expansión horizontal
creciente.
-¿En el plano horizontal usted ubica al pueblo y en el vertical al Estado?
-Sí. Las elecciones presidenciales de 2003 tuvieron lugar en el nivel más
tradicional del sistema político, sin que se expresara todo ese otro nivel de
demandas sociales. Creo que el gobierno del presidente Néstor Kirchner está
tratando de establecer una conexión entre los dos niveles que mencionamos. Las
dificultades vienen tanto de una ideología de los aparatos del Estado que
quieren, simplemente, reprimir, como del hecho de que algunos sectores de la
protesta social tienen una radicalización tal que impide la absorción política
de sus demandas. La posibilidad de una Argentina democrática depende de que esos
dos niveles se conjuguen.
-¿Ese problema revela la existencia de una crisis del sistema
representativo?
-La representación siempre es un proceso que se mueve en dos sentidos: del
representado al representante y del representante al representado. Cuando hay
una protesta amorfa, la función del representante es tanto más central. El
problema de la representación en una democracia es cómo moverse al mismo tiempo
en esos dos sentidos.
-No parece ser esa la preocupación de los líderes políticos argentinos...
-Por supuesto que hay formas pervertidas de la representación, formas de
absorción clientelística de las demandas sociales que ignoran totalmente la
potencialidad de esos reclamos. Pero esas no son las únicas formas de
representación posibles.
-¿Se puede tensar una confrontación como la que plantea el movimiento
piquetero sin que se quiebren los mecanismos institucionales de representación?
-Ese es el gran tema. En ciertos casos, las demandas sociales son tan vastas
que si el aparato del Estado no es lo suficientemente dúctil como para
absorberlas por medio de los canales existentes se puede producir un quiebre.
Pero los movimientos de protesta social pueden ayudar a una mayor
democratización de la sociedad.
-¿Cómo?
-Simplemente, presentando al sistema demandas que el sistema pueda absorber,
lo que lo haría más amplio. En cambio, si estas demandas son planteadas de
manera excesivamente confrontativa pueden llevar a un endurecimiento de las
instituciones. Creo que la política de Kirchner tiende a la alternativa
democrática, a una ampliación del sistema que evite la represión y que, a través
de esta absorción creciente de demanda, permita la flexibilización de las
instituciones, porque si sólo se aplica mecánicamente la represión vamos a
llegar a una sociedad en la cual, por un lado, habrá una acumulación de demandas
insatisfechas y, por el otro, un régimen institucional cada vez menos
representativo de la sociedad. Y ésa es la mejor receta para el autoritarismo.
Pero si la protesta social se generaliza más allá de lo que las instituciones
pueden absorber, podemos llegar a una situación como la que se dio en la
Argentina en 1974 y 1975, cuando la tensión entre ambos actores no pudo ser
resuelta, y el resultado fue la tragedia que todos conocemos.
-¿Qué papel juega la represión en la defensa de la democracia?
-Es claro que tiene que haber límites. Recuerdo que en Inglaterra, a finales
de los años 80, algunos islamistas radicales decían que, por respeto a la
diversidad cultural, reivindicaban el derecho de asesinar al escritor Salman
Rushdie, condenado a muerte por el ayatollah Khomeini. Evidentemente, ninguna
sociedad puede tolerarlo todo.
-El sindicalismo argentino ha ido perdiendo protagonismo hasta verse
prácticamente desplazado por los movimientos piqueteros. Ahora parece dispuesto
a recuperar el centro de la escena. ¿Usted cree que eso es posible, o hay etapas
a las que no se puede volver?
-No hay instituciones que tengan un papel prefijado. Supongamos que en una
determinada zona existe violencia racial y que la única institución capaz de
luchar contra ella son los sindicatos. La función normal de los sindicatos no es
luchar contra la violencia racial, pero por ser la única institución organizada
en esa zona que puede luchar contra el racismo, asumen esa función. La gente
comienza a acostumbrarse a que la lucha antirracista tiene que ver con los
sindicatos. Usted me dice: el piqueterismo ha reemplazado en la Argentina muchas
formas de protesta social que anteriormente estaban ligadas a los sindicatos.
Bueno, pero eso probablemente tenga que ver con la forma en que el sindicalismo
fue entendido durante un cierto período histórico. Por otra parte, hay que ver
si el piqueterismo puede constituirse en un sistema institucional alternativo.
Eso sería legítimo: no hay razón por la cual los sindicatos tengan que ser los
únicos protagonistas de la canalización de la protesta social. Pero si el
piqueterismo es simplemente una forma de protesta que se mantiene
desestructurada, no podrá perdurar.
-¿Aunque perduren las condiciones que le dieron origen?
-Sí. El problema básico es el de la marginalidad social. Siempre ha habido en
la sociedad la idea de una jerarquía: estaban los campesinos, los nobles, los
burgueses. Y, del otro lado, estaban aquellos que no se podían incorporar al
cuadro, los pobres. Pero como hasta comienzos del siglo XIX éstos no eran
tantos, ese sector excedente se trataba con medidas ad hoc, como las leyes de
pobres que había en Europa. Con la llegada del industrialismo esa masa de los no
clasificables empieza a crecer, pero entonces (y ése, quizás, ha sido el golpe
maestro del marxismo) se dice que esos pobres son parte del proceso productivo,
porque constituyen una clase obrera. Así, por medio de los sindicatos y los
partidos políticos obreros, ese sector que parecía excedente se vuelve
reabsorbible y funcional al sistema. Pero ¿qué ocurre cuando hay un exceso de
marginales que no es funcional al sistema porque deja de ser absorbible? Se
plantea el problema de integrar a esos sectores.
-Pero mejor que institucionalizar la desocupación y la marginalidad sería
erradicar los factores que las causan.
-Sí, pero eso no va a ocurrir. Después de 1955 se pensaba que, gracias al
desarrollo económico que posibilitarían las inversiones extranjeras, todas las
demandas sociales serían satisfechas y los símbolos populares del peronismo
pasarían a ser una cosa del pasado. Pero durante los años 60 los símbolos del
peronismo fueron adquiriendo una centralidad cada vez mayor y se incrementó la
desinstitucionalización del país. El problema es que siempre habrá un cierto
desnivel entre lo que las instituciones pueden hacer y las demandas sociales que
están surgiendo. Creo que la apuesta del gobierno argentino actual es llegar a
una nueva institucionalización del sistema político sobre una base expansiva
mucho más democrática que la que existía antes. Allí los enemigos fundamentales
son las máquinas partidarias, que tratan de limitar las formas de
institucionalización de la protesta social. Por un lado, el Gobierno se mueve
dentro de un marco creado por máquinas políticas que son muy fuertes y que no
tienen particular simpatía por sus proyectos, y, por otro lado, en el marco de
una protesta social que, en sus formas más duras, también pone obstáculos. Entre
esas dos alternativas, el Presidente a veces nada con la corriente a favor y
otras con la corriente en contra. Creo que el sistema político argentino está en
la mejor situación que yo he conocido en muchísimos años. Hay un momento de
creatividad política muy interesante en la Argentina actual. Hasta donde yo veo
y analizo el proceso argentino desde el exterior, creo que este gobierno está
tratando de hacer lo mejor posible para crear una sociedad democrática en el
país.
-Respecto de la democracia, usted suele afirmar que el populismo como
forma, no como contenido, es un elemento inevitable en ella.
-La cuestión del populismo es la siguiente: supongamos que hay un grupo de
vecinos que presenta un pedido a la municipalidad para que se cree una línea de
ómnibus que los lleve al lugar donde casi todos ellos trabajan. La demanda puede
ser aceptada, y en ese caso no hay problema, pero si es rechazada, esa gente
empieza a sentirse excluida. Esa serie de demandas insatisfechas se cristaliza
alrededor de un símbolo antisistema, de un discurso que trata de dirigirse a
estos excluidos por fuera de los canales de institucionalización. Cuando eso
ocurre, hay populismo. Ese populismo puede ser de izquierda o de derecha, no
tiene un contenido ideológico determinado. El populismo es más bien una forma de
la política que un contenido ideológico de la política. Ahora bien: una
democracia que no aceptara ninguna forma de populismo tendría que ser una
democracia en la cual todas las demandas fueran institucionalizadas de una
manera absolutamente perfecta (lo que es un fenómeno impensable). Si no, la
democracia tiene que aceptar esta forma de pluralización de demandas y esta
distancia institucional entre demandas y canales de acceso. Esta última es la
democracia viable, y tiene que ser siempre, en alguna medida, populista.
-En el prólogo a la segunda edición en español de "Hegemonía y estrategia
socialista" usted plantea la necesidad de que la izquierda recupere su capacidad
de proponer alternativas dentro de los sistemas democráticos. ¿Cree que esa
falta de reacción que usted advierte es síntoma de que los socialismos están en
vías de extinción o de transformación en algo completamente diferente?
-Lo que yo no creo que pueda desaparecer nunca es el principio de la división
social, que siempre va a existir y generar antagonismo. Uno puede plantear eso
en términos de la distinción entre derecha e izquierda, pero en el futuro podría
llegar a plantearse en términos distintos. Lo que no creo es que estemos
avanzando hacia sociedades en las cuales haya un pensamiento único. Hay ciertas
teorías, como la de Anthony Giddens, que dicen que estamos moviéndonos fuera de
un sistema adversativo de la política, pero yo creo que está completamente
equivocado. Una sociedad en la cual no hubiera adversarios funcionaría como una
fórmula matemática, pero uno no tiene libertad dentro de una estructura
matemática. La libertad supone que haya distintas posibilidades, y esas
posibilidades suelen generar antagonismos. Por eso, la democracia requiere la
oposición entre adversarios. Esa confrontación tiene que estar sometida a
reglas, pero tiene que existir. Es como jugar al ajedrez: hay un sistema de
reglas y hay dos adversarios, pero no se puede jugar si hay un solo jugador, o
si hay dos, pero uno de ellos patea el tablero.
Verónica Chiaravalli
Fuente: diario La Nación, de Buenos Aires, Argentina; 21
de agosto de 2004.