EL AUMENTO DE $100
NO COMPENSA LA PERDIDA DEL
SALARIO REAL NI
REVIERTE LA CAIDA DEL CONSUMO
Por
Ernesto Kritz
Después
de una década de autonomía de los interlocutores sociales –pero también de
debilitamiento de la negociación colectiva- el Estado parece retomar la práctica
de intervenir en la fijación de los salarios privados. Como muchas veces en los años ochenta,
se propone ahora un aumento general de suma fija -presumiblemente $100- para
compensar la pérdida del salario real post-devaluación.
El
examen de esta decisión de política tiene dos ejes: por un lado, el de la conveniencia o
inconveniencia de una intervención pública y de carácter general en el mercado
de trabajo; por el otro lado, el
del alcance e implicaciones sociales y económicas de la medida
misma.
El
primer punto retrotrae la discusión al estado previo a la década del noventa,
aunque
en un contexto de mucha mayor dispersión salarial y de productividad de
la mano de obra, como consecuencia de las reformas económicas y del mercado de
trabajo durante la convertibilidad.
Esto aboga en favor de una negociación que de cuenta de esas disparidades
y también, desde luego, de las muy distintas posibilidades económicas y
financieras de las empresas en la situación de crisis. Pero es igualmente cierto que, con un
desempleo que bordea el 23%, la capacidad de negociación de los asalariados es
virtualmente nula, por lo que no puede esperarse aumentos generalizados de los
salarios privados por la vía del mercado. Hay, por consiguiente, una
colisión entre la adecuación de las instituciones laborales y el equilibrio de
la negociación en la coyuntura.
La
respuesta, sin embargo, no depende únicamente de la solidez de la argumentación
sino de los condicionantes y resultados posibles. De allí la pertinencia de precisar las
implicaciones de la intervención.
Las preguntas son tres:
¿cuál es el alcance de la medida? ¿en cuánto modifica la tendencia
declinante del salario? ¿qué impacto tiene sobre el consumo de los
hogares?
La cuestión inicial es, tal vez, la más importante desde la perspectiva
de las instituciones que regulan el funcionamiento del mercado de trabajo. La población que puede ser cubierta por
una intervención como la que se discute -es decir, los asalariados privados
registrados de los sectores no agrícolas- llega a unos 3.3 millones de
personas. Esto representa el 23%
del mercado laboral y el 30% del total de los ocupados. Este es el alcance máximo posible de la
medida. Es muy probable que una
proporción de las empresas, en especial pymes, no pueda cumplir, por lo que
difícilmente el alcance efectivo supere un quinto de la población activa y un
cuarto de los ocupados. Quedan
afuera –además de los empleados públicos- los asalariados no registrados, los
empleados del servicio doméstico, los trabajadores por cuenta propia, los
trabajadores rurales y los trabajadores familiares. Juntos, constituyen la mayoría de la
población activa: son 9 millones de personas.
Aún
si se incluyera a los empleados públicos de todas las jurisdicciones, la
cobertura sería inferior al 40% de la fuerza laboral. Pero dada la segmentación de los
sectores privado y público, la política salarial de este último no determina la
del primero.
Esto
tiene una significación muy importante: el Estado no tiene –y tampoco las
corporaciones gremiales- la capacidad para imponer una centralización
salarial. Esta centralización fue
el eje de la política laboral y del compromiso social corporativo en las cinco
décadas anteriores a la convertibilidad. Se trata, por lo tanto, de un
cambio que trasciende la crisis e incluso la debilidad administrativa del Estado
y que sólo en menor medida puede atribuirse al desempleo; el grueso de la cesantía se origina
fuera del sector privado
formal. Es la segmentación del
mercado la que impone la quiebra del modelo de centralización
salarial.
En
el corto plazo, un aumento de suma fija de $100 no compensa la pérdida de
salario real. Al momento de la
devaluación, el salario bruto promedio de los asalariados privados registrados
era de $938. A fines de mayo, con
el índice de precios del INDEC (las mediciones privadas arrojan variaciones más
altas) y sin considerar reducciones salariales (30% de las empresas reportaron
haberlas hecho), ese promedio cayó a $ 745 en términos reales. Con una hipótesis de inflación en los
próximos dos meses de 3%, cuando se cobre el aumento (es decir, a comienzos de
agosto), el salario real estará en $702.
La pérdida acumulada desde enero sumará $960, o sea el equivalente a un
mes de trabajo. Esta es la medida
del impuesto inflacionario pagado por los trabajadores privados formales. Los $100 devolverán el 10% de esa
pérdida y el salario real de agosto estará 19% por debajo del nivel
pre-devaluación.
Para
los poco más de 750.000 trabajadores que ganan menos de $300, el salario
promedio que en enero era de $224, a fines de mayo había caído en términos
reales a $178. Con el aumento
propuesto, tendrán una ganancia con relación a enero de $54, pero la pérdida
acumulada desde la devaluación habrá sumado $229.
El efecto sobre la demanda agregada será
muy limitado. En enero la masa devengada de remuneraciones del sector privado formal
fue de $3.274 millones. Como
resultado de la caída de la ocupación (que, de acuerdo a la encuesta mensual del
Ministerio de Trabajo alcanzó a 5.6% en los principales centros urbanos); sin
considerar los ajustes en salarios nominales habidos en el período; asumiendo
adicionalmente que la ocupación se estabilizará y que todas las empresas pagarán
el aumento de $100, puede esperarse que la masa bruta mensual de remuneraciones
privadas se incremente en $330 millones.
Pero si, como calcula el gobierno, el efecto directo del alza salarial
sobre los precios al consumidor es de 2.5%, debe también esperarse una caída en
igual proporción en el poder adquisitivo de la mayoría de trabajadores no
incluidos en la medida. Esa caída
puede estimarse en algo más de $104 millones para el mes de agosto. Esto implica que el efecto neto total
sobre el ingreso de los hogares será de unos $225 millones. Esta cifra equivale al 1% del consumo
privado de un mes.
No
parece este el camino para reparar el costo social y económico de haber
devaluado en una situación de alto desempleo.
