Rápido en las respuestas, trasluciendo convicción en cada una de sus
palabras, la conversación de Norman Birnbaum destaca sobre todo por la
extraordinaria libertad con la que se expresa. Como otros destacados
intelectuales de la corriente crítica y radical norteamericana, no sólo sus
razonamientos, sino también los términos con los que los expresa, acaban
poniendo en evidencia, por contraste, la autocensura, la envarada contención,
desde la que parece hablar la socialdemocracia a este lado del Atlántico.
Pregunta. En Europa se ha recibido con sorpresa, por no decir con
indignación, la idea lanzada desde algunos medios norteamericanos de que las
críticas europeas a la política de Ariel Sharon hacia los palestinos obedecen a
un persistente reflejo antisemita.
Respuesta. Gran parte de los mensajes procedentes de Estados Unidos
tiene un objetivo preciso: presionar a Europa para que adopte sus posiciones en
el conflicto. Y hay muchos apologistas en la prensa dispuestos a profundizar en
esta línea.
P. ¿Es sólo la prensa la que alimenta esta posición o participan
también los medios oficiales?
R. El Gobierno de Bush no la ve con desagrado, debido a las presiones
del lobby proisraelí. Conviene no olvidar una cosa. En la clase dirigente
europea, nadie hace hoy profesión de antiamericanismo. Por el contrario, una
parte de la clase dirigente norteamericana se declara abiertamente antieuropea.
A su juicio, los europeos son perezosos que viven a costa del Estado de
bienestar, son parásitos en términos de defensa. Y, por descontado, tienen un
trasfondo nacionalista y antisemita. Permítame decirle que harían bien ignorando
estas críticas.
P. Y sin embargo, constituyen la prueba de que, al igual que en el
pasado, se prefiere enjuiciar los estereotipos antes que los hechos.
R. Aplicada a Israel, ¿qué sentido tiene la categoría tradicional de
antisemitismo? Los israelíes no son una minoría perseguida y confinada en un
gueto. Son, por el contrario, ciudadanos de un Estado con armamento nuclear,
forman parte de un país con altos niveles de bienestar y uno de los más
poderosos ejércitos del mundo. Entre los norteamericanos que conocen Europa,
nadie piensa que aquí se esté viviendo una nueva ola de antisemitismo.
Subsisten, sin duda, ciertos reflejos entre la población cristiana, pero no veo
cómo podría ser de otra manera después de 2.000 años de historia. Ha habido,
además, ataques contra sinagogas, pero se explican como una extensión en suelo
europeo del conflicto que libran musulmanes y judíos en Oriente Próximo. Existe,
por último, una derecha rancia que hace gala de antisemitismo. Pero incluso esta
derecha admira al Ejército israelí, porque combate a los árabes. En cualquier
caso, no es un fenómeno exclusivo de los europeos. También en Estados Unidos hay
gente que odia a los intelectuales judíos, pero admira a los generales
israelíes.
P. A juzgar por esta paradoja, da la impresión de que se estuvieran
invirtiendo las simpatías y antipatías tradicionales; la ultraderecha emergente
en Europa, que se muestra benevolente con el pasado nazi y fascista, se
caracteriza, sin embargo, por un sentimiento de odio contra los musulmanes y no
tanto contra los judíos.
R. El éxito de Le Pen en la primera vuelta de las elecciones
presidenciales francesas fue acogido con cierta alegría en algunos sectores de
Estados Unidos. Sobre todo porque humillaba a Francia, porque -pensaban- esto
enseñaría a los franceses a no darnos lecciones. De todas formas, esa inversión
de las simpatías y antipatías no es completa. Los líderes de la comunidad judía
en Francia no han apoyado a Le Pen. Han existido, quizá, casos aislados,
personas de clase media baja, simpatizantes de Betah, el grupo de apoyo al
Likud. Como la comunidad judía americana, la europea también está dividida.
Muchos intelectuales y políticos judíos franceses han exigido en público un
comportamiento diferente a Israel.
P. No sé si ha advertido que, pese a ser considerados ambos pueblos
semitas por los teóricos del siglo XIX, el término antisemitismo se aplica sólo
a los ataques contra los judíos. Cuando se trata de ataque contra musulmanes, se
habla de racismo, aunque la creencia en el islam nada tenga que ver con la
raza.
R. Durante 2.000 años, los judíos han vivido integrados en la
civilización cristiana y europea con momentos de mayor y menor dificultad, y
algunas veces con profundo dramatismo. Por su parte, los musulmanes gobernaron
en España hasta 1492 y estuvieron a las puertas de Viena. La historia es, pues,
muy diferente. Unos eran vistos como una nación sin tierra, con sus propias
leyes en el interior de un Estado ya constituido. Los otros, por el contrario,
representaban la frontera de Europa, un peligro militar, un riesgo geopolítico.
La noción de antisemitismo fue desarrollada en el siglo XIX con el exclusivo
propósito de separar a los judíos del resto de los europeos a partir de la
cultura y de la herencia biológica, en aplicación de las teorías racistas. En
ese momento no se pensaba en los musulmanes, que estaban fuera de Europa. En
Estados Unidos, por su parte, los pocos ciudadanos árabes que había eran
mayoritariamente cristianos. Inmigrantes procedentes de Líbano, mitad
palestinos. Por tanto, creo que el diferente uso que hoy se hace de términos
como antisemitismo y racismo encuentra su explicación en la historia, no en su
función ideológica actual. Dicho esto, creo también que la reacción frente a los
inmigrantes árabes no cristianos tiene indudables rasgos en común con el
antisemitismo tradicional.
P. Decía usted que una parte de la clase dirigente norteamericana ve a
los europeos como perezosos que viven a costa del Estado de bienestar. Entiendo
que este juicio obedece más al deseo de criticar un modelo económico que al
simple hecho de menospreciar a los europeos.
R. Estados Unidos tiene también un Estado de bienestar; un Estado de
bienestar desarrollado a lo largo del siglo XX por los grandes presidentes
reformistas: Theodore Roosevelt, Wilson, Franklin Roosevelt, Truman y Johnson.
En primer lugar, disponemos de un sistema universal de pensiones, que incluye la
de incapacidad, esto es, un salario de por vida para las personas que no están
en condiciones de desarrollar ningún trabajo. En segundo lugar, existen dos
sistemas para la atención sanitaria. Todo ciudadano por encima de los 75 años
tiene derecho a ella a través de la Seguridad Social. Es un sistema insuficiente
que padece una falta crónica de recursos, pero es universal. Y lo mismo se puede
decir de la atención sanitaria para los ciudadanos empobrecidos. El problema se
presenta, lógicamente, para la gente que se encuentra entre ambas categorías,
que no está jubilada y que trabaja. Por último, el Estado lleva a cabo un
considerable esfuerzo en educación.
P. A ello habría que unir la labor social de los sindicatos.
R. Sí, de hecho gestionan un semi-Estado de bienestar. El origen hay
que buscarlo a final de los años cuarenta, cuando se establecieron contratos
sindicales para suplir las deficiencias públicas en materia de sanidad o
desempleo. En cualquier caso, todos estos componentes, todos estos sistemas de
protección, públicos y sindicales, permiten afirmar que la idea de que en
Estados Unidos rige el capitalismo puro y duro mientras que en Europa se ha
impuesto el Estado de bienestar resulta demasiado simple.
P. ¿Y esa clase dirigente a la que antes se refería pone también en
tela de juicio el Estado de bienestar norteamericano?
R. En Estados Unidos, lo mismo que en Europa, gran parte de quienes
critican las garantías de empleo provistas por el Estado de bienestar son
profesores con puestos asegurados de por vida o economistas a los que se
recompensa por defender los argumentos del capital. El razonamiento económico
es, en realidad, ideológico y político, no científico.
P. ¿En qué medida esas críticas centran el debate político en Estados
Unidos?
R. De hecho, la defensa y la extensión del Estado de bienestar ha sido
y es uno de los ejes mayores de la política norteamericana. Después de las
últimas elecciones presidenciales, los republicanos querían reducirlo, poner un
límite a su expansión. Pero los planes de privatización de la Seguridad Social
se han visto entorpecidos por el escándalo de Enron y por la caída de las
bolsas. Los norteamericanos han perdido mucho dinero en la Bolsa, en particular
los pequeños ahorradores. Por otra parte, se sabe que el nivel de vida medio de
los europeos no es peor que el de los norteamericanos, pese a tener una
Seguridad Social con mayor cobertura, un mejor seguro de desempleo y, en
definitiva, un Estado de bienestar más universal e inclusivo.
P. Entonces, y frente a lo que parece desprenderse del triunfo de los
conservadores en la mayor parte de los países desarrollados, el futuro del
Estado de bienestar no está aún decidido.
R. El Estado de bienestar no es solamente una creación de la
izquierda. Como se sabe, la democracia cristiana tuvo también una participación
muy activa. La idea de que nadie debe vivir por debajo de un mínimo no es ni
siquiera patrimonio de los partidos democráticos, e inspiró lo mismo a la
izquierda comunista que a los nacionalsocialistas, a los fascistas de Mussolini
y, hasta cierto punto, a la Falange en España, por corrupta e ineficaz que fuese
su gestión. En cualquier caso, lo que hoy está en juego, debido a la competencia
global, es ese modelo de Estado de bienestar que pretende redistribuir los
beneficios sociales a partir de los impuestos. Se puede cerrar una fábrica en
Barcelona y abrirla en México o Brasil. O mejor en Corea o en China, donde un
Estado autoritario se encarga de que los sindicatos no creen problemas. Desde el
momento en que no existe ningún mecanismo internacional que asegure el
establecimiento de prestaciones sociales, las empresas buscarán los países con
un coste laboral más bajo, y esto supone una desventaja para los que mantienen
un coste más elevado. Incluido Estados Unidos. No tiene más que ir a San Diego o
a El Paso y cruzar la frontera. En estas circunstancias, cabe hacerse una
pregunta: ¿ante quién son responsables los Gobiernos? ¿Ante las empresas
globales que quieren producir más barato o ante los ciudadanos cuyas condiciones
de vida se verán afectadas como consecuencia de las relaciones económicas con el
resto del mundo?
P. Hablaba antes de la confluencia de la democracia cristiana con la
socialdemocracia para construir ese Estado de bienestar que redistribuye a
partir de los impuestos. ¿Piensa que la tercera vía, y en general la nueva
socialdemocracia, podría estar haciendo el camino de regreso, esto es,
confluyendo con los conservadores para desmantelarlo?
R. Uno de los más cercanos asesores de Blair y antiguo ministro,
Mandelson, declaró que la tercera vía es sobre todo una cuestión de retórica y
dijo que el nuevo laborismo adolece de falta de sustancia. El último presupuesto
británico e, incluso, el segundo programa electoral del laborismo prometían más
y mejores servicios públicos, en abierta contradicción con la tercera vía, a la
que Blair no se ha vuelto a referir. El uso de la idea de 'nuevo centro' por
parte de Schröder carece de contenido, ha desmovilizado a su electorado y acaba
de ser abandonada en favor de los proyectos socialdemócratas clásicos por temor
a una derrota electoral. Jospin definió su programa como no socialista y sus
votantes le abandonaron. Clinton aceptó la tercera vía para justificar el
abandono de las posiciones de los demócratas a favor de la redistribución, y
Gore perdió. La socialdemocracia y el reformismo social norteamericano se han
comprometido con el capital, y lo único que están demostrando así es su falta de
convicción, su incapacidad intelectual para controlar la nueva situación global
si no es en los términos establecidos por los conservadores.
P. ¿Y los socialistas españoles?
R. La situación durante los primeros Gobiernos de Felipe González era
distinta. González se dio cuenta de que tenía enfrente dos desafíos. Primero, la
modernización de la sociedad española, que salía de una dictadura como la de
Franco. Segundo, la extensión de la justicia social a través de la construcción
del Estado de bienestar en España. En 1993, los socialistas españoles habían
perdido el impulso. Almunia puso en marcha un interesante proceso de reflexión
que buscaba una nueva síntesis, pero no tuvo tiempo. En cualquier caso, el
Partido Popular no ganó sobre la base de discutir el modelo de capitalismo, sino
sobre otros aspectos de la vida política en España. Por último, Zapatero habla
de un Estado 'ni obeso ni anoréxico', pero el PSOE no ha desarrollado todavía
una política económica distinta de la del PP, que lo que ofrece es una gestión
tecnocrática y un alineamiento con el capital. El PP se está distanciando, de
hecho, de sus orígenes, vinculados a la doctrina social católica. Resultaría
lamentable que el PSOE se sumase a él en la promoción de una idea de sociedad
cada vez más atomizada.
P. ¿Dónde podrá encontrar la socialdemocracia ese perfil que le
falta?
R. No olvide que la idea original de la izquierda no era la
redistribución, sino la noción de ciudadanía, es decir, un concepto que operaba
en el interior de una comunidad nacional. En estos momentos, la socialdemocracia
se enfrenta, por el contrario, a una extensión global del capitalismo. Eso
significa que donde antes estaba dispuesto a aceptar compromisos locales sobre
las prestaciones sociales del trabajo, ahora está más inclinado a invertir
fuera, donde los costes del trabajo sean más bajos. La izquierda tendría que
tejer alianzas con las fuerzas de los países en desarrollo que defienden la
democratización y el alza en las prestaciones sociales del trabajo. Por otra
parte, la socialdemocracia debería ejercer un mayor control sobre instituciones
como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial. El Banco Central
Europeo es demasiado importante como para dejarlo en manos de banqueros, y la
riqueza creada por los ciudadanos europeos, demasiado valiosa para ser
privatizada sin tener en cuenta las ventajas y usos del sector público. Es
preciso idear modelos económicos que desafíen a los neoliberales, en lugar de
limitarse a aceptarlos y a repetir que la regulación es mala y las empresas
públicas también.
P. En definitiva, ¿quiere eso decir que la socialdemocracia
necesitaría reafirmar su vertiente internacionalista más que su vertiente
ciudadana?
R. La noción de ciudadanía, la extensión de los derechos ciudadanos,
sigue siendo decisiva. Pero la ciudadanía no puede detenerse en el umbral del
lugar de trabajo. El control político de la economía es el único medio para
impedir que el capital colonice la totalidad de la cultura y de la existencia.
Por otra parte, los partidos socialdemócratas tienen que tomar una posición muy
clara en materia de inmigración. En Estados Unidos, uno de los grupos que pagan
el precio de la inmigración son los negros, cuyos salarios descienden como
consecuencia de que el trabajo de los inmigrantes, sin prestaciones sociales,
resulta más barato y no permite, por tanto, una competición en términos de
igualdad. En el plano internacional se trataría de crear polos de atracción
alternativos. No creo que la seducción de las ciudades europeas o de Nueva York
o Los Ángeles pueda desaparecer, pero sí que El Cairo, Casablanca, Río, São
Paulo o México puedan ejercer una seducción equivalente.
P. El problema consiste en cómo hacerlo. Por lo general, se ponen
muchas esperanzas en la ayuda al desarrollo, y la realidad es que sus resultados
nunca han sido esperanzadores. Se trata de un callejón sin salida, y, a mi
juicio, resulta extraordinariamente peligroso para nuestras democracias insistir
en la necesidad de actuar sobre los inmigrantes, aunque sea al precio de
sacrificar garantías básicas de nuestros sistemas políticos, en lugar de actuar
sobre las causas de la inmigración, que se encuentran en el modelo económico por
el que hemos optado. ¿Por qué se da por descontado que ese modelo no puede
modificarse si, como parece, no es que ponga en riesgo nuestro bienestar, sino
el fundamento de nuestras libertades?
R. Yo soy nieto de inmigrantes. Mi familia huyó de la Rusia zarista
como consecuencia del antisemitismo. Todos los blancos americanos tienen una
historia como ésta: somos todos descendientes de inmigrantes. Mire, la historia
de Nueva York a lo largo del siglo XX es la historia de vastas oleadas de
inmigrantes: italianos, alemanes, judíos; después, negros del sur, y ahora,
latinos y otros. La ciudad ha sabido asimilarlos a todos, la ciudad ha sido un
verdadero laboratorio para el progreso social. Los dos Roosevelt eran
neoyorquinos, y como presidentes no hicieron otra cosa que aplicar a escala
nacional lo que habían hecho en la ciudad y el Estado federal. Estados Unidos
tiene una historia diferente de la de Europa, pero los europeos a menudo pasan
por alto hasta qué punto sus sociedades son también producto de la inmigración
y, por tanto, no prestan atención a lo mucho que podrían aprender de la ecuación
norteamericana entre ciudadanía e identidad. Necesitamos elaborar nuevas ideas
para el siglo XXI. Si en el siglo XX pudimos acabar con el totalitarismo, ¿cómo
no vamos a encontrar salida a los nuevos problemas?
Fuente: Diario El País, Madrid, España, del 26 de mayo de
2002.