Sólo ahora, cuando todavía no se han apagado los sangrientos disturbios en
Haití y las convulsiones en Venezuela están al borde de otro punto de
ebullición, el mundo comienza a percatarse de lo que
pasa en América latina. Hay excepciones, pero el contrapunto
entre, por un lado, la representación política inscripta en la idea del Estado
de Derecho y, por otro, las rebeliones, entendidas por quienes las practican
como el método principal de acceso al poder, no decrece y amenaza con cobrar
nuevas víctimas.
Este escenario no deriva solamente del escaso interés de los Estados Unidos
por constituir en América latina una comunidad de naciones democráticas, sino
también de un conjunto de factores internos que no aceptan la legitimidad de lo
que hemos llamado una "democracia de medios". Si el camino para llegar al
gobierno en una democracia debe estar acotado por la ley, ¿cómo hacer compatible
dicha idea con la acción directa de aquellos que quieren apropiarse del espacio
público para hacer valer sus reivindicaciones? Este es, en suma, el poder de la
calle.
En nuestro país este contrapunto tiene especial relieve, por dos motivos.
Primero, porque está muy presente en nuestra memoria el lacerante derrocamiento
de Fernando de la Rúa. Segundo, porque en el diseño de nuestra política -a
partir de la asunción de Kirchner y de la emergencia hegemónica del
justicialismo- late un conflicto entre el poder del Gobierno y el poder de la
calle. Esta situación deriva, en parte, de la declinación de la oposición legal
(UCR, ARI, Recrear, etc.), que no atina aún a encontrar el papel que le cabe
desempeñar.
Se explican estas dudas. En algún momento, la oposición llegará (hay un
dualismo inherente a la dinámica de la democracia que nos conducirá a ello);
pero el problema reside en elucidar si esa tendencia cobrará cuerpo en el
sistema de partidos o en un conjunto de movimientos sociales (piqueteros,
sindicalistas como Hugo Moyano, dedicados a controlar rutas y canales de
abastecimiento, o grupos clientelísticos que, en determinada ocasión, decidan
presionar para obtener mayores favores).
Lo más probable es que ambos actores, los partidos y los movimientos
sociales, actúen en forma paralela. No obstante, en una democracia adquieren
significado predominante aquellos capaces de determinar el conflicto más
importante. Hoy, por ejemplo, los piqueteros no gozan del apoyo mayoritario en
las encuestas; tampoco los sindicalistas que imponen su diktat a través
de la prepotencia. Sin embargo, el hecho de esta caída en las preferencias del
público no invalida ni su presencia ni su potencial para poner al Gobierno ante
el dilema de la negociación permanente o la restauración lisa y llana del orden.
De aquí la importancia crucial que adquiere la configuración actual del
justicialismo. Luego de la experiencia electoral del año pasado, el Partido
Justicialista reúne en su seno tres atributos: la amnesia con respecto al pasado
inmediato, como si la deuda no la hubiesen producido miembros del mismo partido;
una retórica de autonomía nacional frente a la rapiña externa teñida de
pragmatismo (el discurso del Presidente en el Congreso, el lunes, es un modelo
en este género), y, por fin, un conjunto de agrupamientos internos, ya
organizados o en vías de formación, de los cuales depende la gobernabilidad.
El Partido Justicialista es hoy una coalición de gobernantes. El poder de la
calle es, en cambio, una manifestación laxa de un nuevo tipo de oposición. Para
sobrevivir electoralmente, el justicialismo depende de los resultados de las
políticas públicas (sobre todo, en el campo económico) y del clientelismo. El
poder de la calle, por su parte, depende de la administración de planes sociales
y de otro tipo de apoyos que los manifestantes puedan recibir para pasar de la
acción contestataria al comportamiento moderado. Paradójicamente, el círculo se
cierra porque tanto unos como otros -el poder del Gobierno y el de la calle-
dependen del combustible financiero que emana de las arcas del Estado.
El clientelismo y la "contención" (palabra hoy de moda) de los piqueteros
cuestan dinero. Pero no se trata del dinero que se invierte según el modelo de
un Estado social de Derecho, con seguro universal de desocupación según períodos
limitados de tiempo, sino del dinero propio de un Estado populista con sus redes
clientelísticas bien aceitadas tanto en el plano nacional como en los órdenes
provincial y municipal.
El gran desafío que se le plantea al gobierno de Kirchner, más allá del
omnipresente tema del default, consiste, precisamente, en poner en marcha el
pasaje entre uno y otro tipo de Estado. Esta, como dijimos en una nota anterior
con relación a la coparticipación federal, es también otra de las leyes
fundamentales que el país exige. Basta de clientelismo. Esa tradición no puede
seguir reproduciéndose, so pena de seguir fabricando unos bloqueos
institucionales que abarcan el país entero, desde los municipios del Gran Buenos
Aires (algunos, pese a todo, razonablemente administrados) hasta los turbios
establos públicos de Santiago del Estero.
Queda, pues, pendiente una tarea mayor. Si, aparentemente, la economía se ha
reactivado y la penuria fiscal se ha recuperado en el corto plazo, con la
reforma del Estado -concebida de acuerdo con una visión universal del bien común
de la República- se ha hecho poco y nada. Su formato, mejor financiado sin duda,
sigue igual. ¿No habrá llegado el momento de inspirar una ética reformista que
permita aplicar una parte de nuestro abundante superávit fiscal a esta
impostergable tarea? Se pueden crear fondos anticíclicos para capear mejor el
aguacero cuando se desatan tormentas externas, y también se pueden establecer
fondos de reconstrucción pública que, de una vez por todas, echen las bases de
una democracia de mejor calidad pública.
Tal vez en este difícil emprendimiento radique una de las posibilidades más
fecundas para los partidos de oposición (sobre todo para aquellos que no tienen
compromisos adquiridos con la administración inmediata del Estado, en sus tres
niveles). No es sencillo hacerlo: requiere sistematización de los datos, una
concepción global de lo que se quiere hacer y una ascética, para no dejarse
captar por la vieja estrategia peronista de incorporar en su seno a un
variopinto grupo de antiguos opositores. Esta actitud no sólo responde a un
regeneracionismo de viejo cuño, aferrado con convicción a los principios.
Responde, asimismo, a la necesidad de contar en el país con un capital humano de
reserva .
La dignidad del Estado no se recupera con meras palabras: se construye, paso
a paso, levantando instituciones. Si esa mediación no logra establecerse, el
contrapunto entre el poder del Gobierno y el poder de la calle, ambos
alimentados por el clientelismo, seguirá haciendo de las suyas. Y no quiero
pensar qué ocurriría si el gran amortiguador de este esquema -el ciclo económico
favorable que viene del exterior- pierde el vigor que ha demostrado tener hasta
el momento.
Fuente: diario La Nación, de Buenos Aires,
Argentina; 4 de febrero de 2004.