NCeHu 215/04
HACIA UN CAMPO SIN CAMPESINOS
Es cierto que desde hace algún tiempo el mundo rural ya no es el mundo de
la agricultura, pues a estos espacios se les han asignado nuevas funciones que
provocan el aumento de su complejidad económica, social y cultural. Esto ha dado
lugar a la difusión, desde las más diversas instancias, de una serie de
conceptos (turismo rural, turismo cultural, ecoturismo, agroturismo, crecimiento
sostenible, economía sustentable, espacios de ocio, desarrollo local endógeno,
desarrollo rural integral, recursos ambientales, gestión ambiental) que se
repiten con insistencia y, por qué no, con escaso sentido crítico, incluso por
parte de diversos colectivos de científicos
sociales.
Sin embargo, se nos olvida con demasiada frecuencia que el agricultor es
un profesional de la agricultura y que como tal merece una remuneración
adecuada. Lo que nunca podrá ser es un hostelero, un artesano de cerámica
típica, un guía ambiental o un empresario que proporciona paseos a caballo. Si
no se quiere desvirtuar de manera absoluta el medio rural, y camino de eso
vamos, es preciso que para que estos lugares tengan una vida socio-económica
activa y dinámica su base productiva se asiente sobre lo que ofrecen de modo más
natural: el aprovechamiento agrícola, ganadero y forestal. Para ello es
imprescindible que existan unos precios más justos para sus producciones y que
se fomente el cooperativismo, estrategias bastante olvidadas en los estudios
rurales porque la moda científica camina por otros derroteros más acordes con lo
que a los centros de decisión les interesa
difundir.
En definitiva, se sigue el sendero marcado por Bruselas, ya que su
conciencia ecológica y ruralista hubiera tardado en despertarse de no ser por la
generación crónica de excedentes, los fabulosos gastos del FEOGA-Garantía y las
presiones internacionales en favor de la mundialización de la economía y la
total liberalización comercial. Es decir, la Unión Europea ha hecho de la
necesidad virtud mediante el fomento de las prácticas agropecuarias extensivas,
la reforestación, la revalorización de los espacios naturales, el apoyo a las
zonas desfavorecidas y de montaña, las jubiliaciones anticipadas en el sector
agrario, las ayudas para el abandono de la actividad agraria,
etc.
Todo esto está muy bien, perfecto, nadie puede negarse a medidas tan
ecológicas, sensatas y sustentables, pero si se lee con detenimiento la reciente
Agenda 2000 y se sigue la evolución de los acontecimientos, aparecen cuestiones
que en España deberían preocupar algo más, pues este documento
económico-financiero no contempla medidas para lograr una mayor racionalidad de
las explotaciones agropecuarias, sigue sin apostar por una mejora estructural ni
por una política fiscal para movilizar la tierra, olvida incentivar la
transformación de productos alimentarios e incluso potenciar la comercialización
de los mismos. No obstante, concede con generosidad recursos presupuestarios y
un papel importante a los instrumentos agroambientales con el fin de fomentar el
desarrollo sostenible de las zonas rurales y responder así a la creciente
demanda (tal vez dirigida) de servicios ambientales y turísticos por parte de la
sociedad.
De este modo se consolida la conversión del campo en un simple bien de
consumo (que ante todo debe proporcionar beneficios) desde su tradicional papel
productor, aunque lo peor del caso quizás sea el peligro y la dependencia que
supone que el turismo se convierta en un monocultivo en nuestro país, como así
parece esconderse tras unas políticas europeas oficiales que aparentan ser
armónicas, cohesivas y equilibradas. Después del desmantelamiento del tejido
industrial español y los crecientes problemas del sector agropecuario, todo
parece indicar que los centros de poder han asignado a España un papel terciario
dentro de la división regional del trabajo, donde se fomentan las áreas rurales
pero dejando de lado las actividades agrarias. Son notables los recursos que
durante los últimos años se han destinado a consolidar el turismo rural mediante
inversiones, ayudas y subvenciones selectivas que se centran en las
infraestructuras hoteleras y viarias, equipos e instalaciones deportivas, mejora
ambiental, reforestación o recuperación y conservación arquitectónico-artística,
es decir, todo aquello que transforma un antiguo espacio productivo en un lugar
desnaturalizado para el ocio y recreo de los europeos más
prósperos.
José Antonio Segrelles Serrano
Departamento de Geografía Humana
Universidad de
Alicante |