CULTIVOS TRANSGÉNICOS: ¿ALTRUISMO O
NEGOCIO?
Parece ser que del asunto de las "vacas locas" no hemos aprendido nada.
Ahora le toca el turno a los cultivos transgénicos, es decir, aquéllos cuyas
características genéticas son modificadas con el fin de que su comportamiento,
funciones o rasgos se adapten a unas condiciones deseables que no poseen las
especies naturales. De nuevo cabe preguntarse que es lo que de verdad hay detrás
de la lucha que se ha desatado entre defensores y detractores de este tipo de
cultivos. Respuesta: lo de siempre, pues cuando en cualquier conflicto están
implicadas las empresas multinacionales es saludable dudar por principio de que
sus acciones tengan como objetivo el bien común. Aquí subyace una vez más un
simple, pero sustancial, interés económico que se enmascara de diferentes formas
o mediante aquella cantinela de que una mentira repetida muchas veces acaba
convirtiéndose en una verdad indiscutible. Cuando la ocultación resulta
imposible, cuántas veces no habremos escuchado que una situación o fenómeno
capaz de enriquecer a unos pocos y perjudicar a la mayoría constituye un mal
necesario o el menos malo de los posibles o un precio que se debe pagar para
conseguir el desarrollo de todos.
Ofende la sensibilidad más pétrea oir a los representantes de las
empresas biotecnológicas cuando afirman sin rubor que las especies transgénicas
pueden acabar con el hambre en el mundo. Incluso habrá ciudadanos de buena fe
que ante semejante argumento neomalthusiano consideren la posible bondad de esta
iniciativa o rectifiquen una postura inicial contraria. Otros representantes de
estas empresas, más pragmáticos ellos, afirman que para el año 2005 se estima
que el sector biotecnológico podrá dar empleo a tres millones de personas en
Europa. ¡Ya estamos con la inagotable mina argumental del empleo!; excusa
bastante efectiva de modo tradicional en unos países azotados por el paro y la
precariedad laboral. Uno no sabe si reir o llorar. Lógicamente, las razones de
las firmas implicadas no son altruistas, ni mucho menos, sino económicas,
políticas y estratégicas. Además, el camino para acabar con el hambre en el
mundo es recto y diáfano, sin circunloquios
demagógicos.
El sector privado biotecnológico de Estados Unidos invirtió más de 1,3
billones de pesetas durante el año 1998, aunque los experimentos se están
realizando desde hace varias décadas. La ofensiva actual indica que ya ha
llegado el momento de rentabilizar a lo grande sus enormes inversiones. Cuando
los beneficios están en juego, ¿qué importan la salud humana, la integridad del
medio o la hipoteca que contraigan los países dependientes?. Para comprender
esta falta de escrúpulos basta con leer la traducción al español de la
prestigiosa revista The Ecologist
(vol.28, nº5, sept.-oct.1998), dedicada en exclusiva a mostrar cómo las gasta la
empresa estadounidense Monsanto, líder mundial en la ingenieria genética y
abanderada de esta causa, cuando sus ventas están en peligro. Monsanto, que
vendió por valor de un billón de pesetas en 1998, ha creado cultivos
transgénicos que pueden soportar la aplicación masiva de los pesticidas y
herbicidas más poderosos. Si tenemos en cuenta que esta firma transnacional
también produce y comercializa el famoso herbicida Round-Up Ready se puede ver todo algo más claro,
ya que una polinización cruzada entre una plantación transgénica y otra natural
obligaría al resto de agricultores a tratar cada vez más sus propios cultivos
con productos fitosanitarios.
Lo peor de este asunto es que Estados Unidos, vocero de Monsanto y otras
empresas similares (Novartis, AgrEvo, Dekalb, Zeneca, Pioneer-DuPont, Florigene,
Rhône-Poulenc, Seita), y el Grupo de Miami (Argentina, Australia, Canadá, Chile
y Uruguay), vocero de Estados Unidos, se niegan a incluir etiquetas
identificativas en los productos transgénicos que pugnan por entrar en Europa al
amparo de la libertad comercial auspiciada por varios acuerdos internacionales.
Fueron precisamente los principales exportadores de estos productos, apoyados
por Estados Unidos y el Grupo de Miami, los que hicieron fracasar la reciente
Cumbre de Cartagena de Indias (Colombia), donde se pretendía, con el consenso de
otros 132 países (UE inclusive), regular el tráfico internacional de alimentos
transgénicos. Los países que se opusieron al acuerdo, acusando a los demás de
proteccionistas, son los que más han desarrollado la ingeniería genética, hasta
el punto de acaparar más del 94% del
mercado.
También cabe cuestionarse a este respecto si a las autoridades europeas
les preocupa más las posibles repercusiones negativas sobre las personas y el
medio o el desenlace económico de este nuevo episodio de las batallas
comerciales entre ricos que han sustituido al combate ideológico tras la guerra
fría.
Es cierto que el ser humano ha domesticado, seleccionado y cruzado las
plantas y animales desde el Neolítico para adaptarlos a su hábitat, gustos y
necesidades. Sin embargo, ante el inusitado desarrollo de la manipulación
genética aparecen peligros incalculables para las personas y para el medio
natural que pueden ser irreversibles. Es pertinente recordar la estrecha
relación que se detectó en la primavera de 1996 entre el llamado mal de las
"vacas locas" y la degenerativa enfermedad de Creutzfeldt-Jakob. Por lo tanto,
mientras no se demuestre fehacientemente la inocuidad de estos productos, lo
normal sería proceder con cautela y no permitir su libre
circulación.
Asimismo, conviene no olvidar las razones político-estratégicas que
nutren este debate, puesto que el futuro alimentario de la Humanidad está en
juego. En 1998, la investigación genética desarrolló con eficacia la técnica
denominada Terminator, cuya patente
se concedió al Departamento de Agricultura de Estados Unidos y a la empresa
Delta & Pine Land, adquirida poco después por Monsanto. Esta técnica
consiste en introducir un gen asesino
que impide el desarrollo del grano cosechado, es decir, la planta crece y la
cosecha es normal, pero el producto resulta estéril. Esto significa que los
agricultores no pueden reutilizar las semillas en la siguiente siembra y deben,
por lo tanto, adquirirlas en la empresa suministradora. Negocio redondo. Antes,
Monsanto prohibía a sus clientes guardar las semillas de un año para otro;
ahora, con la nueva técnica hasta puede ahorrarse el coste que representan los
detectives y chivatos contratados para vigilar las plantaciones y graneros de
los agricultores transgénicos. Su punto de vista es "lógico": no puede haber
ganancias si los campesinos reutilizan las semillas. Para ellos, la naturaleza y
una práctica de miles de años se oponen al "derecho natural" del beneficio, como
señalan J.P Berlan y R.C. Lewontin en el artículo titulado "La amenaza del
complejo genético-industrial" (Le Monde
Diplomatique, diciembre 1998, pp.
26-27).
Para concluir, imaginemos por un momento las repercusiones que dicha
estrategia puede tener en los países en vías de desarrollo. La tiranía del
mercado y la inclusión de sus agriculturas en el comercio agroalimentario
mundial ya supuso la expansión del monocultivo y la pérdida irreparable de gran
parte de su patrimonio vegetal y diversidad biológica. Si los cultivos
transgénicos se extendieran por todo el mundo (para las empresas
multinacionales, mercados), no sería exagerado deducir que el futuro de la
alimentación básica de miles de millones de personas estaría concentrada en unas
pocas manos, coincidentes con las empresas biogenéticas más poderosas, que
precisamente radican en los países más ricos del planeta. Y eso sin contar la
progresiva destrucción de la biodiversidad, el deterioro del medio y el fin de
toda posibilidad para lograr un desarrollo agrícola sustentable.
La agrogenética acentúa estos problemas y agrava la clásica dependencia
de los países más pobres. De forma tradicional, los campesinos africanos,
asiáticos y latinoamericanos, utilizando una sabiduría secular, cultivaban
especies diferentes de un cultivo aunque varias de ellas tuvieran escasos
rendimientos. De esta manera siempre aseguraban alguna cosecha ante cualquier
plaga, enfermedad o catástrofe. Además, supieron cultivar miles de variedades de
una misma especie, cuando en la actualidad sólo se dedican a unas pocas, que son
las de mayores rendimientos o las que demanda el mercado. La pérdida de recursos
fitogenéticos es, por lo tanto, inmensa, pues no sólo desaparecen posibilidades
alimentarias, sino también medicinales, culturales y
ecológicas.
La proliferación de semillas estériles, no reutilizables, y la
eventualidad de cualquier revés natural, económico, bélico o político llevaría a
un trágico dilema: el hambre, que se supone que es lo que estas empresas
biogenéticas quieren erradicar, o el desembolso de enormes sumas para comprar
dichas semillas a las corporaciones transnacionales. Es decir, la eterna
historia: supeditación del sur al norte. Hasta para
comer.
José Antonio Segrelles
Serrano
Departamento de Geografía
Humana
Universidad de
Alicante