Póngase el lector en el lugar de un pobre agricultor africano que a duras
penas consigue salir adelante con una o dos hectáreas de tierra. Puede que usted
nunca haya oído hablar de la globalización, pero sin duda se ve afectado por
ella: vende algodón que algún trabajador de la Isla de Mauricio convertirá en
una camisa según el diseño de un modista italiano, para que la acabe luciendo un
parisino acomodado. Está en mejor situación que su abuelo, quien se dedicaba a
la agricultura de subsistencia. Pero es a su vez víctima de la globalización y
de un régimen económico mundial injusto que se ha ido gestando a lo largo de los
años, volviéndose en ocasiones cada vez más injusto.
El precio del algodón que usted vende es tan bajo debido a que los EEUU
gastan hasta 4.000 millones de dólares al año en subvencionar a sus 25.000
agricultores, animándolos a que produzcan más y más algodón (los subsidios
llegan a ser superiores al valor de lo que producen); y cuanto más producen, más
baja el precio del algodón.
Así, a usted se le ocurre redondear sus ingresos comprando una vaca para
vender la leche. Pero la leche es tan barata que no compensa: su leche fresca
tiene que competir con la leche en polvo de Estados Unidos y Europa, naciones
que pagan por sus vacas subvenciones de 2 dólares diarios, es decir, más de lo
que ganan usted y sus vecinos.
Usted se pregunta cómo sería su vida si lo trataran tan bien como Europa
trata a sus vacas....
Su hermana solía aportar a la familia unos ingresos adicionales trabajando en
una fábrica de la ciudad, pero hace casi diez años el gobierno se vio obligado a
retirar sus moderados aranceles, y la fábrica cerró: algo llamado "ronda
Uruguay"dictaminó que son ilegales los aranceles y subsidios que gravan los
productos que compiten con otros bienes producidos en Europa y EEUU.
Su sobrino sucumbió al SIDA, y usted es consciente de que existen
medicamentos que podrían curar esta enfermedad, y de que su gobierno estaría
incluso dispuesto a suministrar esos medicamentos a un precio que usted podría
permitirse. Pero las empresas farmacéuticas de los Estados Unidos dicen que
usted debe pagar el precio americano, que asciende a la increíble cifra de
10.000 dólares al año, lo cual equivale a la totalidad de sus ingresos en los
próximos 20 años. Usted, desde luego, no entiende de economía moderna, pero no
puede comprender por qué esas pastillitas habrían de resultar tan caras, sobre
todo sabiendo que una empresa de Sudáfrica está dispuesta a venderlas a un
precio muy inferior. Y sin embargo los americanos dicen que no, que hay una cosa
denominada derechos de propiedad intelectual que les autoriza a impedir que
otros fabricantes produzcan estos medicamentos, aún a costa del derecho a la
vida de su sobrino. Usted comprende el deseo de estas empresas de obtener
beneficios, pero ¿acaso no hay límites?
Últimamente, los presidentes estadounidenses han viajado a África con mayor
frecuencia de lo que solía ser lo habitual, y todos ellos dicen que se preocupan
por el continente y sus problemas. Pero usted no entiende por qué le están
haciendo la vida tan difícil a usted y a su gente.
El agricultor africano probablemente no habrá estudiado en la universidad,
pero es posible que esté tan informado sobre las reuniones que se están
celebrando en Cancún como el ciudadano medio de EEUU o Europa, ya que su vida
depende en mucha mayor medida del resultado de estas negociaciones.
En noviembre de 2001, las naciones del mundo se reunieron para iniciar en
Doha una nueva ronda de negociaciones, y con el fin de subrayar que el primer
punto del orden del día era rectificar los desequilibrios del pasado, la
llamaron "ronda de desarrollo".
En Cancún, los ministros de comercio valorarán los logros alcanzados, y hay
razones de peso para preocuparse. Todo parece indicar que los países ricos, una
vez más, harán valer su fuerza económica para obtener lo que desean, a costa de
los pobres.
La última serie de negociaciones comerciales fue tan desequilibrada que la
región más pobre del mundo, el África subsahariana, no sólo no participó en las
ganancias, sino que incluso salió perdiendo.
La estrategia que parecen estar siguiendo los EEUU y, en menor medida,
Europa, es la habitual: regateo duro, posiciones extremas, concesiones de último
momento, presiones, amenazas tácitas de suspender la ayuda al desarrollo y otras
ventajas, y reuniones secretas entre un reducido número de participantes, todo
ello diseñado para obtener concesiones por parte de los más débiles.
Europa, al menos, parecía comenzar con una apuesta fuerte con la iniciativa
Todo Salvo Armas que, de forma unilateral, sin pedir a cambio concesiones
políticas o económicas, abría los mercados europeos a los países más pobres del
mundo. Los consumidores de la UE se beneficiaban de ello, el coste para los
productores europeos suponía una cantidad insignificante, y era una excelente
demostración de buena voluntad. (Aunque es cierto que Europa ha hecho muy poco
por aquello que más preocupa a los países en desarrollo, la agricultura, por lo
que algunos cínicos han bautizado la iniciativa como Todo Salvo Granjas.) Los
EEUU se comprometieron a hacer algo similar, pero hasta la fecha no han
presentado ninguna oferta concreta.
La agricultura es crucial para los países en vías de desarrollo, ya que la
mayoría de las personas del tercer mundo dependen de ella, y sin embargo,
después de haber estado discutiendo entre sí, Europa y los EEUU parecen haber
acordado limitar los avances a un mínimo.
Desde 1994, los EEUU han duplicado sus subsidios, en lugar de suprimirlos
progresivamente. La "concesión" que tal vez acaben por hacer, más que en un
resarcimiento por los desequilibrios, consistirá simplemente en volver a los
niveles de hace una década. En lo que respecta a la propiedad intelectual, los
EEUU han sido el único país que se resiste a permitirles a los países más
pobres, como Botswana, el acceso a los medicamentos que ellos mismos no pueden
producir por tratarse de países demasiado pequeños. La gran "concesión", que ya
está en marcha, consistirá en aprobar aquello que ya ha aprobado todo el mundo,
pero no mover un dedo en lo referente a los problemas más fundamentales, como la
biopiratería, mediante la cual las multinacionales patentan alimentos y fármacos
tradicionales, obligando a los países en vías de desarrollo a pagar derechos de
propiedad por lo que hasta entonces pensaban que les pertenecía.
Mientras que se debería hacer algo en relación con los problemas que ya
existen, como la proliferación de las barreras no arancelarias, los EEUU están
también planteando nuevas exigencias a los países en desarrollo: a saber, que se
abran a los nuevos flujos de capital especulativos y desestabilizadores. Justo
en el momento en que el FMI ha reconocido que estos flujos no fomentan el
crecimiento, sino que, al contrario, aumentan la inestabilidad, y
consecuentemente han aflojado la presión sobre los países en desarrollo para que
liberalicen su mercado de capitales, los EEUU están intentando impulsar este
tema en un nuevo foro, la OMC, algo que puede ser conveniente para Wall Street,
pero es malo para los países pobres.
Poco a poco, los países en desarrollo están llegando a la conclusión de que
más vale no llegar a ningún acuerdo que aceptar un mal acuerdo. Sí, es cierto
que para gobernar el comercio internacional se necesita una legislación
internacional; hasta cierto punto, el régimen actual restringe el brutal
ejercicio de poder económico que llevan a cabo los más poderosos.
Nos encontramos con los comienzos de esta legislación internacional, si bien
de una legislación desequilibrada e injusta para el mundo en desarrollo. El
mundo desarrollado hizo bien en comprometerse, en Doha, a corregir estos
desequilibrios. Pero desde la perspectiva de hoy en día, cada vez queda más
claro que Doha fue poco más que un intento de hacer que los países en vías de
desarrollo se sentaran en la mesa de negociación. La intención allí no fue la de
rectificar los desequilibros sino más bien la de usar el poder económico para
crear otros nuevos.
Un fracaso en Cancún no sólo supondrá un retroceso para aquellos que desean
ver un régimen comercial mundial más justo y menos excluyente, con beneficios al
alcance de los pobres del sur y no solamente de las multinacionales del norte.
Además, representará una manifestación más de los fracasos de la democracia
global, que tan evidentes se han hecho este año: el sistema de toma de
decisiones global no refleja los intereses ni las preocupaciones de la mayoría
de la población mundial. No hay un voto por persona, ni siquiera hay un voto por
dólar. Pero también pondrá de manifiesto, una vez más, el fracaso de la
democracia en el seno de nuestras sociedades.
La mayoría de los estadounidenses y europeos desean un sistema económico
mundial más equilibrado. Si se sometiera a votación el tema del acceso a los
fármacos anti-SIDA que salvan vidas, una mayoría aplastante se mostraría
contraria a la postura de las empresas farmacéuticas. Estas negociaciones
comerciales demuestran, ante todo, el poder que tienen los intereses
específicos, a menudo promovidos por contribuciones hechas durante las campañas
electorales, a la hora de decidir los resultados políticos. El problema es que
en este caso son las personas más pobres del mundo, los miles de millones que
viven con menos de 2 dólares al día, a quienes se les pide que paguen el precio.
El Dr. Joseph Stiglitz de la
Universidad de Columbia de Nueva York presidió el Consejo de Asesores Económicos
del Presidente Clinton, y de 1997 a 2000 fue vicepresidente y economista jefe
del Banco Mundial. Fue uno de los galardonados con el premio Nobel de ciencias
económicas en 2001.