NCeHu
10/04
El Estado de Israel, los judíos
y el malestar en el nuevo desorden mundial
El nuevo antisemitismo representa a
un judío imaginario cuyo difusor ideológico también es,
nos guste o no, el sionismo integrista que identifica en
bloque al mundo judío contemporáneo con el poderío de
Israel.
Sergio Rotbar
"Cada vez que pensamos en
conseguir poder, fallamos y desperdiciamos nuestro
destino y el significado de nuestras vidas. ... Dios nos
guarde de creer que la actitud del imperialismo hacia
nosotros nos habilita a adoptar sus métodos."
Martin Buber, 1929.
Entender a la cultura moderna como
una totalidad, es decir como un sistema de relaciones
sociales que sigue un proceso dinámico, es parte de un
paradigma cognitivo que surgió en el itinerario
ramificado que ha seguido el "sistema-mundo" en el largo
período conocido como modernidad o capitalismo, de
acuerdo a sus definiciones totalizadoras más logradas.
Raymond Williams, uno de los teóricos de la cultura más
grandes del siglo XX, captó la dimensión histórica de
una formación social específica mediante la
conceptualización tripartita compuesta por lo dominante,
lo residual y lo emergente.
Esos tres componentes coexisten y
se interrelacionan en el "proceso social real", es decir
en el entramado de "experiencias y prácticas activas que
integran una gran parte de la realidad de una cultura y
de su producción cultural". Para que ese "complejo
efectivo de experiencias, relaciones y actividades" no
sea reducido -salvo con una finalidad analítica- a un
sistema o a una estructura, resulta más adecuado hablar
de "hegemonía".
Este último concepto da cuenta de
un proceso mucho más dinámico que el aludido por el de
dominación o ideología dominante y, al mismo tiempo,
constituye una definición más sustancial y menos
trascendental. En palabras de Williams: "...ningún modo
de producción y por lo tanto ningún orden social
dominante y por lo tanto ninguna cultura dominante
verdaderamente incluye o agota toda la práctica humana,
toda la energía humana y toda la intención humana".
Por el contrario, en el proceso de
formación y constante redefinición de la hegemonía, el
orden dominante puede no incluir a lo residual y a lo
emergente y, por lo tanto, intentar incorporarlos o
simplemente negarlos, excluirlos, reprimirlos y hasta no
reconocerlos. Lo residual es lo que ha sido formado en
el pasado pero todavía se halla en actividad en el
proceso cultural presente. En tanto son "expresadas o
sustancialmente verificadas en términos de la cultura
dominante", esas experiencias y representaciones pueden
presentar una alternativa e incluso una oposición con
respecto a la primera.
Como contrapartida, cuando lo
activamente residual es incorporado al orden dominante
estamos en presencia del "trabajo de la tradición
selectiva". Por su parte, lo emergente está constituido
por los nuevos significados y prácticas que se crean
continuamente y aún no han sido incorporados a la
cultura dominante. Mientras que lo emergente mantiene
ese carácter potencial o activamente alternativo, lo
meramente nuevo implica otra fase en el devenir de lo
dominante.
Afirmar que el mundo judío del
período que comienza con el final de la Segunda Guerra
Mundial es sustancialmente distinto al de la época de
entreguerras resulta una obviedad, al menos para las
personas interesadas en la historia contemporánea. Sin
embargo, intentar aprehender los alcances, significados
y consecuencias de ese cambio no es una tarea trivial,
ni mucho menos sencilla.
Ya en la etapa final de la
contienda bélica de mediados del siglo XX se
vislumbraban las enormes implicancias demográficas del
exterminio de la mayoría de los judíos de Europa a manos
de los nazis. Pocos años después, con el nacimiento del
Estado de Israel, se cristaliza una transformación
geopolítica cuyas raíces comenzaron a crecer a fines del
siglo XIX en Europa oriental y central, cuando el
sionismo surge como una respuesta nacional más entre
varias (entre ellas el territorialismo, el liberalismo
universalista, el bundismo, el comunismo judío en una
etapa posterior) tanto a los desafíos de la
modernización como a la amenaza del antisemitismo.
Por otra parte, hay dos aspectos
del significado de la Shoá que casi no aparecen en la
agenda pública del mundo judío de posguerra: su
dimensión histórica y el giro cultural que generó en el
judaísmo sobreviviente a la destrucción.
El mapa cognitivo del judaísmo
de posguerra
El giro cultural del mundo judío de
la posguerra fue una consecuencia inevitable de la
drástica reducción demográfica provocada por la política
genocida de los nazis, pero tiene además un componente
adicional fundamental relacionado con las formas
colectivas a través de las cuales los judíos intentaron
elaborar esa pérdida irreparable.
Hoy podemos examinar el cambio al
que nos referimos gracias a los importantes trabajos
intelectuales sobre la cultura de posguerra que se han
realizado en las últimas décadas. Entre ellos se
incluye, por ejemplo, el concepto de "giro cultural",
elaborado por Fredric Jameson, uno de los teóricos mas
agudos e inteligentes del posmodernismo.
Para analizar el carácter novedoso
de la cultura del mundo capitalista de posguerra Jameson
recurre a la categoría de "mapa cognitivo". La extensión
social y la expansión global del capitalismo consumista
que tienen lugar a partir de la emergencia de los
Estados Unidos como potencia hegemónica de la posguerra
implican -de acuerdo a la tesis de Jameson- un cambio
del mapa cognitivo del mundo en dos sentidos.
Por un lado, la totalidad es
percibida de manera distinta a como lo era en la era del
imperialismo, dado que se trata de una nueva fase de su
evolución. En el llamado capitalismo tardío o
multinacional cada vez son menos las zonas geográficas y
los sectores sociales que practican una vida o perciben
su experiencia concreta de un modo alternativo al
configurado por el orden social dominante, guiado por la
lógica de la acumulación incesante de capital.
Por otro lado, cada vez son menos
los sujetos sociales capaces de percibir esa totalidad,
pues el centro crea hegemonía cada vez en más partes que
otrora fueron periféricas desde un punto de vista social
pero también cognitivo. Para decirlo en términos de
Raymond Williams, lo hegemónico incorpora a lo residual
y a lo emergente de acuerdo con una dinámica
totalizadora in crescendo. (A esta tendencia hace
alusión el tan mentado "imperio" popularizado por Toni
Negri, que tuvo oportunidad de leer a Spinoza en clave
posestructuralista en la prisión italiana y en el exilio
francés, tal vez suponiendo que de esa manera conjuraba
al espíritu de Gramsci).
Pero conviene que retomemos el hilo
del giro cultural concerniente al mundo judío que se
configura luego del genocidio nazi. A partir de entonces
la totalidad empieza a ser percibida de manera muy
distinta a la etapa previa a la guerra, no sólo debido a
la ausencia de los seis millones de judíos que
perecieron en la Shoá, sino también a que la memoria
colectiva que se construye en el seno de la judeidad
sobreviviente es considerablemente selectiva.
La creación de Estado de Israel
significa la instauración de un mapa cognitivo del mundo
judío sustancialmente reducido, que incorpora lo
residual al tiempo que borra su especificidad cultural.
Cuando el sionismo de la etapa estatal se convierte en
hegemónico, lo hace precisamente por intermedio de la
incorporación de los grupos sionistas que no aceptaban
la vía del estado homogéneo desde el punto de vista
étnico (como el Hashomer Hatzair y su proyecto
binacional judeo-árabe) y de sectores no sionistas (como
el movimiento religioso reformista).
Y, por otro lado, la construcción
hegemónica lleva aparejada la exclusión de las culturas
de los grupos judíos antisionistas cuya base social fue
diezmada por el nazismo y el estalinismo
(fundamentalmente el Bund y los comunistas).
Por lo tanto, al transformarse en
hegemónico, el sionismo estatalista configura un mapa
del mundo judío y una memoria colectiva en la que cada
vez son menos las experiencias y las representaciones de
grupos que aún conservan una visión del mundo judío
previo a la Segunda Guerra Mundial, que era
culturalmente más heterogéneo y políticamente más plural
que el representado por el mapa cognitivo de la
hegemonía sionista.
En ese mapa de posguerra la
reciente tragedia del judaísmo europeo es percibida
mediante una dicotomía que se aplica indistintamente a
la milenaria historia del pueblo judío: la alternancia
cíclica entre la catástrofe-exilio y la
redención-retorno a Sión. Desde esta concepción
unilineal y uniforme la Shoá es representada a través de
una forma isomórfica que describe a la historia como un
pasaje positivo e inevitable "de la catástrofe al
heroísmo".
La geopolítica del nuevo
antisemitismo
El giro cultural se dio
paralelamente a un giro geopolítico, es decir al
alineamiento del Estado de Israel con la potencia
norteamericana en el contexto de la Guerra Fría. La
doctrina de la neutralidad del posicionamiento
internacional de Israel no duró mucho tiempo. Ya en 1951
David Ben-Gurión propuso secretamente enviar tropas
israelíes a Corea del Sur, como ayuda a la guerra
librada por los Estados Unidos contra Corea del Norte.
Pero durante la década de 1950
Washington no estaba interesado en fomentar la
inestabilidad del Medio Oriente, cuyas principales zonas
de interés coincidían con los intereses inmediatos del
mayor grupo petrolero norteamericano en el Golfo Pérsico
y en la Península Arábiga. Por eso en esa época los
aliados estratégicos del militarismo israelí fueron
Francia y Gran Bretaña.
En la Guerra del Sinaí (1956)
coincidían la concepción de la represalia preventiva
contra los estados árabes vecinos, los intereses
económicos de esas potencias europeas y la doctrina de
contención de la influencia de la Unión Soviética, que
esta última ponía en práctica mediante el apoyo a los
movimientos nacionalistas panárabes como el de Gamal
Abdel Nasser en Egipto.
Precisamente luego de la invasión
al Canal de Suez la situación regional empezó a
preocupar al gobierno de Eisenhower: comenzaron a caer
los regímenes monárquicos apoyados por Gran Bretaña y,
en su lugar, subieron regímenes militares
antioccidentales que acudieron a la ayuda militar
soviética. Kennedy fue el primer presidente
norteamericano que le vendió armas a Israel, y a partir
de 1963 comenzó a forjarse una alianza no oficial entre
el Pentágono y los altos mandos del ejército israelí.
Esta supeditación de los intereses
nacionales a la lógica del enfrentamiento entre las dos
superpotencias por zonas de influencia y control en el
Medio Oriente no sólo reprodujo la lógica del conflicto
árabe-israelí, sino que le imprimió a su mantenimiento
una pátina naturalizante, con la cual las guerras
periódicas y la tensión constante pasaron a ser partes
esenciales de la doctrina nacional de seguridad.
No es nuestra intención aquí
detenernos en un largo, ramificado y multifacético
proceso que explica el lugar y el papel de Israel en el
sistema-mundo de nuestros días. Pero para los fines de
nuestra nota resulta conveniente destacar el impacto y
el significado que esa posición geopolítica tiene en el
mundo judío contemporáneo, a la luz de la problemática y
falaz identificación que en nuestra cultura se ejerce
entre ese mundo y el Estado de Israel.
La indiferenciación entre los
judíos del mundo y los intereses del Estado de Israel
es, obviamente, un arma poderosa y peligrosa que usan
muy bien los antisemitas. En este sentido, el llamado
"nuevo antisemitismo" no hace más que cambiar de motivos
conspirativos: mientras que hasta la Segunda Guerra
Mundial los judíos eran sinónimo de poder económico y
político internacional, por un lado, y de amenaza
revolucionaria marxista-bolchevique, por el otro, en la
Guerra Fría el Estado de Israel pasó a ser la
encarnación de ese poder omnipotente.
Pero, sin embargo, la reacción
antisemita sigue representando a un judío imaginario
cuyo difusor ideológico también es, nos guste o no, el
sionismo-estatalista. Al atribuirse el monopolio del
judaísmo contemporáneo, al condenar y anatemizar a las
voces judías críticas a las políticas estatales, al
considerar toda crítica no-judía al Estado de Israel
como un acto antisemita (no la negación de su derecho a
existir, sino la condena al militarismo y al
mantenimiento de un régimen opresivo en los territorios
palestinos), a través de todas esas subsunciones de las
partes al todo el sionismo integrista no combate
efectivamente al antisemitismo, sino que lo
abastece.
El nuevo antisemitismo, es decir
los prejuicios, la incitación a la violencia y el ataque
contra los judíos del mundo justificados o motivados por
su asociación con los intereses del Estado de Israel, es
sustancialmente distinto al antisemitismo moderno que
prevaleció hasta la Segunda Guerra Mundial.
En esa etapa preestatal los judíos
eran las víctimas propiciatorias de un sistema
interestatal altamente inestable del que estaban
excluidos, pues constituían -según la expresión acuñada
por Bernard Lazare y luego acogida por Hannah Arendt-
parias entre naciones que no aceptaban "individuos sin
patria". La trágica paradoja del período de posguerra,
es decir de la era de la hegemonía sionista, es que el
hogar nacional y refugio para los judíos carentes de
derechos se ha transformado, al fragor de la geopolítica
de la Guerra Fría, en una fortaleza armada cuya
seguridad es continuamente sacralizada para justificar
su ejercicio del poder.
El entramado real de la
seguridad nacional
La caída de los regímenes
comunistas en Europa oriental produjo -entre tantos- dos
cambios significativos en el sistema mundial: el
reforzamiento de los Estados Unidos como única
superpotencia, sobre todo en los planos político,
ideológico y militar y, paralelamente, una nueva fase de
la expansión global de los capitales transnacionales,
que convirtieron a las zonas previamente excluidas de su
área de influencia en nuevos mercados rentables.
La erosión del poder de los
estados-nación de las zonas periféricas asegura la
penetración de los grandes grupos de capitales y el
aumento de sus respectivas tasas de ganancia y de
rentabilidad. Pero esa ampliación espacial de la
acumulación capitalista no es indefinida, sobre todo
teniendo en cuenta que la lógica de la mercantilización
de los países postcoloniales y postcomunistas y de casi
todas las áreas de la cultura se acerca cada vez más al
límite de la totalidad geosocial.
Aunque parezca contradictorio, es
precisamente en este contexto de "globalización" donde
la hegemonía norteamericana expone más claramente su
fragilidad, ante el aumento de las presiones
competitivas de otros polos de poder capitalista
(Europa, Japón, el este asiático) que antes estaban
empañadas por la lucha en común contra el "peligro"
comunista.
Los analistas de la economía-mundo
aseguran que esa posición hegemónica comenzó su declive
a principios de la década del ´70 del siglo pasado, tras
la derrota en la guerra de Vietnam, la crisis del
petróleo y la consiguiente crisis fiscal de los estados
del capitalismo central. Es en esta coyuntura que los
intereses económicos de los grandes grupos capitalistas
norteamericanos coinciden cada vez más con la
geopolítica de la Casa Blanca en el Medio Oriente. La
inestabilidad, los conflictos y las guerras periódicas
son el medio funcional para el florecimiento de los
negocios de las corporaciones de la industria de
armamentos y de las grandes empresas petroleras.
La era dorada de la coalición
petrolera-armamentista fue durante la cadencia
presidencial de Ronald Reagan, en la que también tuvo un
papel destacado la "seguridad nacional" israelí. A modo
de ejemplificar los alcances y efectos de esta
conjunción de intereses coordinados desde Washington y
Jerusalem, traemos a colación uno de los escándalos más
notorios que conmovieron a la opinión pública
internacional a principios de la década de 1980.
Gracias a los buenos servicios del
Ministerio de Defensa israelí, entonces comandado por
Ariel Sharón, el embargo impuesto por el Congreso
norteamericano a Irán fue puenteado mediante el enorme
abastecimiento de armas brindado vía Israel al régimen
de Khomeini. Cuando estalló el caso "Irán-gate", el
nombre de Israel ya estaba ligado -vía venta de armas y
entrenamiento contrainsurgente- a la causa
latinoamericana de los regímenes dictatoriales y de los
escuadrones de la muerte.
La conexión iraní implicó una
sofisticación de la exportación de la seguridad
nacional: Panamá era sólo la primera estación en el
itinerario de las armas provistas por "agentes"
israelíes al régimen de Manuel Noriega. De allí seguían
camino al cartel de narcotraficantes de Medellín, y éste
es sólo un tramo del itinerario cuyo destino principal
era la provisión de armamentos a las fuerzas
contrarrevolucionarias nicaragüenses apoyadas por la
CIA. Con el objeto de no despertar dudas acerca del
origen de los cargamentos, las armas no serían parte de
la ayuda militar norteamericana a Israel, como en el
caso del abastecimiento al régimen de los ayatollahs,
sino parte del armamento capturado en las bases de la
OLP durante la invasión israelí al Líbano.
Generalizaciones contra el mundo
árabe
La primera guerra contra Irak, en
1991, consiguió romper el control de la OPEP (la alianza
de países árabes y del Tercer Mundo exportadores de
petróleo) sobre la política en torno a la explotación y
comercialización de ese recurso natural, restaurando esa
posición de mando a manos de las grandes corporaciones
del rubro con sede en los Estados Unidos.
En este sentido, la operación
"Tormenta en el Desierto" fue el último campo de batalla
librado en función del régimen de acumulación
característico de la Guerra Fría, basado en la
profundización de las ganancias obtenidas por el
complejo militar-petrolero. El final de la Guerra Fría
fue anunciado oficialmente por George W. Bush (padre)
luego de la "crisis" del Golfo a través del anuncio de
un "nuevo orden mundial".
La administración Clinton fue la
más entusiasta propulsora de la doctrina basada en la
creación de nuevos mercados en las zonas convulsionadas
por conflictos regionales. Esta nueva estrategia en el
plano geopolítico correspondía a una transformación en
el régimen de acumulación, ahora basado en la expansión
de los capitales de los rubros de las nuevas tecnologías
(informática, telecomunicaciones) y las nuevas formas de
valorización financiera. Este es el contexto en el que
se firman los acuerdos de Oslo, la paz con Jordania y la
normalización de las relaciones entre Israel y varios
países árabes.
El "antisemitismo de Europa" y de
los "intelectuales de izquierda" no eran parte de la
agenda pública del mundo judío ni de la sociedad
israelí, ni siquiera cuando ocurrieron los terribles
atentados contra la embajada israelí y la sede de la
AMIA en Buenos Aires. En esos actos de barbarie pudo
verse el rostro claro, sin aditamentos, del nuevo
antisemitismo de la pos-Guerra Fría: el asesinato masivo
de judíos que viven a decenas de miles de kilómetros de
Jerusalem, perpetrado por un grupo fundamentalista
islámico que identifica a sus víctimas con la política
del estado de Israel. La llamada "conexión local" de
ambos atentados sigue siendo un agujero negro que los
familiares de las víctimas bregan valientemente por
dilucidar, una tenacidad que no se percibe tanto en los
últimos gobiernos israelíes.
El carácter reactivo del
fundamentalismo islamista
Así como el grupo pro-iraní
Hezbollah surgió como reacción (y no en un sentido
neutro del concepto, como si se tratara de un fórmula
química, sino en el sentido político: respuesta
reaccionaria) a la prolongada ocupación israelí del
Líbano, el terrorismo del Hamás en los territorios
palestinos es el resultado de la politización de un
movimiento religioso integrista que no sólo aspira a
instaurar un estado islámico en lugar del -a sus ojos-
corrupto y herético "gobierno" de Arafat, sino a
expulsar a los ocupantes israelíes de las tierras donde
debería establecerse el reino del Islam.
Es necesario recordar que el
terrorismo suicida, es decir el asesinato de ciudadanos
israelíes por medio de coche-bombas o individuos que
portan cinturones con explosivos y provocan la voladura
de ómnibus o lugares concurridos por muchas personas,
fue una etapa más extrema y cruel en la escalada de la
violencia que, hasta 1994, estaba caracterizada por los
acuchillamientos aislados y los atentados con armas de
fuego contra soldados y colonos israelíes de los
asentamientos. El hecho que marcó el pasaje de una etapa
a la otra fue la matanza de creyentes árabes en la
mezquita de Hebrón a manos de Baruch Goldstein, un
colono judío religioso.
Otros tantos ejemplos podrían
reforzar el argumento según el cual la politización del
fundamentalismo religioso islámico es la contracara
dialéctica del amalgamamiento del mesianismo judío con
el régimen de conquista-colonización perpetrado por
Israel desde 1967. Desde el momento en que esas dos
fuerzas se hicieron dominantes, el colapso de Oslo era
prácticamente inevitable.
Esa dinámica de retroalimentación
acumulativa resultó ser más fuerte que la retórica
pacifista de Ehud Barak (sin ningún correlato en la
realidad, marcada por el aumento de los asentamientos y
la estrategia de cerco, inmovilización forzada y
aislamiento de tres millones de palestinos), por un
lado, y que las declaraciones huecas de Arafat, bajo
cuya responsabilidad pululaban las bandas armadas de
todas las facciones, la corrupción y el manejo despótico
del poder.
La estrategia israelí tripartita de
cierre hermético-barreras de control-crecimiento de los
asentamientos dio lugar al estallido de la segunda
Intifada, precipitada por la provocativa "visita" de
Ariel Sharón a la Explanada de las Mezquitas. Cuando
este viejo militar-mechero de incendios regionales
asumió el gobierno, en el 2001, la forma de imponer el
orden en Cisjordania y Gaza pasó a ser la conquista
militar y el bombardeo aéreo.
Ahora, al frente de la
superpotencia global ya no estaba Clinton y el
multilateralismo consensuado, sino George W. Bush (hijo)
y su séquito de halcones convencidos de que el
unilateralismo de la fuerza desnuda es la mejor vía para
garantizar la hegemonía imperial. El espantoso y
espectacular ataque a las torres gemelas del World Trade
Center y al Pentágono, tal vez el acontecimiento más
inesperado y a la vez vivido directamente por más seres
humanos como ningún otro en el pasado, fue concebido por
la administración Bush no sólo como una amenaza a todo
el mundo sino, fundamentalmente, a la forma en que los
gobernantes norteamericanos ven y diseñan el mundo.
Por consiguiente, los ataques a
Afganistán, la conquista de Irak y "la lucha contra el
terrorismo internacional" son parte lógica de la
reacción defensiva de una civilización occidental a
punto de ser invadida por una serie de horrores y
barbaridades. Los resultados de esas "guerras
preventivas" no se hicieron esperar: resistencia armada
y actos terroristas suicidas en Irak, así como la
proliferación de estos últimos en distintos lugares del
planeta.
Las opciones apocalípticas de
los vencedores imperiales
El llamado nuevo orden mundial se
parece más a un estado de "turbulencia global" o "caos
sistémico", de acuerdo a los conceptos utilizados por
los historiadores y cientistas sociales que aseguran que
se trata de componentes estructurales de la etapa de
transición hegemónica que estaríamos viviendo. Desde
esta perspectiva, cuando la potencia hegemónica está en
algún momento de su largo ocaso, mientras que aún no se
han cristalizado el estado o el bloque de estados que
tomarán el puesto de mando del sistema-mundo, son
periódicas las marchas y contramarchas de las
estrategias que garantizarían un régimen de acumulación
viable.
De la mano de los halcones
neoconservadores, el intento de revivir una nueva Guerra
Fría contra un nuevo peligro que sustituiría a la vieja
"amenaza roja", el terrorismo islámico internacional,
ese exclusivismo unilateral ("están con nosotros o están
contra nosotros") puede significar también el
renacimiento del "exterminismo". Con este término se dio
a conocer el rearme nuclear de la década de 1980, cuando
Ronald Reagan ordenó desplegar misiles con ojivas
nucleares en las bases de la OTAN para controlar el
eventual avance del poderío soviético.
Traducido a nuestros días: los
ataques preventivos contra Al-Qaeda no hacen más que
alimentar la lógica de la represalia mutua. Los
movimientos islamistas surgieron en el mundo árabe como
una respuesta a la modernización excluyente impulsada
por los estados nacionales de la era postcolonial. Su
rasgo característico era el contenido religioso
integrista, que se mantuvo como componente casi
exclusivo de sus respectivas agendas hasta fines de la
década de 1980.
Posteriormente, en la pos-Guerra
Fría, la búsqueda de un nuevo enemigo, encarnado en "la
amenaza islámica contra Occidente", reforzó el efecto de
la militancia antioccidental radical de los grupos
fundamentalistas, que ampliaron su agenda hasta entonces
circunscrita a las sociedades en las que actuaban
agregándole un componente internacional. El "choque
entre las civilizaciones", la idea de la confrontación
emanada de una de las usinas ideológicas del imperio
(bajo la rúbrica de Samuel Huntington), encuentra su eco
reactivo más genuino en la extensión e
instrumentalización de la doctrina del Jihad (Guerra
Santa) islámico.
La cruzada megalómana de George W.
Bush aparece como una reedición de los delirios de la
Guerra Fría, "período que -asegura Eric Hobsbawm- algún
día a los historiadores les resultará tan difícil de
comprender como la caza de brujas de los siglos XV y
XVI". El enfrentamiento apocalíptico es el recurso de
una superpotencia comandada por patriotas imperiales
convencidos de que la mejor manera de prolongar la
hegemonía de su reinado global es reforzando el uso
monopólico de la fuerza.
Frente a la imposibilidad de hacer
frente al grave endeudamiento financiero y a la
creciente competencia económica por parte de Japón y del
Asia oriental, los halcones pretenden demostrar la
superioridad de la superpotencia norteamericana en el
plano militar, geopolítico e ideológico. Para ello crean
enemigos diabólicos que merecen ser combatidos, por
consiguiente, hasta destruir sus medios y arsenales
diabólicos. Si ellos son reales o imaginados es una
cuestión insignificante, como lo demuestra el caso de
las armas de destrucción masiva aún no aparecidas entre
las ruinas de Bagdad y de las otras ciudades iraquíes
bombardeadas.
Esta estrategia lleva forzosamente
al incremento mutuo de la barbarie: Osama Bin Laden y su
fanatismo criminal nadan cómodamente en las aguas
turbias del enfrentamiento a todo o nada entre el Bien y
el Mal. Su objetivo de sembrar el miedo y aumentar la
sensación de caos a través del terror, a su vez,
reabastece la desesperación megalómana de los vencedores
imperiales.
El alineamiento incondicional de
Israel con la hegemonía norteamericana no sólo tuvo
consecuencias contundentes en la evolución del conflicto
con el mundo árabe en general y con los palestinos en
particular, sino que también repercute en las relaciones
entre el estado israelí y los judíos del resto del mundo
y, fundamentalmente, en las relaciones entre éstos
últimos y el entorno social de los países en los que
viven. Los cambios del mapa cognitivo del mundo judío
provocan cambios en las formas en que los judíos son
percibidos por los distintos sectores del medio social y
nacional en el que actúan.
La configuración del sionismo
estatalista como ideología dominante del mundo judío
siguió una lógica de incorporación y exclusión-selección
cuya actual fase consiste en catalogar de antisemita a
toda crítica no ya al Estado de Israel, sino al régimen
de ocupación-colonizador que éste mantiene hace 36 años
en los territorios palestinos.
La identificación indiscriminada
entre antisionismo y antisemitismo se viene utilizando
últimamente para desacreditar a "Europa" y a los
"intelectuales de izquierda", pero su origen histórico
es muy distinto: se empleó para marginar y olvidar a las
voces del propio mundo judío que bregaron por la
construcción de una nacionalidad judía fuera de los
marcos autoritarios y burocráticos del estado-nación
basado en el particularismo étnico. Cuando la
alternativa al sionismo exclusivista emanaba del seno de
la propia familia, el anatema de "auto-odio" reemplazaba
a la actual muletilla de "antisemita".
Los nuevos prejuiciados de
honrada conciencia
Que en el llamado mundo occidental
todavía hay grupos y prácticas antisemitas es innegable,
pero para combatirlos efectivamente es indispensable
examinar la relación entre su retórica y su accionar, y
a la vez distinguirlos del discurso antisionista o
antiisraelí que no incita a la violencia contra los
judíos. Las primeras expresiones del llamado nuevo
antisemitismo emanaron de grupos árabes que llamaban a
destruir al estado de los judíos. La negación del
derecho a la existencia de la "entidad sionista" no era
una mera táctica de lucha contra el "colonialismo de
Israel", sino que además estaba acompañada por motivos
antijudíos tradicionales como las pseudoteorías
conspirativas de la dominación mundial.
Esa retórica estuvo en boga hasta
fines de la década de 1980, cuando el ala principal del
nacionalismo palestino, la OLP, reconoció a Israel y
abandonó el sueño de la Gran Palestina. Pero desde
entonces fue adoptada por los grupos religiosos
integristas, como el Hamás y el Jihad Islámico. La
difusión del imaginario antisemita orientado a la lucha
contra Israel encuentra eco en una manipulación similar
practicada por los centros de poder del mundo
occidental, en la que cambian los términos de la
ecuación: el mundo árabe pasa a ser sinónimo de
fundamentalismo o sospechoso de terrorismo.
No resulta casual que los
respectivos apoyos a ambos prejuicios respondan a la
distribución opuesta de las poblaciones judía y árabe a
ambos lados del Océano Atlántico: Europa no cuenta con
un equivalente al lobby judío en los Estados Unidos,
pero sí con millones de musulmanes sobre quienes la
conquista de Irak y el conflicto palestino-israelí
influyen en algún grado. De aquí el peligro que
conllevan las generalizaciones culpabilizantes
(judíos=ocupación israelí, musulmanes=fundamentalismo
violento).
Afirmaciones como la de que "los
judíos son la raíz del mal" (dicha recientemente por el
músico griego Mikis Theodorakis) son claramente
antisemitas, pero se trata de la parte más arcaica del
discurso antijudío, es decir una apelación a un motivo
antisemita recurrente pero antiguo como la doctrina de
la Iglesia Católica preconciliar. El componente nuevo
del antisemitismo esgrimido por Theodorakis es el uso de
ese motivo antijudío tradicional para condenar el papel
de Israel en el conflicto con los palestinos.
Sin embargo, el exponente
paradigmático y más extremo -y por lo tanto más
peligroso- del nuevo antisemitismo son los atentados
contra comunidades judías del mundo perpetrados por
grupos islamistas fundamentalistas, como los perpetrados
por el Hizballah en Buenos Aires (en 1992 y en 1994) y
el recientemente ocurrido en Estambul, atribuido a
Al-Qaeda. Frente a ellos, las denuncias por parte del
gobierno de Israel contra el terrorismo internacional y
la supuesta reaparición del odio antisemita en el
continente donde surgieron los peores enemigos del
pueblo judío constituyen una cortina de humo y niebla
que impide ver la real dimensión del problema.
Y esa dimensión sólo puede
aprehenderse mediante un mapa cognitivo que ubique al
Estado de Israel como una parte del mundo judío y del
sistema-mundo, y no como el centro omnipresente del
primero y mediante el ocultamiento del segundo a través
de la dicotomía "o ellos o nosotros".
Bibliografía
consultada: Giovanni Arrighi, El largo siglo XX. Dinero y poder en los
orígenes de nuestra época, Madrid, 1999. Shimshon Bichler y Jonathan
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La fuente: Sergio Rotbart es
un sociólogo israelí, de origen argentino. Fue
secretario de redacción del periódico Nueva Sion
(1986-1989). Desde 1990 vive en el kibutz Nir Itzjak.
Este trabajo ha sido publicado en Hagshamá, publicación de la
Organización Sionista Mundial dirigida a la juventud.
Fuente: El Corresponsal de Africa y Medio
Oriente. |