El
Brasil se enfrenta a una coyuntura crítica de su historia: un partido de
izquierda llega al gobierno con una amplia legitimidad popular y
cristalizando las esperanzas de las grandes mayorías nacionales que
anhelan un giro radical en las políticas implementadas en los últimos
años. Dichas políticas tuvieron como consecuencia la postración económica,
la profundización de la dependencia externa y la pauperización y exclusión
social de grandes sectores de la sociedad brasileña.
Pese a las enormes
expectativas que el gobierno Lula levantó no sólo en Brasil sino en toda
América Latina ese cambio todavía no se ha producido. Por el contrario, lo
que se observa es una profundización de la orientación que había sido
impuesta por los gobiernos que le precedieron, llegándose inclusive a
exagerar algunos de sus rasgos más característicos como, por ejemplo, la
política de las altas tasas de interés. Las viejas políticas continúan con
renovados bríos, mientras que las nuevas, como la del 'hambre cero',
todavía no alcanzan a nacer. En su campaña electoral Lula insistió en que
la esperanza debía vencer al miedo.
Lamentablemente, hasta ahora
al menos, el absurdo temor a las eventuales represalias del mercado ha
vencido a la esperanza encarnada en la figura del presidente
obrero.
Como argentino,
latinoamericano y, muy especialmente, como un irreductible 'brasileñófilo'
quisiera dar a conocer unas pocas reflexiones que pienso podrían ser de
alguna utilidad en la discusión sobre el futuro económico y social del
Brasil.
Creo que es de la mayor
importancia que el debate sobre las políticas más apropiadas para honrar
las promesas electorales formuladas por Lula y el PT tomen nota de algunas
enseñanzas que nos deja la historia reciente de la Argentina. Las
diferencias existentes entre nuestros países no son tan grandes como para
pensar que nada puede aprender uno del otro. Y en una coyuntura como la
actual pienso que los brasileños deberían mirarse con mucha atención en el
espejo de la Argentina. Hace muchos años que, por ejemplo, parece haber
una 'compulsión a la repetición' por parte de las autoridades económicas
del Brasil que pareciera llevarlas inexorablemente a emular cuanta
tontería se ensaye de este lado del Río de la Plata.
Esto ocurrió cuando nosotros
adoptamos el Plan Austral, poco después imitado en Brasil bajo el nombre
de Plan Cruzado; volvió a ocurrir cuando Domingo F. Cavallo inventó la
convertibilidad y estableció una demencial paridad de uno a uno entre el
peso y el dólar, sólo para encontrarse con imitadores aún más alienados en
el Brasil que fijaron un tipo de cambio de 0,80 centavos de real por
dólar, algo que, al igual que lo que acontecía en la Argentina, era mucho
más cercano a la alucinación que a un razonamiento económico serio. Como
la Argentina no podía sostener esa paridad absurda Cavallo y sus sucesores
debieron recurrir a tasas de interés cada vez más exorbitantes para atraer
los capitales externos necesarios para mantener el hechizo.
Finalmente se produjo lo
inevitable, ocasionando el derrumbe del sistema financiero, el
'corralito', y la más profunda y prolongada crisis económica de la
historia argentina. De paso, el gobierno que había llevado estas políticas
al paroxismo pagó un precio muy caro por su temeridad: las grandes
movilizaciones del 19 y 20 de diciembre de 2001 acabaron con De la Rúa,
Cavallo y el gobierno de la Alianza. Vistas las cosas desde la Argentina
las políticas que está siguiendo ahora el Brasil, con tasas de interés
fenomenalmente elevadas en un mundo en donde se está prestando dinero a
menos del tres por ciento anual, parecen inspirarse en las mismas
ocurrencias -puesto que no eran ideas serias- que ocasionaron el colapso
económico y financiero de la Argentina. Ojalá que en el Brasil reaccionen
a tiempo y eviten la repetición del desenlace argentino.
Pero aparte de estos
inquietantes paralelos hay otras cosas que me preocupan todavía más.
Releyendo los diarios de la época de Menem, en los años noventa, uno se
encuentra con el mismo tipo de elogios y alabanzas que hoy se le prodigan
a Lula. Los aduladores son los mismos: el establishment financiero
mundial, el Director Gerente del FMI, el Presidente del Banco Mundial, el
Secretario del Tesoro de los Estados Unidos, la Casa Blanca, los líderes
del G-7, la prensa financiera internacional, los grandes especuladores
financieros, los CEOs de los conglomerados monopólicos,
etcétera.
Lo que hoy dicen de Lula es lo
mismo que decían de Menem: que era un gobernante valeroso, que había
abandonado sus ideas trasnochadas signadas por el populismo y el
intervencionismo estatal, que demostraba prudencia y sensatez en el manejo
del presupuesto público, que había aprendido a leer correctamente las
señales de los mercados, que había superado el irracional temor populista
a la globalización.
También elogiaban su celo
'reformista' en materias previsionales, en la apertura de los mercados, en
la desregulación financiera, y en la privatización de las empresas
públicas. Sus llamamientos a 'modernizar' el sindicalismo y a
'desideologizar' las negociaciones obrero-patronales fueron recibidos con
un coro de aplausos, así como sus iniciativas, felizmente frustradas, de
arancelar la universidad pública.
En resumen: la misma gente y
los mismos argumentos de ayer, dirigidos a Lula y el gobierno del PT. Esa
gente y su inmenso aparato propagandístico repetían a diario que la
Argentina iba por el buen camino, que era un modelo a imitar, que su
futuro estaba asegurado y muchas otras mentiras por el estilo. Cuando se
produjo la debacle todos estos personajes se llamaron a silencio y
culpabilizaron a los argentinos por el desastre. Sería bueno que en Brasil
tomaran nota de esta lección. Las alabanzas de los pilares del actual
desorden internacional no suelen dar buenos consejos a los gobiernos
consagrados por el voto popular.
Si quiere ser fiel no sólo a
sus promesas electorales sino también a algo mucho más importante, su
identidad histórica, el PT en el gobierno tiene que abandonar
definitivamente las políticas neoliberales que, lamentablemente, inspiran
su gestión gubernativa. Entre muchas otras razones, sobre las cuales la
literatura en la materia aporta una batería impresionante de
argumentaciones y evidencias empíricas, porque dichas políticas no sirven
para crecer ni mucho menos para redistribuir. Con ellas Brasil jamás va a
progresar, y seguirá siendo uno de los países más injustos del planeta. No
es sólo mi opinión. Es también la de la mayoría de los más grandes
economistas del Brasil y del mundo, y es inconcebible suponer que todos
ellos estén equivocados mientras que algunos pocos que se sientan en los
despachos oficiales de Brasilia tienen toda la razón.
Según el Premio Nobel de
Economía Joseph Stiglitz las recetas del FMI no funcionan, y la evidencia
internacional que proporciona en su último libro es abrumadora. En ninguna
parte del mundo estas políticas permitieron salir de la crisis y encaminar
a los países por la senda del crecimiento económico y la justicia
distributiva. ¿Habrá de producirse un milagro en el Brasil? En la
Argentina de hace unos años se decía que 'Dios es argentino'. Espero que
en el Brasil nadie diga la misma tontería.
Cuando uno pregunta a los
amigos en el gobierno por qué Brasil no ensaya otra política, la respuesta
parece calcada de los manuales de las escuelas de negocios de los Estados
Unidos: necesitamos ganarnos la confianza de los inversionistas
internacionales, precisamos que vengan capitales externos y tenemos que
respetar una muy estricta disciplina fiscal, porque de lo contrario el
'riesgo país' se iría a las nubes y nadie invertiría un dólar en este
país. No hacen falta demasiados esfuerzos para demostrar la insanable
fragilidad de esta argumentación. Si hay un país que tiene todas las
condiciones para ensayar exitosamente una política post-neoliberal en el
mundo, ese país es Brasil. Si Brasil no puede, ¿quién podría? ¿El Ecuador
de Lucio Gutiérrez? ¿Un eventual gobierno del Frente Amplio en el Uruguay?
¿Un posible gobierno de Evo Morales en Bolivia?
La Argentina, lo dudo, salvo
que hubiera condiciones internacionales sumamente favorables. Brasil, en
cambio, lo tiene todo: un inmenso territorio, toda clase de recursos
naturales, una gran población, una estructura industrial de las más
importantes del mundo, una sociedad flagelada por la pobreza pero con un
elevado grado de integración social y cultural, una elite intelectual y
científica de primer nivel mundial y una cultura exuberante y plural.
Además, Brasil tiene capitales suficientes y una base tributaria potencial
de extraordinaria magnitud pero que aún permanece inexplorada debido a la
fortaleza de los dueños del dinero que han vetado cualquier iniciativa al
respecto.
El corolario del 'posibilismo
conservador' es el inmovilismo: nada se puede cambiar, ni siquiera en un
país de las condiciones del Brasil. Si no, aseguran algunos funcionarios
de Brasilia, las penalizaciones que sufriríamos por abandonar el consenso
económico dominante serían terribles, y liquidarían al gobierno
Lula.
Nuevamente, una atenta mirada
a la historia económica reciente de la Argentina puede ser aleccionadora.
La Argentina cultivó el 'posibilismo' intensamente, desde los días de
Alfonsín hasta los momentos de la hecatombe final. Luego del derrumbe, el
presidente Duhalde perdió más de un año en estériles e inconducentes
negociaciones con el FMI que de nada sirvieron, pero que revelaban la
pertinaz presencia del 'posibilismo' en la Casa Rosada. Ese fantasma
todavía se agita en la política argentina, y si bien hay algunos signos
alentadores como, por ejemplo, las nuevas regulaciones que limitan los
movimientos de los capitales especulativos, los peligros de una
recurrencia a esa suicida política son demasiado grandes como para pasar
desapercibidos.
El falso realismo del
'posibilismo' condujo a la Argentina a la peor crisis de su historia, al
encadenar la política y el estado a los caprichos y la codicia de los
mercados. Por otro lado, cuando no tuvo otra opción que declarar un
default desprolijo y atropellado las cosas no por ello empeoraron. Antes
no venían capitales, ahora tampoco. Pero el ensayo tímidamente heterodoxo
puesto en marcha a partir del default, sobre todo en los últimos meses,
tuvo como consecuencia una módica reactivación de la economía y la
demostración práctica de que aún un país más débil y vulnerable que el
Brasil puede volver a crecer si hace oídos sordos, cualesquiera que sean
los motivos, a los (malos) consejos que el FMI le prodigara durante
décadas y del tan mentado apoyo de la 'comunidad financiera
internacional'. ¿Por qué debería Brasil seguir las políticas que le dictan
los principales promotores de la interminable sucesión de crisis y
recesiones que afectan a las economías de casi todo el mundo? ¿Qué
economista serio -y hablo de economistas, no de voceros de los lobbies
empresariales disfrazados de economistas- puede creer que es posible
crecer y desarrollarse induciendo la recesión mediante tasas de interés
exorbitantes y reduciendo el gasto público, contrayendo el mercado
interno, aumentando la desocupación, frenando la expansión del consumo,
facilitando la operación de los capitales golondrinas, abrumando con
impuestos indirectos a los más pobres mientras se subsidia a los más
fuertes y se consagra el derecho a veto tributario de los grandes
monopolios?
Es posible que muchos de mis
amigos en Brasilia me den la razón pero digan que por ahora no se puede
hacer otra cosa. Que ahora es necesaria la estabilización, y que el tiempo
de las reformas llegará después. Gravísimo error. El presidente Lula no
tiene por delante tres años y medio. Tiene, como máximo, ocho o nueve
meses de gobierno efectivo. Concretamente, hasta que finalicen los
carnavales de 2004.
Luego de eso no podrá tomar
ninguna iniciativa seria, y mucho menos de naturaleza genuinamente
reformista. La permanente labor de desgaste a que se habrá visto sometido
le impedirá siquiera comenzar a transitar por el camino de las
transformaciones estructurales que la sociedad brasileña reclama desde
hace tanto tiempo. La derecha, envalentonada por sus vacilaciones y sus
concesiones, dispondrá de una correlación de fuerzas mucho más favorable
que ahora. Sus poderosos lobbies, sus organizaciones empresariales, sus
medios de comunicación de masas y sus conexiones internacionales con los
'perros guardianes' del capital financiero internacional opondrán una
barrera formidable contra cualquier crepuscular tentativa de promover una
política progresista. Si hasta ahora la derecha se ha contentado con
utilizar, exitosamente por cierto, las tácticas del 'halago y la
seducción' para domesticar al gobierno de Lula, nada indica que si cambian
las circunstancias -por ejemplo, si Brasilia decidiera adoptar otras
políticas- sus mentores vayan a abstenerse de apelar a sus métodos
favoritos del 'apriete y la extorsión' como los que le aplican a Chávez y
como los que produjeron el colapso de la economía chilena durante el
gobierno de Salvador Allende.
En tal caso Lula no sólo
tendría que lidiar con una oposición mucho más fuerte. Su poder relativo
se habrá reducido debido a la desmoralización de su propio partido y la
desilusión de los millones de brasileños que confiaron en sus promesas
electorales y que, al cabo de un tiempo, se encuentran con las manos
vacías. Cuando llegue el momento de luchar contra los causantes de esa
gigantesca frustración que es hoy el Brasil, uno de los capitalismos más
injustos del mundo, su propia coalición estará irreparablemente dañada por
la desconfianza y la frustración. Si las fuerzas conservadoras saben muy
bien los privilegios que necesitan defender y cómo hacerlo, y no vacilan
en llevarlo a la práctica, las grandes masas populares tienen frente a sí
un panorama mucho más confuso. No saben adónde quiere llevarlas el
gobierno ni hasta qué punto éste estará dispuesto a librar una batalla
para construir el nuevo Brasil que ellas anhelan. Por eso es un error
fatal suponer que queda mucho tiempo por delante.
El tiempo juega en contra de
los adormecidos reformistas de Brasilia y a favor de sus adversarios,
porque 'el partido del orden' acrecienta su fuerza cada día que pasa
mientras que las fuerzas sociales emergentes se debilitan a medida que
transcurre el tiempo y nada cambia. Los primeros se fortalecen ideológica,
anímica y organizativamente; los segundos se confunden, desmoralizan y
desorganizan. Es fácil predecir el resultado de una lucha en donde los
contendores se presentan tan desigualmente equipados.
Sucesivos presidentes
argentinos optaron por gobernar tranquilizando a los mercados y
satisfaciendo puntualmente cada uno de sus reclamos. Las voces de los
grandes capitales y del FMI resonaban atronadoramente en Buenos Aires, y
el gobierno no perdía un minuto en responder a sus mandatos. Los
resultados están a la vista. Es cierto que no hay parangón alguno entre
una figura tan entrañable como Lula y un personaje del submundo de la
política como Menem o un inepto como De la Rúa. Tampoco hay paralelismo
alguno entre el partido justicialista o la Alianza (esa insípida mezcla de
diletantismo radical y oportunismo frepasista) y el PT, una de las
construcciones políticas más importantes a nivel mundial.
Pero ni un liderazgo
respetable ni un gran partido de masas garantizan el rumbo correcto de una
experiencia de gobierno. Durante el apogeo del estalinismo se decía que el
líder y el partido eran infalibles. Hoy, por suerte, ya nadie cree en eso.
Y un análisis concreto de la situación concreta, como se decía en otros
tiempos, nos deja sumamente preocupados acerca del futuro del Brasil. Nos
duele decirlo, pero estamos convencidos de que Lula y el gobierno del PT
están avanzando por el camino equivocado, al final del cual no se
encuentra una nueva sociedad más justa y democrática sino una estructura
capitalista más injusta y menos democrática que la anterior y, por
añadidura, mucho más violenta.
Un país en donde, al final de
este proceso, la dictadura del capital, revestida con un etéreo ropaje
pseudo-democrático, será más férrea que antes, demostrando que George
Soros tenía razón cuando le aconsejaba al pueblo brasileño no molestarse
en elegir a Lula porque de todos modos gobernarían los mercados. Y, ya se
sabe, los mercados no gobiernan democráticamente ni se preocupan por la
justicia social. Sería conveniente pues ahorrarle al Brasil los horrores
que el 'posibilismo' y la política de 'apaciguamiento de los mercados'
produjo en la Argentina contemporánea.
Mis amigos en Brasilia
deberían estudiar cuidadosamente lo ocurrido en mi país y, sobre todo,
dejar definitivamente atrás ese viejo hábito de copiar nuestros
fracasos.
* Atilio A. Boron
es Secretario Ejecutivo de CLACSO-Consejo Latinoamericano de Ciencias
Sociales.
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