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Volando de Houston a Toronto
El sábado 7 de abril, a mitad de la mañana, le solicité a la conserje del hotel Days Inn & Suites de Houston, donde me estaba hospedando, que me pidiera un taxi para ir al aeropuerto. Ella, muy solícita, me dijo que llamaría a alguien de su confianza, y fue así, que me pasó a buscar el señor Carlos.
El hombre era salvadoreño, y había llegado a los Estados Unidos en 1980. Se mostraba muy afortunado, al punto de que me dijera: - “Este es un gran país; se puede comer carne todos los días”. Y ya jocosamente, agregó: - “Y, también, beber Coca Cola cuantas veces se desee”. Obviamente, a mí no me parecía para nada destacable, pero habiendo conocido su país, era lógico que considerara esas ventajas.
Enseguida detectó mi nacionalidad, y, por lo tanto, me preguntó qué opinaba del Che Guevara. Le dije que sentía admiración por haber dedicado su vida a sus ideales. Se sorprendió negativamente con mi respuesta, y de inmediato comenzó a criticar a Fidel Castro argumentando que mataba a sus opositores. Yo, entonces, hice silencio de radio.
En el Aeropuerto Internacional de Houston me revisaron “hasta los dientes”. Molesta, pero sin problemas, tomé el vuelo de American Eagle rumo a Charlotte.
Como siempre en la ventanilla, me preparé para tomar fotografías del trayecto; y si bien decolamos con buen tiempo, enseguida las nubes lo cubrieron todo, y no pude ver más nada hasta llegar a la zona de bosques de Carolina del Norte, poco tiempo antes del aterrizaje.

Partimos de Houston con buen tiempo

Las nubes lo cubrieron todo durante el vuelo

Bosques de Carolina del Norte
En dos horas y media de vuelo arribamos al Aeropuerto Internacional Charlotte-Douglas. Sin embargo, ya habíamos pasado el mediodía porque era una hora más tarde en esta franja horaria, ya que, por su extensión en longitud, Estados Unidos contaba con varios husos.
Tenía que esperar varias horas para hacer la conexión a Toronto, y sumado a que sentía hambre, me acomodé en uno de los locales de comidas rápidas que se caracterizaba por estar totalmente dedicado al automovilismo.
No solamente que la decoración abundaba en automóviles de carrera, que en una vitrina se exponía un traje que había pertenecido al famoso piloto, ganador de varias competencias, Jamie Mc Murray, que había una serie de cascos, sino que hasta el piso tenía los colores de la bandera de las carreras, en cuadros blancos y negros.

Local gastronómico dedicado al automovilismo
con el piso con los colores de la bandera de las carreras

Decorado del bar automovilístico

Traje del piloto Jamie Mc Murray

Cascos de piloto
El Aeropuerto Internacional Charlotte Douglas, llevaba ese nombre en honor a Benjamin Elbert Douglas Sr., quien fuera alcalde demócrata de Charlotte entre 1935 y 1941. Había servido al ejército estadounidense en la Primera Guerra Mundial, y administró la construcción del aeropuerto, que en ese momento era sólo de cabotaje, y ahora se había convertido en uno de los mayores puntos de conexión, tanto de vuelos nacionales como internacionales.
El sitio era muy agradable. Los pequeños arbolitos, los avioncitos antiguos colgantes, las sillas hamacas y el piano de cola con su intérprete que tocaba a la gorra, generaban cierta calma, en un lugar que, por sus características hubiera tenido todos los ingredientes como para ser extremadamente bullicioso.

Vista interior del Aeropuerto Internacional de Charlotte-Douglas con su piano de cola

Adorno colgante con avioncitos antiguos
El siguiente vuelo fue de dos horas, con bastante bruma, despejándose al sobrevolar Toronto, por lo que pude tomar varias fotografías de la ciudad iluminada.

Aproximándonos a Toronto

Vista aérea nocturna de Toronto

Próximos a aterrizar en el Aeropuerto Internacional Toronto Pearson
El aterrizaje en el Aeropuerto Internacional Toronto Pearson fue cerca de la medianoche, y entre los trámites inmigratorios y el trayecto en el taxi, llegué al hotel ECONO Lodge Inn and Suites Downtown, en la esquina de Jarvis St y Gerrard St E, casi a la una de la mañana.
Me atendió la nochera, una mujer negra, corpulenta y de pocas pulgas. Me indicó que la habitación estaba en el segundo piso, lo que era equivalente al primer piso en Argentina, y que no había ascensor porque el edificio era de tres plantas.
Con mucha dificultad cargué con mi maleta, que pesaba bastante, y al llegar a un recodo de la escalera, sentí un tirón en mi pierna izquierda a la altura de la rodilla.
Le pedí ayuda. Vino, y si bien de mala manera, levantó mi valija como si fuera una pluma y me la tiró en la puerta de la habitación. A pesar de sus malos modales, se lo agradecí muchísimo, pero se fue murmurando quién sabe qué.
Esa fue mi primera noche en Canadá. Dormí profundamente hasta la mañana siguiente.
Ana María Liberali