NCeHu 17/17
Prólogo. Historia de la Revolución
rusa
Leon Trotsky
17/2/17
En los dos primeros meses del año 1917 reinaba
todavía en Rusia la dinastía de los Romanov. Ocho meses después estaban ya en el
timón los bolcheviques, un partido ignorado por casi todo el mundo a principios
de año y cuyos jefes, en el momento mismo de subir al poder, se hallaban aún
acusados de alta traición. La historia no registra otro cambio de frente tan
radical, sobre todo si se tiene en cuenta que estamos ante una nación de ciento
cincuenta millones de habitantes. Es evidente que los acontecimientos de 1917,
sea cual fuere el juicio que merezcan, son dignos de ser
investigados.
La historia de la revolución, como toda
historia, debe, ante todo, relatar los hechos y su desarrollo. Mas esto no
basta. Es menester que del relato se desprenda con claridad por qué las cosas
sucedieron de ese modo y no de otro. Los sucesos históricos no pueden
considerarse como una cadena de aventuras ocurridas al azar ni engarzarse en el
hilo de una moral preconcebida, sino que deben someterse al criterio de las
leyes que los gobiernan. El autor del presente libro entiende que su misión
consiste precisamente en sacar a la luz esas leyes.
El rasgo característico más indiscutible de
las revoluciones es la intervención directa de las masas en los acontecimientos
históricos. En tiempos normales, el Estado, sea monárquico o democrático, está
por encima de la nación; la historia corre a cargo de los especialistas de este
oficio: los monarcas, los ministros, los burócratas, los parlamentarios, los
periodistas. Pero en los momentos decisivos, cuando el orden establecido se hace
insoportable para las masas, éstas rompen las barreras que las separan de la
palestra política, derriban a sus representantes tradicionales y, con su
intervención, crean un punto de partida para el nuevo régimen. Dejemos a los
moralistas juzgar si esto está bien o mal. A nosotros nos basta con tomar los
hechos tal como nos los brinda su desarrollo objetivo. La historia de las
revoluciones es para nosotros, por encima de todo, la historia de la irrupción
violenta de las masas en el gobierno de sus propios destinos.
Cuando en una sociedad estalla la revolución,
luchan unas clases contra otras, y, sin embargo, es de una innegable evidencia
que las modificaciones por las bases económicas de la sociedad y el sustrato
social de las clases desde que comienza hasta que acaba no bastan, ni mucho
menos, para explicar el curso de una revolución que en unos pocos meses derriba
instituciones seculares y crea otras nuevas, para volver en seguida a
derrumbarlas. La dinámica de los acontecimientos revolucionarios se halla
directamente informada por los rápidos tensos y violentos cambios que sufre la
sicología de las clases formadas antes de la revolución.
La sociedad no cambia nunca sus instituciones
a medida que lo necesita, como un operario cambia sus herramientas. Por el
contrario, acepta prácticamente como algo definitivo las instituciones a que se
encuentra sometida. Pasan largos años durante los cuales la obra de crítica de
la oposición no es más que una válvula de seguridad para dar salida al
descontento de las masas y una condición que garantiza la estabilidad del
régimen social dominante; es, por ejemplo, la significación que tiene hoy la
oposición socialdemócrata en ciertos países. Han de sobrevenir condiciones
completamente excepcionales, independientes de la voluntad de los hombres o de
los partidos, para arrancar al descontento las cadenas del conservadurismo y
llevar a las masas a la insurrección.
Por tanto, esos cambios rápidos que
experimentan las ideas y el estado de espíritu de las masas en las épocas
revolucionarias no son producto de la elasticidad y movilidad de la psiquis
humana, sino al revés, de su profundo conservadurismo. El rezagamiento crónico
en que se hallan las ideas y relaciones humanas con respecto a las nuevas
condiciones objetivas, hasta el momento mismo en que éstas se desploman
catastróficamente, por decirlo así, sobre los hombres, es lo que en los períodos
revolucionarios engendra ese movimiento exaltado de las ideas y las pasiones que
a las mentalidades policiacas se les antoja fruto puro y simple de la actuación
de los «demagogos». Las masas no van a la revolución con un plan preconcebido de
la sociedad nueva, sino con un sentimiento claro de la imposibilidad de seguir
soportando la sociedad vieja. Sólo el sector dirigente de cada clase tiene un
programa político, programa que, sin embargo, necesita todavía ser sometido a la
prueba de los acontecimientos y a la aprobación de las masas. El proceso
político fundamental de una revolución consiste precisamente en que esa clase
perciba los objetivos que se desprenden de la crisis social en que las masas se
orientan de un modo activo por el método de las aproximaciones sucesivas. Las
distintas etapas del proceso revolucionario, consolidadas pro el desplazamiento
de unos partidos por otros cada vez más extremos, señalan la presión creciente
de las masas hacia la izquierda, hasta que el impulso adquirido por el
movimiento tropieza con obstáculos objetivos. Entonces comienza la reacción:
decepción de ciertos sectores de la clase revolucionaria, difusión del
indeferentismo y consiguiente consolidación de las posiciones adquiridas por las
fuerzas contrarrevolucionarias. Tal es, al menos, el esquema de las revoluciones
tradicionales.
Sólo estudiando los procesos políticos sobre
las propias masas se alcanza a comprender el papel de los partidos y los
caudillos que en modo alguno queremos negar. Son un elemento, si no
independiente, sí muy importante, de este proceso. Sin una organización
dirigente, la energía de las masas se disiparía, como se disipa el vapor no
contenido en una caldera. Pero sea como fuere, lo que impulsa el movimiento no
es la caldera ni el pistón, sino el vapor.
Son evidentes las dificultades con que
tropieza quien quiere estudiar los cambios experimentados por la conciencia de
las masas en épocas de revolución. Las clase oprimidas crean la historia en las
fábricas, en los cuarteles, en los campos, en las calles de la ciudad. Mas no
acostumbran a ponerla por escrito. Los períodos de tensión máxima de las
pasiones sociales dejan, en general, poco margen par ala contemplación y el
relato. Mientras dura la revolución, todas las musas, incluso esa musa plebeya
del periodismo, tan robusta, lo pasan mal. A pesar de esto, la situación del
historiador no es desesperada, ni mucho menos. Los apuntes escritos son
incompletos, andan sueltos y desperdigados. Pero, puestos a la luz de los
acontecimientos, estos testimonios fragmentarios permiten muchas veces adivinar
la dirección y el ritmo del proceso histórico. Mal o bien, los partidos
revolucionarios fundan su técnica en la observación de los cambios
experimentados por la conciencia de las masas. La senda histórica del
bolchevismo demuestra que esta observación, al menos en sus rasgos más
salientes, es perfectamente factible. ¿Por qué lo accesible al político
revolucionario en el torbellino de la lucha no ha de serlo también
retrospectivamente al historiador?
Sin embargo, los procesos que se desarrollan
en la conciencia de las masas no son nunca autóctonos ni independientes. Pese a
los idealistas y a los eclécticos, la conciencia se halla determinada por la
existencia. Los supuestos sobre los que surgen la Revolución de Febrero y su
suplantación por la de Octubre tienen necesariamente que estar informados por
las condiciones históricas en que se formó Rusia, por su economía, sus clases,
su Estado, por las influencias ejercidas sobre ella por otros países. Y cuanto
más enigmático nos parezca el hecho de que un país atrasado fuera el primero en
exaltar al poder al proletariado, más tenemos que buscar la explicación de este
hecho en las características de ese país, o sea en lo que le diferencia de los
demás.
En los primeros capítulos del presente libro
esbozamos rápidamente la evolución de la sociedad rusa y de sus fuerzas
intrínsecas, acusando de este modo las peculiaridades históricas de Rusia y su
peso específico. Confiamos en que el esquematismo de esas páginas no asustará al
lector. Más adelante, conforme siga leyendo, verá a esas mismas fuerzas sociales
vivir y actuar.
Este trabajo no está basado precisamente en
los recuerdos personales de su autor. El hecho de que éste participara en los
acontecimientos no le exime del deber de basar su estudio en documentos
rigurosamente comprobados. El autor habla de sí mismo allí donde la marcha de
los acontecimientos le obliga a hacerlo, pero siempre en tercera persona. Y no
por razones de estilo simplemente, sino porque el tono subjetivo que en las
autobiografías y en las memorias es inevitable sería inadmisible en un trabajo
de índole histórica.
Sin embargo, la circunstancia de haber
intervenido personalmente en la lucha permite al autor, naturalmente, penetrar
mejor, no sólo en la sicología de las fuerzas actuantes, las individuales y las
colectivas, sino también en la concatenación interna de los acontecimientos. Mas
para que esta ventaja dé resultados positivos, precisa observar una condición, a
saber: no fiarse a los datos de la propia memoria, y esto no sólo en los
detalles, sino también en lo que respecta a los motivos y a los estados de
espíritu. El autor cree haber guardado este requisito en cuanto de él
dependía.
Todavía hemos de decir dos palabras acerca de
la posición política del autor, que en función de historiador, sigue adoptando
el mismo punto de vista que adoptaba en función de militante ante los
acontecimientos que relata. El lector no está obligado, naturalmente, a
compartir las opiniones políticas del autor, que éste, por su parte, no tiene
tampoco por qué ocultar. Pero sí tiene derecho a exigir de un trabajo histórico
que no sea precisamente la apología de una posición política determinada, sino
una exposición, internamente razonada, del proceso real y verdadero de la
revolución. Un trabajo histórico sólo cumple del todo con su misión cuando en
sus páginas los acontecimientos se desarrollan con toda su forzosa
naturalidad.
¿Mas tiene esto algo que ver con la que llaman
«imparcialidad» histórica? Nadie nos ha explicado todavía claramente en qué
consiste esa imparcialidad. El tan citado dicho de Clemenceau de que las
revoluciones hay que tomarlas o desecharlas en bloc es, en el mejor de los
casos, un ingenioso subterfugio: ¿cómo es posible abrazar o repudiar como un
todo orgánico aquello que tiene su esencia en la escisión? Ese aforismo se lo
dicta a Clemenceau, por una parte, la perplejidad producida en éste por el
excesivo arrojo de sus antepasados, y, por otra, la confusión en que se halla el
descendiente ante sus sombras.
Uno de los historiadores reaccionarios, y, por
tanto, más de moda en la Francia contemporánea, L. Madelein, que ha calumniado
con palabras tan elegantes a la Gran Revolución, que vale tanto como decir a la
progenitora de la nación francesa, afirma que «el historiador debe colocarse en
lo alto de las murallas de la ciudad sitiada, abrazando con su mirada a sitiados
y sitiadores»; es, según él, la única manera de conseguir una «justicia
conmutativa». Sin embargo, los trabajos de este historiador demuestran que si él
se subió a lo alto de las murallas que separan a los dos bandos, fue, pura y
simplemente, para servir de espía a la reacción. Y menos mal que en este caso se
trata de batallas pasadas, pues en épocas de revolución es un poco peligroso
asomar la cabeza sobre las murallas. Claro está que, en los momentos peligrosos,
estos sacerdotes de la «justicia conmutativa» suelen quedarse sentados en casa
esperando a ver de qué parte se inclina la victoria.
El lector serio y dotado de espíritu crítico
no necesita de esa solapada imparcialidad que le brinda la copa de la
conciliación llena de posos de veneno reaccionario, sino de la metódica
escrupulosidad que va a buscar en los hechos honradamente investigados, apoyo
manifiesto para sus simpatías o antipatías disfrazadas, a la contrastación de
sus nexos reales, al descubrimiento de las leyes por que se rigen. Ésta es la
única objetividad histórica que cabe, y con ella basta, pues se halla
contrastada y confirmada, no por las buenas intenciones del historiador de que
él mismo responde, sino por las leyes que rigen el proceso histórico y que él se
limita a revelar.
Para escribir este libro nos han servido de
fuentes numerosas publicaciones periódicas, diarios y revistas, memorias, actas
y otros materiales, en parte manuscritos y, principalmente, los trabajos
editados por el Instituto para la Historia de la Revolución en Moscú y
Leningrado. Nos ha parecido superfluo indicar en el texto las diversas fuentes,
ya que con ello no haríamos más que estorbar la lectura. Entre las antologías de
trabajos históricos hemos manejado my en particular los dos tomos de los Apuntes
para la Historia de la Revolución de Octubre (Moscú-Leningrado, 1927). Escritos
por distintos autores, los trabajos monográficos que forman estos dos tomos no
tienen todos el mismo valor, pero contienen, desde luego, abundante material de
hechos.
Cronológicamente nos guiamos en todas las
fechas por el viejo calendario, rezagado en trece fechas, como se sabe, respecto
al que regía en el resto del mundo y hoy rige también en los Soviets. El autor
no tenía más remedio que atenerse al calendario que estaba en vigor durante la
revolución. Ningún trabajo le hubiera costado, naturalmente, trasponer las
fechas según el cómputo moderno. Pero esta operación, eliminando unas
dificultades, habría creado otras de más monta. El derrumbamiento de la
monarquía pasó a la historia con el nombre de Revolución de Febrero. Sin
embargo, computando la fecha por el calendario occidental, ocurrió en marzo. La
manifestación armada que se organizó contra la política imperialista del
gobierno provisional figura en la historia con el nombre de «jornadas de abril»,
siendo así que, según el cómputo europeo, tuvo lugar en mayo. Sin detenernos en
otros acontecimientos y fechas intermedios, haremos notar, finalmente, que la
Revolución de Octubre se produjo, según el calendario europeo, en noviembre.
Como vemos, ni el propio calendario se puede librar del sello que estampan en él
los acontecimientos de la Historia, y al historiador no le es dado corregir las
fechas históricas con ayuda de simples operaciones aritméticas. Tenga en cuenta
el lector que antes de derrocar el calendario bizantino, la revolución hubo de
derrocar las instituciones que a él se aferraban.
1929-1932
https://www.marxists.org/espanol/trotsky/1932/histrev/tomo1/prologo.htm