Eran algo más
de las 10 de la noche del 19 de diciembre de 2001 cuando las calles del centro
de Buenos Aires quedaron ocupadas por decenas de miles que llegaban con un grito
contundente: “El estado de sitio se lo meten en el culo”.
Ese grito
hiriente contra el estado de sitio indicaba el grado de conciencia política
alcanzado por las clases medias empobrecidas. El 17 y el 18 habían abundado los
saqueos en grandes centros urbanos del país. Esto es: se trataba de un
movimiento de amplitud nacional. Contra ellos, el presidente Fernando de la Rúa
declaró el estado de sitio a la espera de contar con el respaldo de la pequeña
burguesía.
De la Rúa se equivocó: aquella clase media
empobrecida, saqueada ella misma en sus ahorros por el “corralito”, estaba
obsesionada por su propio derrumbe. Entre el estado de sitio de los saqueadores
capitalistas y el pueblo explotado, se ponía del lado de este último. En otras
palabras: la pequeña burguesía de Buenos Aires se había hecho piquetera, lo cual
señalaba la presencia de una situación revolucionaria.
Los antecedentes
Un año antes, el gobierno de la Alianza (había
ganado las elecciones nacionales en 1999) marchaba hacia una declaración
internacional de quiebra respecto de la deuda externa. Se terminaba la bicicleta
consistente en reciclar una y otra vez una deuda impagable, mientras la
producción y las inversiones no hacían más que caer. Un régimen social entero se
derrumbaba: en diciembre de 2001, los desocupados eran casi 4
millones.
En verdad, se asistía a la disolución del Estado
argentino y de todas sus relaciones sociales. Como antes de 1881, cuando se creó
la moneda nacional, las provincias emitían dinero por su cuenta y llegó a haber
14 cuasi monedas con las que se pagaban salarios, y a las que nadie reconocía su
valor nominal. En la provincia de Buenos Aires hubo una huelga de maestros por
tiempo indefinido para exigir que les pagaran en pesos.
Frente al flagelo del desempleo se había
producido un fenómeno notable: la clase obrera desocupada comenzó a organizarse.
Eso fue el movimiento piquetero: una enorme acción obrera por el pan y por el
derecho al trabajo. Y, en condiciones de bancarrota capitalista y profunda
crisis política, esa demanda condujo a la cuestión del poder.
El Argentinazo estuvo precedido por puebladas
masivas en General Mosconi y Tartagal, Salta, de los petroleros despedidos de
YPF, privatizada por Menen con el respaldo decidido de gobernadores como Néstor
Kirchner.
También por toda una cantidad de luchas enormes
desde el Santiagueñazo en 1993, los comerciantes de Cutral-Có, la población de
la Ciudad de Buenos Aires durante el apagón de 1998, los medianos y pequeños
fruticultores de Río Negro, las mujeres agrarias, los tractorazos de la Pampa
húmeda, las grandes movilizaciones docentes y estudiantiles en Córdoba, los
paros generales a partir del año 2000, la ocupación de lugares de trabajo y,
sobre todo, el gran corte piquetero de la ruta 3, en La Matanza, en noviembre de
2000. Un reflejo de aquella situación fue el crecimiento electoral de la
izquierda en 2000, que llevó a Jorge Altamira a la Legislatura
porteña.
La Asamblea Nacional
Piquetera
El gran antecedente inmediato del Argentinazo fue
la convocatoria a las dos primeras reuniones de la Asamblea Nacional Piquetera,
ambas en La Matanza, en julio y en septiembre de 2001. No fue una reunión de
desocupados sino del movimiento obrero: allí estuvieron seccionales de la CTA
(Neuquén, Santa Cruz), mineros de Río Turbio, comisiones internas de gráficos y
colectiveros, seccionales docentes (no la Ctera, entrampada en una negociación
inconducente con un gobierno que se caía) y hasta representantes de pequeños
productores agrarios. Muchas de esas organizaciones habían rechazado, tres meses
antes, la convocatoria a un congreso nacional piquetero, lo cual indica la
velocidad a la que evolucionaba la situación.
Entretanto, la lucha obrera y popular se
extendía: huelgas en Aerolíneas, estatales, en grandes fábricas como Gatic y
Alpargatas, más luchas agrarias, ascenso sostenido del movimiento
docente-estudiantil. Invitado, junto con Norma Nassif (CCC) y Claudio Lozano
(asesor de la CTA) a dar uno de los informes iniciales de la Asamblea, Altamira
señaló la perspectiva estratégica que el movimiento obrero necesitaba darse: la
sustitución del gobierno nacional y de los gobiernos provinciales por asambleas
constituyentes soberanas, es decir con plenos poderes ejecutivos para proceder
“al cese del pago de la deuda externa, la estatización de los bancos bajo
control obrero, un impuesto extraordinario a los grandes intereses, el reparto
de las horas de trabajo entre la población trabajadora y un mínimo salarial de
600 pesos (el costo de la canasta familiar en ese momento) por una jornada de 8
horas” (Prensa Obrera, 26/7/01). La segunda Asamblea, en septiembre, avanzó en
esa línea con un programa de reivindicaciones sindicales y políticas. Los 1.500
delegados de esa segunda Asamblea (un 70 por ciento más que en la primera)
representaban a algo más de 30 mil compañeros organizados.
El 8 de diciembre, a días de la sublevación, el
Bloque Piquetero Nacional levantó una consigna definitiva: “Fuera De la
Rúa-Cavallo” (por Domingo Cavallo, ministro de Economía). Ese Bloque, además,
tenía dentro de sí la corriente clasista del Polo Obrero, fundado en agosto de
1999, por un gran plenario de trabajadores. El Polo Obrero y el Partido Obrero
fueron constructores del Argentinazo.
Mirada hacia atrás
El Argentinazo fue, en definitiva, el ejercicio
directo del derecho a revocatoria de un gobierno agotado, por tanto ilegítimo,
aunque electo por los mecanismos de la democracia formal. La renuncia de Cavallo
en la madrugada del 20 (cuando la lucha de barricadas llegaba a su punto más
alto en los alrededores de la Plaza de Mayo) resultó tardía y no logró detener
la movilización. El gobierno, incapaz ya de defenderse a sí mismo, defendió sin
embargo las fronteras del poder en la llamada “batalla de la Plaza de Mayo”, en
la mañana y la tarde del 20, que costó cinco muertos y centenas de heridos. En
total, la represión provocó 39 muertos en todo el país.
Las asambleas
populares surgieron como hongos después de la lluvia y aterrorizaron a la
burguesía, al punto que La Nación llegó a hablar de “soviets” (consejos obreros,
en ruso). Por cierto no lo eran, pero había en ellas un asomo del poder que
emana del pueblo organizado en las calles, que delibera y ejecuta. Luego, las
asambleas populares tropezaron consigo mismas: la consigna “que se vayan todos”,
revulsiva en un primer momento por expresar el repudio a un régimen político
terminado, acabó por confinar ese repudio a una crisis de representación
política y no de organización social. A partir de allí, los mismos personeros
repudiados por el Argentinazo se las arreglaron para avanzar en una
reconstrucción de la autoridad estatal que, sin embargo, nunca logró remontar
las razones de fondo de la bancarrota económica y política que condujo a 2001.
Hoy, esas contradicciones sociales se reiteran en una escala superior, con la
presencia de un Partido Obrero y un Frente de Izquierda constituidos en
referencia política para todo un sector de los explotados. Como dijo el PO en su
momento, la resaca del Argentinazo tiene un potencial revolucionario más alto
que el Argentinazo mismo.