La respuesta a
la política de rebajar los salarios (el “salariazo” de Menem y de Alfonsín) no
demoró una semana. Cuando los trabajadores de Santiago del Estero fueron
informados de que se les pagaría apenas una parte de los sueldos que se les
adeudaba, retrotraídos a los valores de febrero pasado, comenzó una de las
rebeliones populares más profundas de la historia del país. Una rebelión que
marcará época en los años ’90.
Comparado con el “cordobazo” de 1969, el
“santiagueñazo” sólo pierde en cuanto a la importancia social y política de
Córdoba y a la presencia en ésta de un concentrado proletariado industrial. En
todo lo demás, lo supera. Porque en el “cordobazo” el poder político no fue
sometido a la implacable demolición que sufriera a manos de los explotados
santiagueños hace diez días. La casa de gobierno, primero, luego la legislatura
y el poder judicial, finalmente las lujosas y corrompidas mansiones de los
políticos patronales (tanto oficialistas como opositores) —este recorrido no
dejó de lado a la capital, ni a buena parte de los municipios del interior. A
diferencia del “cordobazo”, el “santiagueñazo” se extendió al interior de la
provincia.
A pesar de la reveladoras imágenes transmitidas
por la televisión, no han faltado quienes adjudicaran el “santiagueñazo” a la
“espontaneidad” de las masas, y hasta quienes levantaran el reparo de la “escasa
conciencia política” de los trabajadores santiagueños. Semejantes opiniones
constituyen el último estertor que exhalan los desmoralizados y fundidos
políticos; los que han reemplazado la causa del socialismo por el “sueño” de la
“utopía”; los ex izquierdistas o montoneros vendidos al plato de lentejas de la
sociedad burguesa en descomposición.
Los miles de
manifestantes que demolieron las instalaciones de todos los centros de poder y
que enfrentaron a la policía y a la gendarmería, demostraron por ese solo hecho
una elevada conciencia, típicamente “política”, y su completa falta de
“espontaneidad”. El único paso que les faltaba franquear era la toma del poder y
poner al Estado nacional ante el hecho consumado de tener que enfrentar a un
gobierno propio de las masas santiagueñas. Negarle conciencia política a una
acción de la envergadura del “santiagueñazo”, es confundir a la conciencia con
el hábito o la rutina de la lectura. En cuanto a “espontaneidad”, sería bueno
que aparezca el organizador capaz de coordinar una acción como la desplegada
colectivamente por las decenas de miles de trabajadores santiagueños. La lucha
de Santiago no es de hoy, ni mucho menos ha estado ausente en ella el doloroso
proceso de su experiencia política. Las manifestaciones y huelgas han sido
rutina en los dos últimos años; la confianza en el peronismo y en el menemismo
se trocó después en viva adhesión al caudillo populista de la UCR, Eduardo
Zavalía —quien, el 3 de octubre, obtuvo el 65% de los votos. Fue este Eduardo
Zavalía el que convocó, el año pasado, a “la lucha armada para defender la
soberanía nacional” —una demagogia tan extrema como típica de los burgueses
populistas. Pero como la crisis es una gran devoradora de hombres, bastó la
adhesión de Zavalía a la reelección de Menem, al “pacto” Menem-Alfonsín y,
finalmente, al “pacto” que permitió el reemplazo del gobernador Mujica por el
vicegobernador Lobo; bastó esto para que, sesenta días después del 3 de octubre,
la casa de Zavalía sufriera las consecuencias de la ira de la multitud y de que
el radicalismo en su conjunto se convirtiera en un cero a la izquierda en la
provincia, reclamando miserablemente la intervención federal. ¡Así que los
santiagueños no saben de política!
El
“santiagueñazo” supera al “cordobazo” en un aspecto fundamental, a saber, que
apuntó no a una dictadura, sino a una “democracia”. Sólo por este motivo se
puede decir con certeza que fue una manifestación superior de soberanía popular,
ya que corrió el velo engañoso y fraudulento del sistema representativo burgués.
Aunque en 1969 todos los “demócratas” se comportaron como perfectos cobardes, no
dejaron por ello de responsabilizar a la dictadura por el levantamiento popular.
Contra el “santiagueñazo”, en cambio, se formó un frente único desde Menem a
Pino Solanas, sin excluir a Rico, claro, para apresurar la intervención federal
a Santiago, ponerla bajo el control de los gendarmes, del represor de mujeres,
Antonietti, y encargarle la solución de sus problemas al cadete de Cavallo, Juan
Schiaretti, hombre de los pulpos de la Fundación Mediterránea y de otros
“privatizadores”, con cuyo dinero “compró” hace unos meses al Partido
Justicialista de Córdoba.
El
“santiagueñazo” ha cumplido un enorme papel de pedagogía nacional, al poner
tempranamente al desnudo la precariedad de la “victoria” menemista del pasado 3
de octubre. En períodos de crisis las victorias electorales escamotean la
comprensión de la realidad en lugar de aclararlas, las elecciones son
concientemente usadas para cumplir un rol de simulación. Se abusa por un corto
tiempo de los fondos públicos para repartir dádivas y apaciguar reclamos, en un
vano intento de ganarle tiempo a los estallidos inminentes.
El
“santiagueñazo” ha sido presentado como la reacción airada de un pueblo
“improductivo” que devora los recursos fiscales creados por la “libre” y
“creativa” iniciativa del capital. Expuesto de este modo, hasta parecería un
fenómeno históricamente reaccionario. Pero el “santiagueñazo” es precisamente lo
contrario: la rebelión de las fuerzas realmente productivas contra el
parasitismo capitalista. A Santiago, como a todo el resto de las provincias, se
le ha transferido el gasto en educación y salud, sin la contrapartida de los
recursos correspondientes, para poder pagarle los intereses usureros a la banca
acreedora y a los tenedores de la deuda pública argentina. Se le retiró,
expresamente, el 15 por ciento de sus recursos de coparticipación para esos
fines y para financiar los déficits del Estado nacional que provocará el desvío
de la cotización previsional hacia la jubilación privada. Los salarios han
sufrido las consecuencias de la carestía y del incremento descomunal de los
impuestos al consumo, para único beneficio de los capitalistas. El carácter
parasitario del “plan” Cavallo, que depende del ingreso de 10.000 millones de
dólares anuales de capital especulativo, benefició a la Capital Federal y sus
alrededores y a la minoría de oligarcas del interior, sumiendo a los pueblos en
la completa decadencia productiva.
Cavallo y sus
secuaces dicen que la crisis santiagueña es el resultado “de cuarenta años de
desgobierno”, como si hasta ahora el país hubiera sido gobernado por los
marcianos y no por los mismos pulpos capitalistas que lo gobiernan hoy,
incluidos sus mismos representantes políticos. El propio Cavallo debutó hace
veinticinco años como funcionario de la dictadura de Onganía. Otros funcionarios
o semifuncionarios del menemismo vienen desde la “revolución libertadora” (1955)
y aun antes (Cafiero, Alsogaray).
El “santiagueñazo” ha obligado a quemar etapas al
“pacto podrido” de Menem y Alfonsín. De un simple episodio “constitucional”
destinado a la “reelección” del “privatizador” riojano ha debido convertirse
apresuradamente en un instrumento de represión anti-popular, arrastrando a su
campo a todo el arco centroizquierdista sin excepción. Menem no intervino esta
vez la provincia con un “decreto de necesidad y urgencia” sino con una ley en
regla, pero no porque se hubiera convertido a la democracia sino porque ya no
puede gobernar solo. El gran conde de Anillaco, es decir el condón, se vio
forzado a abandonar por un instante el gobierno personal y de camarilla por un
pedido de socorro a la “unidad nacional”.
¿El “plan” Cavallo sobrevivirá al
“santiagueñazo”? A una pregunta tan mal planteada, los oficialistas en general y
los alcahuetes en particular responden que sí. Pero resulta que el
“santiagueñazo” no es otra cosa que el producto del “plan” Cavallo, el que solo
podría sobrevivir creando y produciendo nuevos “santiagueñazos” . Ya está
reventado. Si la burguesía no tiene otros recursos de acción que el “plan”
Cavallo, entonces tiene que pensar en prepararse para convulsiones sociales y
políticas más graves. Lo mínimo que se puede prever es que la reforma de la
Constitución y una eventual “reelección” de Menem no tendrán un lecho de rosas y
se encuentran muy lejos de estar aseguradas. El gobierno menemista ha entrado en
un período de crisis abiertas.
El “santiagueñazo” habrá de jugar, y creemos que
juega ya, un enorme rol homogeneizador del movimiento de las masas de Argentina.
Esto ya se puede comprobar en la rebelión popular en las cárceles, un episodio
recurrente que ahora se ha transformado en generalizado y masivo. Para el
conjunto de los movimientos sociales reivindicativos y de lucha, y para la clase
obrera, el “santiagueñazo” muestra el camino de la huelga general, de la acción
callejera, de la ocupación de edificios, de las Asambleas populares y del poder.
El gobierno del Chaco tuvo que ceder preventivamente, el martes 21, ante los
reclamos de los trabajadores municipales y estatales, simplemente porque temía
una reedición del “santiagueñazo” en Resistencia y en Sáenz Peña.
Ante nuestros
ojos vuelven a formarse los elementos de una situación revolucionaria.
Desesperación popular y bacanales aristocráticas. Inmovilismo político oficial
ante la insurgencia popular. La democracia convertida en partidocracia (gobierno
de cúpulas partidarias), en plutocracia (gobierno de los ricachones) y en
cleptocracia (el gobierno de los chorros). El justicialismo, la UCR, la
burocracia de los sindicatos —están muertos como organizaciones reales. Sus
sucedáneos (Rico, Frente Grande, US) agonizan antes de nacer, en calidad de
cómplices de la partido-pluto-cleptocracia. Todo el organismo nacional
histórico, social, vivo, reclama una dirección revolucionaria.
Es necesario
organizarse, ante todo, en un partido revolucionario, el Partido Obrero, en la
perspectiva de desarrollar y completar la tendencia abierta con el
“santiagueñazo”.
Tapa de Prensa
Obrera N°409, publicado 22/12/1993