Asunto: | NoticiasdelCeHu 353/15 - Los intelectuales y la guerra | Fecha: | Domingo, 6 de Diciembre, 2015 01:51:44 (-0300) | Autor: | Noticias del CeHu <noticias @..............org>
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NCEHu 353/15
Los intelectuales y la guerra
La Vanguardia /
Rebelión
23/11/15
Con una diferencia de horas han desaparecido dos símbolos cercanos
a nosotros. Abrieron heridas que no están cerradas sino en carne viva. El 9 de
noviembre, lunes, fallecía uno de los iconos de esa fantasmagoría que empezó en
Mayo del 68; cuando en la batalla que aún domina nuestro mundo implacable, un
cándido escribió “debajo de los adoquines está la playa”. El muerto se llamaba
André Glucksmann y figura como uno de los nuevos filósofos desde el momento que
dejó de ser lo uno y lo otro. Se hizo conservador, en franca deriva hacia el
reaccionarismo, y apenas filosofó nada de fuste que no fuera orientar a la
derecha de Sarkozy en Francia y a la de José María Aznar en España, donde
ejerció de gurú en lugar tan condensado de talento como la FAES.
Su
aspecto de eterno joven airado, sus amistades, sus promotores –había sido
ayudante de Raymond Aron–, su audacia de persona educada para mandar, surgida en
el seno de una familia bien asentada. Todo, en fin, ayudó a esta nueva fórmula
de la inteligencia llamada mediática. Era un mandarín de los debates televisivos
y recurso obligado para cualquier opinión que le exigieran los medios de
comunicación. Escribió pocos libros, recordaré siempre el precioso título de
uno, La cocinera y el devorador de hombres (1975), pero confieso que no me
acuerdo de nada de su contenido.
Su actividad como revolucionario nada
convencional durante Mayo del 68 la desarrollaba en una organización cuyo
enunciado haría desternillarse de risa incluso a sus amigos barceloneses de
Bandera Roja, aquellos feroces denunciadores de reformistas y revisionistas de
la verdadera senda del marxismo-leninismo, la que conducía, tras algunos
vericuetos biográficos, al servicio del Poder. El partido guía de Glucksmann se
llamaba Izquierda Proletaria. Si la memoria no me falla eran los tiempos que
sustituyeron el Kempis y el Camino de Escrivá de Balaguer, por el Libro rojo de
Mao (yo conservo un ejemplar de entonces).
La ruptura con aquel mundo de
ensueño radical, sin precedentes en la historia de la intelectualidad ni
siquiera en el periodo staliniano, mucho más brutal y menos exotérico, dio pie a
documentos tan extraordinarios como el de la exquisita revista Tel Quel, la cima
de lo que hoy llamaríamos cool, que dedicó un número, casi un libro, a Mao y a
su revolución cultural. Esa ruptura se produjo, mediados los años setenta. En
España se retrasó porque vivía Franco, que era capaz de parar los relojes de la
historia.
Estábamos, pues, en los años setenta y curados de cualquier
veleidad izquierdista y menos aún proletaria. André Glucksmann y los denominados
“nuevos filósofos” dan un giro copernicano. Las dictaduras, o son de izquierdas
o no son. Cuestión que gracias a las lecturas de Carl Schmitt, antiguo residente
en España después de pasar un proceso y unos años de prisión acusado de
proveedor ideológico del nazismo recalcitrante, cambió. Carl Schmitt, ya
recuperado, facilitará primero en Francia y luego en Italia la reconversión de
los dogmáticos de izquierda en dogmáticos de derecha; una cuestión que para los
ejercitantes del derecho político apenas va más allá de un ejercicio académico.
Si Glucksmann fallecía el lunes, el martes desaparecía un hombre de muy
distinto signo y hasta edad, Helmut Schmidt, pero que también su influencia le
sitúa en los aparentemente tranquilos setenta, los años quizá más brutales y
menos estudiados de la época. Helmut Schmidt, moría a los 96, con su arrogancia
de siempre y su desdén por lo que pudieran pensar de él en época no electoral.
Fue ministro de casi todo en la RFA, incluso canciller, donde se mostró casi
siempre como un halcón. Y es curioso como este hamburgués, rígido, rigorista,
implacable en sus sarcasmos, fumador hasta la víspera de que le metieran en la
caja, sería capaz conforme pasaban los años de desarrollar un agudo sentido del
humor y una displicencia absoluta hacia el pasado que él había vivido en primera
persona del que no se cansaba de ironizar.
Tenemos, pues, a un
izquierdista de salón convertido en tigre del intervencionismo, Glucksmann, que
pasó de el Libro rojo de Mao a la más agresiva disposición a intervenir allí
donde creía en peligro la democracia imperial, ya fuera Iraq, Serbia,
Afganistán, Siria y sobre todo Libia. En condiciones normales de una democracia
abierta, como defendían sin ningún sentido de reciprocidad los orientadores de
estos reaccionarios venidos de las conspiraciones parisinas, hombres como
Bernard Henry-Levi y su colega Gluksmann deberían ser juzgados por la opinión
pública, ya no digo por tribunales internacionales, por haber incitado a la
guerra en países de los que no tenían ni zorra idea y de cuyas consecuencias nos
lamentamos todos los días. Libia, por ejemplo. La liquidación de Gadafi, como la
destrucción de Iraq, o la ofensiva contra Al-Asad en Siria, han dejado un río de
sangre y lo que es aún más inquietante, una ausencia de futuro. Al estilo de los
viejos colonialistas: yo mato al jefe de la tribu, me hago dueño de sus
pertenencias y que la población se las apañe.
Helmut Schmidt asumió
asuntos que exigirían un desarrollo para valorar su personalidad y su papel
político. Bastarían dos. La liquidación hasta el exterminio del terrorismo en la
Alemania Federal, la RAF (siglas megalómanas de la Fracción del Ejército Rojo),
más conocida como Banda Baader-Meinhof. Con un sentido del Estado implacable, la
liquidó y dejó que se murieran o se mataran en una cárcel inolvidable,
Stammheim. La leyenda dice que los mataron. No era necesario. Entraron allí para
que murieran, lo de menos es la forma que adquirió su muerte. En eso consistía
el riguroso servidor del Estado Helmut Schmidt. Setenta años de matrimonio con
Loki, una modelo que luego se descubrió que tenía demasiadas lagunas. Todo lo
explicó tarde, hasta sus antecedentes judíos.
Pocos como Schmidt
pelearon por la instalación de misiles de largo alcance en Europa que apuntaran
a la URSS. Ganó la batalla e incluso la guerra, lo que le permitió escribir uno
de los libros de memorias más interesantes del siglo XX. Los políticos en
general no escriben memorias, sino justificaciones. Schmidt demostró lo
contrario. Un tipo peculiar al que cabía odiar pero nunca despreciar. Tuvo la
chulería durante sus últimos años de no dejar de fumar en público, y los
alemanes, gente muy especial en lo que se refiere a sus grandes hombres, hacían
como si no se enteraban y le admiraban por su desparpajo. No tenía ya nada que
perder.
A este propósito, yo siempre cuento la anécdota de Goethe sobre
el árbol del vecino que le limitaba la contemplación del paisaje. Cuando el
barón propietario de la finca se enteró lo hizo cortar inmediatamente, para gozo
del gran Goethe. En España, de seguro y desde el conde-duque de Olivares si no
antes, el dueño de la finca hubiera plantado dos arbustos más para joder al
poeta ese que dice que un árbol de su finca le quita el placer matutino. Somos
civilizaciones a las que sólo une el que un día bajamos de los árboles y unos se
adaptaron a la tierra y otros siguieron pensando en volver a subirse a él.
Los años setenta los fueron uniendo a todos. Había cambiado el ciclo.
Aún guardo en mi memoria lo que años después significaría en París el
aniversario de la gran revolución de 1789. Daba una cierta pena, aquellos
funcionarios del Estado, catedráticos, pensadores institucionales, pedagogos de
la reacción formados en el Libro rojo de Mao, cómo se referían a lo que antes
había sido intocable y menos aún referible a la gente, exhibiendo las vergüenzas
sin el mínimo respeto hacia aquella barbarie que había cambiado el mundo, su
mundo, puesto que sin él apenas hubieran pasado de empleados palaciegos.
Lo que son las cosas. Guardo un mejor recuerdo de aquel Schmidt,
arrogante y provocador, que de estos señoritos que inauguraron la
intelectualidad mediática aseverando con pompa y circunstancia, que había que
arrasarlo todo para que la democracia se estableciera, allí donde lo que había
era hambre y ganas de vivir.
Aún guardo en mi memoria lo que años
después significaría en París el aniversario de la gran revolución de
1789.
Fuente original: http://www.pressreader.com/spain/la-vanguardia/20151121/282248074465441/TextView
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