En Villa Los Coihues
Después de desayunar en el hotel nos pasó a buscar
Santiago Böndel con quien fuimos hasta la esquina de Mitre y Rolando, donde se
encontraba la chocolatería Mamuschka. Nos sentamos alrededor de una mesita bajo
una sombrilla en la vereda, y pedimos algunas de las exquisiteces que allí
ofrecían. Y al rato se sumó el geógrafo Mauro Cesetti, con quien nos dispusimos
a organizar el Encuentro Humboldt que realizaríamos ocho meses más
tarde.
Después de trabajar toda la mañana, Santiago nos
llevó en su auto hasta Villa Los Coihues, de la cual nos había hablado Mauro,
quien allí residía.
Villa Los Coihues se encontraba a doce kilómetros
del Centro de Bariloche, a la vera del lago Gutiérrez, en un valle encajonado
entre los cerros Otto y Viejita (también conocido como La Vieja o San Martín), y
en ese momento, febrero de 2014, apenas superaba los dos mil habitantes, pero
continuaba creciendo día a día. Se trataba de una localidad que había surgido en
la década del noventa por parte de quienes ya sentían que Bariloche se había
urbanizado demasiado.
Los vecinos habían dado lugar a varias iniciativas
comunitarias a través de la Junta Vecinal, autogestionando el sistema de agua;
en la escuela y el jardín de infantes los padres habían tenido participación en
la inclusión de actividades extracurriculares como ski, pernoctes y campamentos;
la Asociación Chen nucleaba a los artesanos; se reciclaban los residuos; tenían
FM propia; contando además con el apoyo del Banco Popular de Los Coihues para
financiamiento de los emprendedores. Pero tal vez lo más importante era el
cuidado ambiental siguiendo el “Programa de Iluminación Respetuosa” en sintonía
con lineamientos mundiales de avanzada para la reducción de la contaminación
lumínica y el consumo de energía; como también la promoción del cuidado de las
especies vegetales nativas y la erradicación de las
exóticas.
El paisaje era maravilloso y cuando quise tomar
fotografías, me encontré con la sorpresa de que a mi cámara se le habían agotado
las pilas, y para colmo necesitaba cuatro doble A, que no conseguí por ninguna
parte.
Dimos una vuelta por el pueblito y luego nos
instalamos en una pizzería frente al Gutiérrez donde después de almorzar
permanecimos un largo rato conversando, hasta que Santiago continuó su camino
hacia El Bolsón.
Martín, Ludmila y Laurita fueron a la playita. El
agua no estaba del todo templada, pero el calor del sol lo compensaba. El lugar
era muy popular y se divirtieron mucho, entrando y saliendo del lago y
correteando de aquí para allá.
Pero cuando aparecieron los vendedores de churros,
el lago se despobló repentinamente, y todos, grandes y chicos, se abalanzaron
sobre ellos. Mis acompañantes no fueron la excepción, así que pacíficamente se
dispusieron a disfrutar de esa inesperada merienda sentados en unas rocas, hasta
que de pronto, una abeja se le acercó a Laurita quien tenía fobia a los insectos
voladores, y comenzó a correr desesperada por todas partes, no queriendo
permanecer más en el lugar.
Así que tomamos un colectivo hasta el Centro de
Bariloche, dejé a los chicos en el hotel y salí a buscar pilas. Recorrí varios
locales sin conseguirlas, pero descubrí una fonda en la calle Rolando, a la
vuelta del hotel, con platos abundantes y precios bajos, algo extraño en la
Patagonia, así que decidí ir a buscar a los chicos y cenar
allí.
Cuando entré a la habitación, las nenas estaban en
mi cama y Martín en la suya, pero todos dormidos, entonces me ubiqué en la de
Ludmila. Cuando ella se despertó pretendí hacerle un lugar para que mirara tele
conmigo, pero no calculé que era muy angosta y me fui al suelo, quedando
atrapada entre la cama y una mampara. Ella se tapó la cara con las manos y creí
que estaba llorando al ver que yo no podía levantarme. ¡Pero no! No podía parar
de reírse.
Durante la cena, recordamos la situación y nos
reímos todos. La idea era disfrutar cada momento y lo estábamos
logrando.
Ana María Liberali