La Modesta Victoria y el lagomoto del Nahuel
Huapi
Durante los primeros años de la década del ’40, mi
padre había vivido en San Carlos de Bariloche. Lo había hecho en una pensión
junto con algunos amigos y el motivo había tenido que ver con que en Bahía
Blanca, ciudad donde residía, no tenía una buena paga por su trabajo de
fotógrafo. Indudablemente conservaba muy gratos recuerdos de esa época, aunque
como en todo lugar, había habido situaciones positivas y negativas. Pero
evidentemente la balanza se había inclinado favorablemente, ya que desde muy
chica yo escuchaba sus anécdotas que contaba con mucho entusiasmo y cariño. Creo
que la más destacada de todas había tenido que ver con el inicio de su carrera
periodística en LU8, radio que había comenzado a salir al aire en 1943, siendo
su fundadora la Compañía Broadcasting de la Patagonia S. A., propiedad de la
familia Menéndez Behety con importantes negocios como “La Anónima”. También me
hablaba de las noches de intenso frío que pasaba con sus compañeros de
habitación, de las obras de teatro que armaban para tener algo con qué
entretenerse, del Club Andino, de los partidos de fútbol “internacionales” que
iba a jugar a Puerto Montt con un equipo amateur, y sobre muchas otras cosas
simples que sucedían en un pequeño pueblo como era Bariloche en ese entonces. Y
nunca olvidaba de dedicarle un espacio a la Modesta Victoria, esa lancha que
comenzara a surcar las aguas del lago Nahuel Huapi desde el diez de noviembre de
mil novecientos treinta y ocho, y que se había convertido en Patrimonio
Histórico de San Carlos de Bariloche y del Parque Nacional Nahuel
Huapi.
La Modesta Victoria había sido construida en
Amsterdam, por encargo de Exequiel Bustillo quien por entonces presidía Parques
Nacionales. Las partes constituyentes de la lancha fueron transportadas primero
en barco y luego en tren hasta San Carlos de Bariloche donde se ensamblaron. Y
tomó su nombre del pequeño velero con que el vicealmirante Eduardo O’Connor
hiciera la primera navegación por el Nahuel Huapi en la década de
1880.
Veintidós años después de su presencia en el lago,
el 22 de mayo de 1960 a las cuatro y cuarto de la tarde, estando amarrada en el
antiguo puerto de pilotes de madera de San Carlos de Bariloche, se oyeron ruidos
subterráneos y la tierra comenzó a temblar con tintineo de cristales. Las
campanas de la iglesia repicaban sin parar, mientras las aguas del lago se
retiraron repentinamente de la costa, para luego tomar impulso y arrancar el
muelle con una fuerte ola que llegó casi hasta el Centro Cívico. Varias naves
zozobraron, pero la Modesta Victoria después de que se rompiera de un tirón el
cable de acero que la tenía atada, quedó al garete en medio del lago, ante el
estupor del único hombre que se encontraba en su interior realizando tareas de
mantenimiento. Salvo rajaduras en algunas construcciones, no hubo otros
destrozos, sin embargo, fallecieron ahogados dos vecinos que se encontraban
cerca de la costa, a causa del tsunami en el lago, conocido como el “lagomoto”.
El movimiento telúrico había tenido su epicentro en Valdivia, al sur de Chile,
habiendo sido considerado el terremoto más fuerte registrado a nivel mundial (Mw
9,5).
Desde la década del setenta, yo había tenido la
oportunidad de pasear varias veces en la Modesta Victoria durante mis visitas a
la zona, pero esa mañana del martes 18 de febrero de 2014, cuando dijeron que
ella nos llevaría hasta el Bosque de Arrayanes y a la isla Victoria, creí que se
trataba de una réplica. Pensé que por sus setenta y seis años de antigüedad no
estaría en condiciones de continuar navegando, tampoco la reconocí
exteriormente, y entusiasmada admirando el paisaje en un día espectacular, no
reparé en detalles.
Pero cuando al caer la tarde, ya relajados,
volvimos a subir en Puerto Anchorena, comencé a observar su interior y reconocí
sus pasillos, mamparas y timonera, y sus bronces originales muy bien lustrados.
¡Era ella misma!
Consulté con la guía y me comentó que después de que Parques
Nacionales la vendiera, se había hecho cargo Turisur, que la había
reacondicionado cambiando los motores, rediseñando los sanitarios, retapizando
sus asientos, modernizando las barras del servicio gastronómico, incorporando un
radar y un GPS de última generación, y agregando un moderno sistema de
calefacción central. Y que si bien no había favorecido su aspecto exterior, se
le había hecho un cerramiento en la cubierta principal para aumentar a
trescientos el número de pasajeros y poder ser utilizada durante todo el año,
dadas las inclemencias del clima de Bariloche. Pero como toda empresa privada,
habían reducido el personal de catorce a sólo cinco tripulantes.
En el piso inferior se encontraba un mini-museíto
donde se exhibían fotografías y elementos de los viejos tiempos. Ludmila,
Laurita y yo fuimos a conocerlo, pero Martín prefirió permanecer en su asiento
tomando una Coca Cola.

Imagen de las consecuencias del terremoto de
1960

La Modesta Victoria en el viejo muelle de Bariloche

Gorras de los capitanes y otros elementos de la
nave

Bocinas originales, objetos varios, instrumental y
fotografías

Farol original y bandera de la década del
sesenta

Martín tomando su bebida preferida a bordo de la
Modesta Victoria
Y después de tantos recuerdos durante una
navegación apacible, arribamos nuevamente a Puerto Pañuelo, que ya a esas horas
estaba desolado.

Pequeñas embarcaciones en Puerto
Pañuelo
Desde allí nosotros debíamos regresar a nuestro
hotel en el Centro de Bariloche. Estábamos a veinticinco kilómetros y el micro
de la empresa Turisur nos quería cobrar noventa pesos a cada uno. Así que fuimos hasta la parada del
colectivo de línea.
Estábamos pacientemente esperándolo cuando
apareció un perro corriendo autos y Martín asustado, casi cruza la ruta.
Mientras trataba de sostenerlo, pedí desesperadamente a la gente que estaba en
la fila que quitara al perro; pero como solía suceder, los turistas argentinos
no se dieron por enterados y fueron los chilenos quienes lo
espantaron.
Al subir al vehículo nos enteramos que no se podía abonar en efectivo
sino que era necesario contar con una tarjeta. Martín y yo no pagaríamos por el
certificado de discapacidad, pero para las nenas pedí tarjeta prestada a los
demás pasajeros. Varios se ofrecieron y acepté la de una chica quien no quería
aceptar que le retribuyera la atención.
Llegamos al Centro y caminamos algunas cuadras.
Los chicos estaban tan contentos como cansados. Los dejé en el hotel, crucé al
supermercado de enfrente, y compré sanguchitos y bebidas para comer en la
habitación.
Esa noche las nenas quisieron que les relatara
algunas de las vivencias que había tenido su bisabuelo en esos lares. Y a mí me
produjo un gran placer recordarlas.
Ana María
Liberali