Los enemigos de mis enemigos no se sabe ya de quién
son amigos. Esa es la geopolítica contemporánea de Oriente Próximo, que el
diario israelí Haaretz, con lapidaria capacidad de síntesis, ha
resumido así: “EE UU combate contra Irán en Siria; junto a Irán en Irak; y
negocia con Irán en Suiza”. Esas son las guerras posimperiales de nuestro
tiempo, en el que no hay potencia o potencias que delimiten campos ni alianzas.
Pero ¿qué las impulsa? Huntington diría que los hechos corroboran su teoría de
que, disipadas las ideologías en versión Fukuyama, los conflictos bélicos se
darían entre civilizaciones. Y, sobre el papel, el politólogo norteamericano
tendría donde agarrarse: suníes, encabezados por Arabia Saudí y Egipto, montan
una operación general panárabe contra el chiismo iraní. ¿Hay que creer, sin
embargo, en la aparente naturaleza de ese enfrentamiento?
A la guerra de civilizaciones le
ocurre lo mismo que a la nación, de la que Renan decía que “era el plebiscito de
cada día”: existe si la gente cree que existen. Pero esa no puede ser la última
palabra. La monarquía hispánica libró una guerra de 80 años, siglos XVI y XVII,
para impedir que los Países Bajos se desligaran de Madrid, en un combate que,
formalmente, se desarrolló entre católicos y calvinistas. Pero el factor
religioso encubría algo más duradero: la forma de Gobierno. España era el centro
de un imperio posfeudal, una monarquía compuesta con una gobernación que estaba
dejando de ser funcional, y Holanda, una nación básicamente homogénea, en la que
el protestantismo, funcionalmente capitalista, adoptaba ya caracteres
predemocráticos. Olivares no tenía problemas, con todo, en dejar la religión a
un lado cuando la realpolitik le aconsejaba auxiliar a los protestantes
de La Rochelle contra su gran enemigo, la no menos católica Francia. La religión
viajaba en ese convoy, pero como efecto antes que causa.
No otra realidad es la que aparece en el escenario
medio-oriental. Civilizaciones enfrentadas: el chiismo autoritario en Irán,
mayoritario en Irak y emparentado en Siria, contra el neo-califato del Estado
Islámico y Al Qaeda, que son ferozmente suníes. Y flotando por ahí en medio
Arabia Saudí y Egipto, cuyo enemigo principal es Irán, y en mucha menor medida
las fuerzas del sunismo terrorista. Pero la definición última de la lucha se da
entre potencias que aspiran a la hegemonía en el Golfo. Si a Riad le
garantizaran la victoria haciéndose cismática, no apostemos a que no encontraría
la fórmula para conciliar éxito político y rigorismo wahabí. La guerra de
civilizaciones tiene un fuerte componente cultural pero no deja de ser una lucha
secular por el poder territorial y económico en ese rompecabezas que es Oriente
Próximo, ahora que ya no hay potencia exterior capaz de inspirar una geometría
de amigos y enemigos. Es un ensayo general para la redemarcación de esa parte
del mundo.