Los talibanes no han sido
derrotados en Afganistán, pese a los 140.000 soldados que la Alianza llegó a
tener allí en algunos momentos. Los terroristas siguen dictando la agenda de
Kabul. Sus atentados son numerosos y mortíferos. Pocos datos hay tan elocuentes
como que 2014 ha sido el año más sangriento desde la invasión. No hay razones
para creer que lo que no consiguió un despliegue tan formidable vaya a lograrse
ahora con la décima parte de aquella fuerza. Obama, lejos de anteriores
triunfalismos, ha dado marcha atrás en su decisión de no implicar a sus tropas
en ninguna misión de combate más allá de este año. Lo seguirán haciendo al menos
durante 2015.
El futuro de Afganistán sigue en el aire 13 años
después. Los talibanes no pararán la guerra mientras el poderoso Pakistán,
sacudido a su vez por sus propios yihadistas, mantenga el doble juego de
pretender ser aliado de Occidente al tiempo que ofrece refugio, armas y dinero a
los integristas afganos. Subestimar el papel paquistaní ha sido un grave error
aliado. El entendimiento entre Kabul e Islamabad es imprescindible para alumbrar
cualquier horizonte de paz.
Además de cobrarse la vida de decenas de miles de
civiles y soldados (españoles también), la guerra es un pozo económico sin
fondo. Solo EE UU lleva gastados más de 100.000 millones de dólares, de los que
una buena parte han sido dilapidados o robados en los pasillos del poder en
Kabul, bajo el expresidente Karzai. Washington y sus aliados seguirán
desembolsando unos 5.000 millones anuales hasta 2017 para pagar al Ejército y la
policía locales.
Kabul tiene un nuevo Gobierno, formado por el
presidente Ghani y su directo rival en las elecciones, Abdullah, pero está por
verse cómo funcionará esa bicefalia, prometedora sobre el papel. Si algo ha
quedado claro en Afganistán es que importa poco cuántos soldados o millones se
pongan a disposición de un país si sus ciudadanos no impulsan un Gobierno
honesto y competente, capaz de asumir con todas sus consecuencias las riendas de
su propio destino.