Respecto al primero nos dice Weber que:
“Un tipo ideal… Se consigue a través del realce
unilateral de uno o de varios puntos de vista y la reunión de una multitud de
fenómenos singulares, difusos y discretos, que se presentan en mayor medida en
unas partes que en otras o que aparecen de manera esporádica, fenómenos que
encajan en aquellos puntos de vista, escogidos unilateralmente, en un cuadro
conceptual en sí unitario. Éste en su pureza conceptual, es inhallable
empíricamente en la realidad: es una utopía que plantea a la labor
historiográfica la tarea de comprobar en qué medida la realidad se acerca o se
aleja de ese cuadro ideal”.
Con este instrumento del tipo ideal se construye el
par dicotómico: Estado fuerte, viable, gobernable versus Estado débil, fallido,
etcétera. Por otro lado, para este autor el Estado es:
“…aquella comunidad humana que, dentro de un
determinado territorio (el ‘territorio’ es elemento distintivo), reclama (con
éxito) para sí el monopolio de la violencia física legítima. Lo específico de
nuestro tiempo es que a todas las demás asociaciones e individuos sólo se les
concede el derecho a la violencia física en la medida en que el Estado lo
permite. El Estado es la única fuente del ‘derecho a la violencia”.
A lo que agrega que el Estado implica “…una
relación de dominación de hombres sobre hombres, que se sostiene por medio de la
violencia legítima (es decir, de la que es vista como tal). Para subsistir
necesita, por tanto, que los dominados acaten la autoridad que pretenden tener
quienes en ese momento dominan”.
Si bien es cierto que el Estado monopoliza y ejerce
la fuerza física, psíquica y espiritual en el entorno social de clases para
sustentar su dominación en la sociedad —como, por otro lado, plantea la teoría
marxista del Estado— no es claro el concepto “legitimidad” como su atributo
exclusivo, ya que ella implica identidad de valores e intereses entre los
dominados y las clases dominantes, cuestión que, en general, no se verifica en
ningún Estado capitalista hasta ahora históricamente constituido donde, por el
contrario, lo que en verdad existe es el conflicto permanente y la lucha entre
las clases sociales, grupos, fracciones e individuos, con una propensión
permanente a la utilización, por parte del Estado, de la coerción e, incluso,
del uso de la represión cuando el conflicto social es incontrolable.
La legitimidad caracteriza un conjunto de elementos
de orden jurídico, político e ideológico de un sistema de valores que produce y
generaliza la creencia y aceptación en la mayoría ciudadana del carácter
presuntamente legítimo de las instituciones de dominación del Estado. Es decir,
la legitimidad, como parte “funcional” del Estado capitalista, es un elemento
sustancial de las relaciones de poder que atribuye al consenso, más que a la
fuerza, la naturaleza de dichas relaciones.
En su Diccionario de Ciencia Política, Norberto
Bobbio y Niccola Matteucci definen la legitimidad:
“…como el atributo del Estado que consiste en la
existencia de una parte relevante de la población de un grado de consenso tal
que asegure la obediencia sin que sea necesario, salvo en casos marginales,
recurrir a la fuerza. Por lo tanto, todo poder procura ganarse el consenso para
que se le reconozca como legítimo, transformando la obediencia en adhesión. La
creencia en la legitimidad es, pues, el elemento integrante de las relaciones de
poder que se desarrollan en el ámbito estatal”.
Por otra parte, como se sabe el método que se
utiliza generalmente consiste en representar como “tipo ideal” al Estado emanado
en el capitalismo occidental —también denominado Estado moderno— y que,
paradigmáticamente, termina por cristalizar en el propio de países desarrollados
como Estados Unidos, Francia o Inglaterra. El euronortecentrismo ideológico en
su máxima expresión como “tipo ideal” erigido también como “método comparativo”
por excelencia de formaciones sociales y Estados completamente
diferentes.
En esa perspectiva teórica, se obvia que el Estado
capitalista aparece, así, como una instancia superestructural de dominación de
la sociedad encaminada a garantizar y perpetuar, en el plano más general y
amplio, las condiciones materiales de reproducción del capital que es su
fundamento. La conformación del Estado se opera a base de la integración de los
siguientes procesos: de la unificación político-territorial de la población y su
conversión en “nación”, de la creación y consolidación de una fuerza pública,
especial, de represión, de la imposición por el Estado de una política
impositiva que le provea recursos financiaros y del surgimiento y consolidación
de la burocracia política como aparato del Estado.
Así estructurado, el Estado capitalista moderno,
como producto de una evolución histórica , redefine, a la par, conforme
evoluciona, las relaciones de dominación de la sociedad a través del aparato
burocrático-represivo (gobierno, tribunales, ejército, prisiones, derecho, etc.)
y del sistema de dominación que comprende, además, 1os distintos elementos en
que una clase dominante fundamenta su poder (medios de comunicación masiva,
prensa, iglesia, familia, etc.).
Esta redefinición, sin embargo, adquiere una
extraordinaria dimensión política en la actualidad. No es ya la que nutrió los
análisis del marxismo clásico y los de Lenin del Estado y la democracia y, aún,
los de Max Weber sobre la burocracia, se trata ahora de un Estado capitalista
infinitamente más complejo y desarrollado cuyos mecanismos de consenso y de
coerción se mezclan y compenetran hasta los espacios más recónditos de los
individuos y organizaciones privadas de la llamada sociedad civil.
Por lo anterior, consideramos que el análisis del
“Estado fallido” debe ubicarse en una “posición intermedia”: entre el nivel
global del Estado, en sentido amplio, y su concreción empírica cuando éste queda
reducido al concepto de gobierno, o al régimen político, nociones que en una
buena parte de los análisis políticos se confunden y empañan su comprensión.En
suma, el Estado en sentido amplio, es la parte sustantiva del análisis mientras
que, en nuestra perspectiva, el fallido se ubica como un adjetivo accesorio que
gira en torno a los conceptos y categorías derivados del primero.
LOS ESTADOS FALLIDOS
A propósito de los acontecimientos de Ayotzinapa,
ocurridos en el Municipio de Iguala, en el Estado de Guerrero, México, que hemos
analizado en otra oportunidad , ha cobrado fuerza la discusión sobre si el
mexicano es, o no, un “Estado fallido”, a la luz de la crisis económica y, más
recientemente, social y política que sacude a todo el sistema político mexicano
encabezado por el PRI. Adelantamos que la respuesta, por consiguiente, depende
de lo que se entienda por dicho concepto y de los parámetros utilizados. A
propósito de ello, muchos se preguntan si el gobierno ha perdido la capacidad de
controlar el —o partes del— territorio, donde muchas regiones están
flagrantemente dominadas por los cárteles del narcotráfico como ejemplarmente
muestran los estados de Guerrero, Michoacán y Tamaulipas, así como el “monopolio
legítimo” de la violencia y la autoridad, que también ejercen ilegalmente, pero
efectivamente —totalmente o en parte— dichos cárteles, y otros grupos
irregulares y paramilitares que han venido cobrando auge en los últimos
años.
Conviene, pues, aunque brevemente en este artículo,
indagar primeramente el origen y significado del Estado fallido para, enseguida,
opinar con referencia concreta al Estado capitalista mexicano que, además, es
dependiente y subdesarrollado, puesto que está estructuralmente subordinado
dentro del área periférica de los países capitalistas altamente
industrializados, en particular, a Estados Unidos que se ubica estratégicamente
en el centro del sistema imperialista mundial.
Débiles, fallidos, frágiles, cuasi-Estados,
canallas vc. Estados fuertes, gobernables, democráticos, son los adjetivos más
utilizados para delimitar a los Estados políticos que cierta literatura
considera como “fracasados”, la mayoría de ellos ubicados en el ámbito de los
países periféricos y subdesarrollados del Sur del mundo.
La primera definición de Estado fallido” (failed
state) fue obra de Gerald Herman y Steven Ratner (1993) preocupados por los
Estados que se estaban volviendo incapaces de sostenerse a sí mismos como
miembros de la llamada y conceptualmente manoseada “comunidad internacional”.
Referían un Estado que se estaba volviendo incapaz de sostenerse a sí mismo como
miembro de la comunidad internacional, poniendo, así, en riesgo a sus ciudadanos
y a los países vecinos.
Sin embargo, otro origen y definición del concepto
geoestratégico “Estado fallido” surge de la Agencia Central de Inteligencia
(CIA) de Estados Unidos en un Informe intitulado: “State Failure Task Force
Report” fechado en 1995. El objetivo de este reporte era identificar qué países
podrían considerarse “fallidos” y, por ende, como un genuino riesgo para la
seguridad internacional y para la propia seguridad interna de ese
país.
El momento detonante para la profundización del
tema sobre los Estados fallidos, fue el ataque del 11 de septiembre de 2001 a
las Torres Gemelas, “… Que hicieron que las agendas académicas y gubernamentales
coincidieran de forma clara en que los estados débiles y fracasados son una
amenaza fundamental para la seguridad global”. En las palabras del
filo-neoliberal Francis Fukuyama se entiende mejor el significado de estos
acontecimientos y, por ende, las causas del surgimiento de la “guerra
preventiva” lanzada por Bush como doctrina de “seguridad nacional:
“…la lógica de la política exterior de Estados
Unidos desde el 11-S está desembocando en una situación en la que, o bien asume
la responsabilidad de la gobernanza en los Estados débiles, o bien deja el
problema en manos de la comunidad internacional. A pesar de haber negado tener
ambiciones imperialistas, la administración Bush ha elaborado, tanto en el
discurso del presidente en West Point como en la Estrategia de Seguridad
Nacional de Estados Unidos (2002), una doctrina de anticipación o, para ser
exactos, de guerra preventiva que, de hecho, situará a Estados Unidos en
posición de gobernar a las poblaciones potencialmente hostiles de los países que
lo amenacen con el terrorismo.”.
Posteriormente, en 2002, después de los ataques del
11 de septiembre de 2001 a las Torres en New York, el Consejo de Seguridad de
Estados Unidos, dependiente del presidente de Estados Unidos, calificó a los
Estados fallidos como un riesgo para la seguridad nacional de ese país y
estableció una estrategia integral para la intervención y cooperación en dichos
países.
La investigadora Patricia Moncada en su artículo
destaca dos corrientes teóricas de los “Estados fallidos”, una que denomina
“escuela conservadora” o “neocolonialista” y, otra, la escuela crítica con la
que se identifica. La primera tiene como uno de sus representantes más
importantes, entre otros, a Robert I. Rotberg , que sustenta tres tesis
principales con fuerte contenido weberiano: el Estado capitalista moderno es el
“tipo ideal” de la organización del poder y, por supuesto, representa la
antípoda de todo Estado fallido “generador de desorden y anarquía”; que la causa
esencial de la “falla” del Estado reposa en un ruin desempeño de sus gobernantes
y, en tercer lugar, es el mercado, la liberalización económica y la reducción
cuantitativa y cualitativa de la intervención del Estado lo que asegura, según
esta concepción, el desarrollo económico global en la típica formulación de la
ideología neoliberal.
Por su parte, la escuela crítica está fielmente
representada por Susan Woodward, directora del Proyecto Fracaso Estatal del
Programa en Estados y Seguridad del Instituto Ralph Bunche, y se define así,
según la autora, debido a que cuestiona los postulados-fundamentos de la escuela
conservadora.
Después de revisar la literatura existente sobre el
tema, Moncada señala que existen, o existirían, dos líneas de coincidencia sobre
lo que es —o debería ser— un Estado fallido: a) una propensión a la pérdida del
control del territorio y, b) también en algún grado del monopolio de la
fuerza.
Más adelante aproxima lo que es el núcleo de la
causa principal del fracaso de un Estado: “… Es el comportamiento de sus
gobernantes. Bajo esta premisa, hay tres factores que lo determinan: a) pérdida
del monopolio de la fuerza, b) criminalización del Estado — el Estado se
convierte en un actor violento— y, por último, c) decisiones económicas
insensibles a reglas macroeconómicas y fiscales, esto es,
irracionales.
La autora señala los siguientes indicadores del
fracaso de un Estado, relativos a los económicos, políticos y de violencia.
Entre los primeros figuran, por ejemplo, el aumento de la inflación, la baja de
los ingresos de la población, mientras que la violación de los derechos humanos
y de las libertades políticas (que por cierto ocurrió y masivamente en México),
la prevalencia del ejecutivo por sobre los otros dos poderes del Estado y entre
los indicadores de violencia indica el tráfico de armas, de drogas, de seres
humanos y recursos naturales, pérdida de control del territorio, guerras
civiles, inseguridad, entre tantos otros. Y a continuación resume que “Al
articular causas e indicadores críticos aparece que los bienes afectados son la
seguridad, el Estado de derecho y la democracia. Éstas circunstancias redundan,
indefectiblemente, en pérdida de legitimidad del gobierno y del
Estado”.
Es evidente que la definición de un Estado fallido
depende de la manera concreta en que se articulan estos indicadores con el
núcleo duro del fracaso en el contexto del perfil general y al respecto se
resume lo siguiente: “Por lo tanto, establecidos los conceptos de perfil general
y núcleo del fracaso, y evaluados los principios de análisis que acá operan, las
respuestas a las preguntas ¿por qué algunos estados pasan de la debilidad al
fracaso y otros — en condiciones aparentemente más complicadas— no?, y ¿por qué
razón algunos estados que encajan en el perfil general del fracaso no
fracasan?”.
En general la respuesta que se ofrece consiste en
articular los indicadores señalados anteriormente con la función que cumplen en
términos de “provisión de bienes políticos” y de “probabilidad de fracaso” y,
adicionalmente, el margen “de amenaza que tolera un bien” para impedir que un
Estado se precipite al fracaso. (p. 114 y ss.). Durante las reuniones del Fondo
Monetario Internacional en Santiago de Chile, en entrevista el secretario
general de la Organización de los Estados Americanos (OEA), José Miguel Insulza,
a propósito de la masacre de Ayotzinapa en Iguala afirmó que “Pese al momento
delicado por el que atraviesa el país, México tiene un Estado fuerte, con
instituciones fuertes y sólidas, aun cuando hay algunos que no lo aceptan” y,
aún, fue más enfático:
“México es un Estado fuerte que requiere reformas
importantes, pero es un Estado fuerte que controla gran parte del territorio y
hay gobernabilidad, donde además hay instituciones judiciales, parlamentarias y
presidenciales muy fuertes y muy sólidas. Hay mucho más vigencia de un Estado de
derecho en México de lo que algunos aceptan”.
Como vemos el secretario general de la OEA recurrió
a dos elementos que normalmente se utilizan para decidir si un Estado es o no
fallido: el control del territorio y la gobernabilidad, elementos que en México
están puestos en jaque por la realidad de crisis generalizada en el plano
económico, social, político, de seguridad y del propio gobierno priista
enquistado en el poder.
ESTADO, SOLIDEZ DEL BLOQUE BURGUÉS Y LUCHA
DE CLASES
El hecho relevante que resulta de la actual
coyuntura social y política del país es la extrema y gran cohesión de la
coalición gobernante con la burguesía dependiente mexicana y las empresas
transnacionales que actúan como un sólido bloque contra las acciones del pueblo
y las exigencias y demandas de los padres de familia de los normalistas
secuestrados-desaparecidos por el Estado.
Preocupa que, conforme se incrementa y extiende el
apoyo social y popular a lo largo y ancho del país a través de manifestaciones,
manifiestos, mítines, tomas de alcaldías, de carreteras, de paros solidarios en
las universidades públicas y privadas, entre otras acciones relevantes
incluyendo las protestas internacionales en apoyo a Ayotzinapa, en esa misma
proporción aumenta la sordera del régimen y la represión, cuyo objetivo es,
indudablemente, sofocar dichas manifestaciones, desgastar el movimiento y a los
padres de familia, tanto a los de los estudiantes desaparecidos como a los
familiares de los asesinados ese día y de otras víctimas que han ido apareciendo
en fosas clandestinas y en asesinatos sumarios, incluso en otros estados de la
República en la medida en que se busca a los normalistas
desaparecidos.
La actitud gubernamental de cerrazón ante los
graves conflictos sociales y criminales que ocurren de manera cotidiana
corresponde a una costumbre muy arraigada en México —hasta el hartazgo cultivada
por los medios corporativos de comunicación privados y oficiales— consistente en
hacer caso omiso de las múltiples y frecuentes masacres y represiones
gubernamentales perpetradas por grupos irregulares y por fuerzas federales, que
han ocurrido en distintos momentos contra los luchadores sociales y la población
en general sin que haya castigo a los culpables, ni levantamientos
significativos y permanentes de protesta frente a estas actitudes autoritarias
de los representantes del régimen político del Estado. Por el contrario, más
bien ha ocurrido que los movimientos opositores se van desgastando ante la
cerrazón y represión gubernamental al grado de que se diluyen en el olvido y,
aunque se dé seguimiento, terminan en algún archivo muerto del gobierno sin
repercusiones judiciales y penales.
En el contexto de un sistema presidencialista
autoritario como el mexicano —que reedita la mejor tradición represiva (y el
lenguaje) del diazordacismo del 68— y de ninguna manera democrático como por ahí
se predica, esto se ha convertido en costumbre arraigada a tal grado que ha
llegado hasta a los propios sectores proletarios y populares que advierten, si
bien con rabia e impotencia, cómo sus esfuerzos de justicia y esclarecimiento de
la verdad son infructuosos ante un sistema de poder representado por un séquito
de burócratas, abogados, policías y jueces que generalmente están en contubernio
para cerrar el paso a la impartición de justicia. Ésta es la naturaleza de la
“justicia” que prevalece en México y que ni partidos, ni diputados y senadores
cuestionan, ni mucho menos denuncian, para superar estas injusticias que sí
lesionan al pueblo y a muchísimos ciudadanos inocentes, cuyo único delito es
manifestarse y protestar ante las infinitas injusticias y tropelías que día a
día cometen los personeros del régimen autoritario mexicano.
Dado el carácter compacto y homogéneo del bloque
burgués de poder en cuya cúspide aparece justamente el Presidente de la
República, no se observa que, ante la gravedad de los acontecimientos expuestos
por Ayotzinapa, fracciones de la burguesía, de las jerarquías eclesiásticas, de
las cúpulas empresariales y militares y, aún, de los partidos políticos hayan
entrado en contradicción, ni en general ante la extendida y grave corrupción e
impunidad que permea todos los confines de nuestro país. Por el contrario, se
detecta una alta convergencia entre estas clases y fracciones de clase respecto
a una estrategia de golpeteo y desgaste del movimiento popular que ha despertado
frente a los crímenes de lesa humanidad perpetrados por el Estado mexicano, sin
que hasta la fecha haya culpables, intelectuales y materiales, fehacientemente
procesados, así como esclarecimiento de las causas profundas que condujeron a
esta barbarie criminal.
En experiencias como la chilena, por ejemplo,
podemos recordar que una de las causas, entre tantas otras, que condujeron al
triunfo del candidato de la Unidad Popular (UP) fue justamente el hecho de que
la burguesía se presentó dividida a la elección electoral, lo que coadyuvó al
triunfo de Salvador Allende, si bien esa división era expresión de las fuertes
contradicciones estructurales en el seno mismo de la acumulación del capital.
Esta cuestión del blindaje del bloque burgués de poder es el que posibilita la
manutención del Presidente de la República sin que haya visos, siquiera, de que
éste pueda ser procesado como responsable, directo o indirecto, en su función de
representante del ejecutivo, ni mucho menos —como ingenuamente plantean algunos
sectores de la llamada “izquierda” electoral— su renuncia como “fórmula de
solución”. Ésta, en sí misma, no solucionaría nada, si no va precedida y
antecedida de un fuerte movimiento social y popular capaz de esclarecer los
hechos y castigar hasta las últimas consecuencias a los culpables de este
genocidio.
A diferencia de otros países y experiencias de
América Latina, este sólido bloque de poder hace las veces de un fortificado
dique de contención de las luchas populares y del proletariado que constituyen
la mayoría de la población, respaldado por el poder de los medios de
comunicación públicos y privados encaminados a introyectar en la opinión pública
nacional e internacional la (falsa) idea de que el problema es de carácter local
y ya ha quedado resuelto con la aprehensión de algunos responsables de rango
menor como policías, miembros de bandas narcotraficantes y, en el caso más
relevante, del presidente municipal del Municipio de Iguala involucrado en los
crímenes de lesa humanidad y en dichos grupos delictivos. En general, podemos
apuntar que el proceso de democratización formal experimentado por América
latina a partir de mediados de la década de los ochenta del siglo pasado en
países como los del Cono Sur (Brasil, Argentina), además de la crisis
estructural del capitalismo dependiente durante ese periodo y el arribo del
neoliberalismo, ocurrió justamente dadas las profundas contradicciones entre las
fracciones burguesas de esos países y la casta militar. Pero, en México, desde
el intento de golpe de Estado de Victoriano Huerta en lo que se conoció como la
Decena Trágica (9-18 de febrero de 1913) con el asesinato de Francisco I. Madero
y Pino Suárez, prácticamente no ha habido una contradicción fundamental,
esencial, dentro del bloque burgués de poder que conduzca a la apertura de una
crisis del sistema de dominación sustentado en el presidencialismo autoritario.
De aquí la “excepcionalidad mexicana” que posibilitó la manutención de gobiernos
civiles durante el ciclo latinoamericano de las dictaduras militares vigente
durante el periodo que va de mediados de la década de los sesenta hasta mediados
de la de los ochenta del siglo pasado, con la sola excepción de Chile que
extendió su régimen militar hasta principios de la década de los noventa (11 de
marzo de 1990).
Esta característica del bloque histórico conformado
inmediatamente después del término de la revolución mexicana, es el eje del
corporativismo y del presidencialismo autoritarios que cubre prácticamente el
período de los gobiernos de la dictadura perfecta (1940-2000) y de la imperfecta
(2000-2014) incluyendo, por supuesto, a las dos administraciones panistas
(2000-2012), donde evidentemente no hubo, ni transición a la llamada
“democracia”, ni mucho menos institucionalización de un “sistema democrático”,
similar al de otras experiencias emanadas del proceso de transición de las
dictaduras militares a las democracias, como en el caso de algunos países del
Cono Sur (Argentina, Brasil, Uruguay o Chile).
En México el Estado autoritario, que no experimentó
una dictadura formal, constituye un sólido rompecabezas cuyas piezas se
mantienen ensambladas a través de la represión, la persuasión enajenante de los
medios de comunicación, las alianzas interclasistas e interpartidarias
encementadas por la corrupción, la componenda, la impunidad y el tráfico de
influencias. Elementos que, hasta ahora, han impedido que se abra una fisura que
provoque, sí no una ruptura, al menos, una grieta en el sistema de dominación
burgués en cuya cúspide figura el Estado y sus aparatos ideológicos y de
contrainsurgencia. En el fondo, lo que a la burguesía dependiente le interesa no
es tanto la justicia y el esclarecimiento de los hechos, sino el buen desempeño
y seguridad de sus negocios empresariales, la manutención del régimen de
superexplotación del trabajo y la obtención de cuantiosas ganancias de sus
inversiones que son fehacientemente garantizada por el gobierno. En otras
palabras: aprovechar las oportunidades que el capitalismo del desastre, como lo
caracteriza Naomi Klein , le abre al capital frente a todo tipo de calamidades y
tragedias humanas—como, por ejemplo, el ataque y la invasión a Irak por las
tropas de Estados Unidos (1990); el derribo de las Torres Gemelas (2001) por
presuntos terroristas, o los efectos destructores del Huracán Katrina en la
ciudad y población de Nueva Orleans (2005)— para engrandecer sus negocios y
expandir las oportunidades de los mercados corporativos.
En el caso que nos ocupa, es esta realidad la que
hace muy difícil ponderar si la coyuntura histórica, social y política abierta
por Ayotzinapa, junto con la conflictividad irradiada a los espacios
sociopolíticos nacionales e internacionales, conducirá a fracturas del bloque
burgués de poder y, por consiguiente, a facilitar la lucha del pueblo trabajador
y de la sociedad en aras de resolver, tanto el problema inmediato de la
aparición con vida de los estudiantes normalistas, como el esclarecimiento de
los miles de desaparecidos en todo el territorio nacional para, finalmente,
aterrizar en los graves problemas estructurales responsables de la crisis
económica del patrón de reproducción capitalista dependiente vigente, de la
extendida pobreza y pobreza extrema, de los bajos salarios que percibe más del
60% de la población, así como tareas esenciales que conduzcan a superar las
relaciones capitalistas de producción y sus instituciones fundamentales hoy
fuertemente comprometidas con los intereses estratégicos del imperialismo y de
las grandes empresas trasnacionales que son sus beneficiarias.
¿ES MÉXICO UN ESTADO
FALLIDO?
La violencia generalizada en México no es un
flagelo de temprana data como generalmente lo presentan los medios de
comunicación; sino que es un fenómeno de inseguridad sistémica instalado en el
tejido social y político mexicano. Simplemente para no ir muy lejos registramos
las represiones y masacres de 1968 y 1971, de Aguas Blancas (1995), Acteal
(1997) y, junto con Ayotzinapa, en la comunidad de San Pedro Limón del Municipio
de Tlatlaya, en el de Estado de México, donde según la Comisión Nacional de
Derechos Humanos (CNDH), efectivos militares ejecutaron a 15 de 22 muertos que
fueron hallados en el suelo de una bodega el 30 de junio de 2014 y que
prácticamente fueron fusilados.
Por eso decimos que la violencia organizada y el
narcotráfico son un flagelo que de ninguna manera se debe atribuir a uno que
otro individuo o grupo social o político, como sugirió el dirigente nacional del
PRI, César Camacho, al achacarle las causas de la violencia y del crimen
organizado al ex-presidente Calderón , el cual, indudablemente tiene enorme
responsabilidad de más al haberle declarado la guerra en su sexenio al crimen
organizado. Más bien hay que subrayar que este problema es sistémico y
estructural y todos son responsables, en alguna medida, porque interactúan como
autoridades en cualquier nivel de gobierno (federal, estatal o municipal) y, por
tanto, es una cuestión de Estado que éste no debe —ni puede— evadir como
pretende hacerlo el presidente con su “decálogo” de acciones
inoperantes.
Lo grave de esta situación, que encierra sordera,
desdén, prepotencia y represión por parte del gobierno federal y de las
autoridades, es que parte de una premisa completamente falsa: la de que el
problema derivado de los acontecimientos ocurridos en Iguala era un asunto de
carácter local y que prácticamente estaba “resuelto” por parte de la
Procuraduría General de la República (PGR) y que, debido a ello, se tomarían
dichas acciones enunciadas por el presidente el mismo día en que los medios de
comunicación daban la noticia de la aparición de 11 ejecutados en una carretera
de la localidad de Ayahualulco perteneciente al Municipio de Chilapa, en el
Estado de Guerrero, así como el hallazgo de un hombre decapitado en Acapulco en
ese mismo Estado un día después con claros signos de brutalidad y de
tortura.
Si nos atenemos a la nomenclatura utilizada por la
literatura sobre el Estado fallido para calificar la situación del mexicano, en
relación con los indicadores de pérdida del monopolio de la fuerza y del control
del territorio, o parte de él, y crisis de gobernabilidad con el complemento de
las implicaciones que acarrea la merma de la política oficial en la distribución
de los llamados bienes políticos (seguridad, democracia, libertades políticas,
derechos humanos, infraestructura, sistemas de seguridad social, jurídico
políticos y electorales, entre otros), y considerando que para nosotros
“fallido” es un adjetivo calificativo derivado del sustantivo Estado. En ese
sentido consideramos que el mexicano no es propiamente un Estado fallido, aunque
sí experimentando una profunda crisis política e institucional, que se encuentra
en proceso de debilitamiento pero no solamente por las causas que indican los
analistas y teóricos del Estado fallido mencionadas más arriba, sino debido a
una exacerbación muy profunda de las contradicciones capitalistas del régimen
dependiente de producción vigente en México que hunden sus raíces en una
intensificación de la desigualdad social, de la superexplotación del trabajo
como eje del proceso de acumulación de capital y de una enorme violencia que se
ha extendido y configurado a lo largo y ancho del país.
Nos parece que es insuficiente colocar, mediante
antípoda comparativa en un modelo dicotómico, al llamado Estado moderno vs.
Estado fallido debido a la falacia que encierra cuando se comparan estas dos
entidades conceptuales como si fueran pares antagónicos, cuando no lo son. Y
decimos falaz porque, por ejemplo, frente a esta aseveración de Rotberg: “Los
habitantes de los estados fallidos comprenden qué es lo que significa que la
vida sea pobre, desagradable, brutal y breve” , se pudiera concluir, bajo una
visión dominante e imperial, que los fenómenos negativos de la barbarie
capitalista se circunscriben a los pueblos y países subdesarrollados y
dependientes obviando, por supuesto, los graves problemas derivados del
colonialismo, la dependencia y el atraso y atribuyéndole a los avanzados la
“virtud” de poseer mecanismos cuasi místicos, instituciones y políticas de
gobierno, encaminados a impedir su instalación, como si el sistema capitalista
no tuviera la dinámica inmanente de universalizar y profundizar esos fenómenos y
contradicciones, como está sucediendo justamente en la actualidad con la crisis
capitalista en la Unión Europea, en Japón y en los propios Estados Unidos que ha
venido desahuciado paulatinamente a los trabajadores y a las poblaciones de esos
países.
Lo grave de estas concepciones dominantes es que
legitiman la intervención en los lugares y Estados que se considera “fallidos”
por parte de los gobiernos imperialistas que generalmente se ubican como
representativos del llamado Estado moderno y en nombre de la “comunidad
internacional”. Al respecto, según Fukuyama, los Estados que llama fracasados y
débiles se convirtieron en el principal peligro del orden internacional
inmediatamente después del término de la Guerra Fría. Según este analista, “Los
Estados débiles o fracasados conculcan los derechos humanos, provocan desastres
humanitarios, causando oleadas masivas de inmigración y atacan a sus vecinos.
Desde el 11-S, también ha quedado claro que protegen a los terroristas
internacionales que pueden ocasionar daños significativos a Estados Unidos y
otros países desarrollados”.
A partir de entonces, el intervencionismo
imperialista en aquéllos Estados considerados débiles, fracasados o colapsados
es la estrategia esencial supuestamente encaminada a resolver estos conflictos
de manera directa ya que, asegura el autor, los métodos tradicionales de
disuasión o contención han dejado de ser eficaces, por lo que “los intereses de
seguridad exigen introducirse dentro de los Estados y cambiar su régimen para
evitar así el surgimiento de futuras amenazas”.
Se transitó, así, de la concepción de la
problemática de este tipo de Estados, considerada como “cuestión humanitaria y
de derechos humanos”, a un problema esencialmente estratégico de seguridad que
amenaza al orden internacional. Es en función de esta (nueva) estrategia que se
cometen las más flagrantes atrocidades y violaciones de la soberanía de los
Estados, de los derechos humanos y se somete a los pueblos y países al imperio
de la ley y de la dominación de los países y Estados que se han autoproclamado
en garantes de la seguridad internacional como es paradigmáticamente el caso de
Estados Unidos en la actualidad.
Como podemos apreciar, no es posible discutir los
problemas de los Estados, que lo son respecto a sus sistemas de producción y
reproducción capitalista, en el marco ideológico y restringido del Estado
fallido con los conceptos y categorías que éste proporciona. Puesto que,
permaneciendo dentro de él, necesariamente se tendrá que utilizar el método
comparativo-dicotómico que aproxima a este tipo de Estados al supuesto “tipo
ideal” representado por las “democracias gobernables” occidentales, las cuales
presuntamente constituyen los paradigmas del modelo “promotor” de “seguridad” y
“desarrollo”. De tal suerte que, en la medida en que se alejen de él,
necesariamente, y bajo las circunstancias planteadas de gobernabilidad, control
territorial y distribución de bienes políticos, paulatinamente irán pasando de
la fase débil a la fallida, y de ésta, finalmente al colapso del Estado, sin que
esta secuencia unidimensional se aplique a los Estados fuertes del imperialismo
dominante.
El problema de fondo, por consiguiente, no es
devolverle el estatus de Estado gobernable (¿para quién, con qué objetivo
central, qué tipo de Estado?) a un Estado fallido; sino el de resolver los
profundos problemas económicos y sociales en materia de salud, educación,
alimentación, vivienda, seguridad, dignidad, protección de los recursos
naturales en condiciones de no destructividad y construir y afianzar nuevas
relaciones humanas y sociales capaces de construir sistemas económicos,
políticos y sociales verdaderamente acordes con los intereses mayoritarios de
los trabajadores productores de la riqueza y, en general, de la población. Sin
estas condiciones, es imposible que un Estado (capitalista fallido o no)
funcione adecuadamente para las mayorías, aunque sí lo puede hacer para el gran
capital cuya reproducción y riqueza reposan cada vez más en la intensificación
de la explotación, en la generación de pobreza y en la extensión de la
desigualdad social, por cierto, cada vez más aguda, incluso, en las sociedades
del capitalismo avanzado, tal como está ocurriendo en países como Portugal,
Grecia, España, Irlanda, Italia y, en general, en el capitalismo avanzado
actualmente envuelto en una profunda crisis sistémica y estructural.
Lo obvio es que las problemáticas identificadas
específicamente para los Estados fallidos (ingobernabilidad, violencia e
inseguridad, guerras civiles, déficit en la distribución de la riqueza) por las
agencias internacionales y los estudiosos del tema, evidentemente son realmente
existentes a la luz de una crisis capitalista global que en los dos últimos
lustros se viene intensificado de manera brutal al influjo de la inmisericorde
aplicación de las políticas neoliberales prácticamente en todo el
planeta.
Si bien es cierto que los estados occidentales del
capitalismo avanzado, dada su naturaleza imperialista y colonialista, poseen
instrumentos económicos, políticos y militares, de contención para no derivar en
la secuela de los Estados fallidos propiamente dichos, sin embargo, ello no
deriva en la imposibilidad de que elementos como la desigualdad, la crisis y la
caída de los productos internos brutos de los países desarrollados, se
desplieguen ampliamente afectando a las poblaciones de esos países y
regiones.
Por lo que más bien, consideramos que los Estados
fallidos corresponden al universo de los dependientes y subdesarrollados que
operan de manera subordinada en la periferia del capitalismo avanzado,
transfiriendo valor, plusvalía y ganancias hacia las burguesías imperialistas,
lo que les permite a éstas acumular capital en escala ampliada en su beneficio,
mientras que el proceso se revierte hacia las burguesías y países dependientes
exacerbando su crisis estructural y sistémica, al mismo tiempo que provocando
exacerbación de las contradicciones y de las luchas de clases con consecuencias
a veces dramáticas para sus poblaciones, e incidiendo en los problemas
detectados por los teóricos de los Estados fallidos en términos de
ingobernabilidad, descontrol del territorio y de la crisis del monopolio de la
violencia legal que el Estado termina por compartir con fuerzas y grupos
irregulares (narcotraficantes, paramilitares) que, paralelamente, imponen sus
intereses y demandas en los lugares donde operan, en una buena parte con la
complicidad, explícita o implícita, de las autoridades locales, municipales o
federales.
Por todo ello, consideramos que en México se está
originando una profunda crisis, no sólo del Estado, sino del mismo sistema de
dominación —en la que, por cierto, las redes sociales desempeñan un importante
papel frente al gigantesco oligopolio privado y oficial que controla los medios
de comunicación— colocando al país en la senda del debilitamiento estructural
del gobierno federal frente a una relativa e incipiente insurgencia popular y
ciudadana que se ha venido forjando y manifestando a raíz de los acontecimientos
ocurridos con la masacre de Ayotzinapa y de la puesta en evidencia de una
mancomunidad de intereses que cohabitan en alianza entre el narcotráfico y el
Estado mexicano sin que hasta la fecha se haya esclarecido de manera fehaciente
esta interrelación.
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