Del trabajo a la casa, la circularidad
muestra su contorno
Yo tenía mi casa
en villa la Hondonada. De ahí, nos quisieron sacar a mí y a todos los que
vivíamos ahí. Nos querían mandar a otro barrio diciendo que había mucha
delincuencia, que estaba metida la droga y no sé cuántas cosas más. Parece que
de repente llamamos su atención.
Con ayuda de los
diarios y la tele, trabajando para los dueños de la ciudad, se fue creando la
idea de que la villa era un lugar malo, donde había conflictos. De esa manera
buscaron la complacencia de los vecinos cercanos a la villa con la idea de
desplazar esa “zona de peligro” a otra parte. En ese momento entendí las
palabras de un militante que visitaba de vez en cuando el barrio quien supo
decir: “El capitalismo, lejos de resolver los problemas, lo único que hace es
cambiarlos de lugar.” No les interesaba que estemos bien sino que seamos
invisibles.
De a poquito se
fue caldeando la cosa. Empezaron a traer asistentes sociales con la excusa de
que tenían que ver en qué condiciones vivíamos. Nos censaron como 2 veces, en
años diferentes y toda gente distinta, pero nunca nos preguntaron qué queríamos
nosotros. Sólo respondíamos como máquinas a preguntas prefabricadas.
Nosotros, al ver
que ya estaba cada vez más heavy la cosa, empezamos a juntarnos. En esas
reuniones surgió la idea de cortar la calle y pedir por que nos dieran
materiales para refaccionar las casas (no queríamos esa “vivienda digna” que nos
ofrecían en otro lugar; pero sí nos venía bien hacer más digna la nuestra
mejorándola).
Después de idas
y vueltas a muchos nos convencieron y nos fuimos. Al principio pensábamos que
era lo mejor ya que íbamos a dejar de vivir en la villa, en un rancho. Pero al
poco tiempo me sentí como una bolsa de papa que la sacaron del campo y la
tiraron en otro lugar para ser vendida. Desde la municipalidad nos dieron la
llave de la casa y nos advirtieron que no las dejemos por nada del mundo. Que si
alguien se nos metía, ellos no se iban a hacer responsables.
Este nuevo
barrio a donde nos mudaron era muy distinto del que veníamos. Por empezar, era
mucho más violento: robos por todos lados y efectivamente te ocupaban la casa si
te distraías. Siempre pensé que estas cosas pasaban porque metieron en un mismo
lugar a gente de diferentes partes de la ciudad. E incluso de otros lados
también, porque algunos vinieron de villas de Buenos Aires. Yo no me sentí nunca
identificado con este nuevo barrio. Cada uno para cada uno; siempre puertas
adentro. No entendía sus códigos. No tenía ningún pasado común que me uniera a
mis vecinos. La trayectoria de vida de ellos era ajena a la mía y la mía a la de
ellos. Igualmente a nosotros no nos iba tan mal. Peor le iba a los Gómez, una
familia vecina que no venía de la villa, razón por la cual los discriminaban.
Esta gente había comprado la casa a una familia de la Hondonada a la que le
habían otorgado el plan. Aunque supuestamente no se puede, las casas del plan se
compran y se venden continuamente. Para colmo la casa de los Gómez había quedado
en el medio de otros vecinos que, desde antes se llevaban mal. Éstos venían de
villas que siempre rivalizaron. A su vez se peleaban con la villa de acá. Como
que había una lucha para ver quién era el más kapanga de la zona.
Por otro lado,
en este nuevo barrio el correo no me llegaba más y lo tenía que ir a buscar a la
sociedad de fomento. Esto es porque un día lo fajaron al cartero, yo siempre me
preguntaba qué pasaría si me mandaban un telegrama o algo de la fábrica de
pescado. Pero el día que realmente me indigné fue cuando fui a comprar una
heladera nueva ya que la vieja se rompió con la mudanza y no enfrió más. Cuando
di mi dirección para que me la lleve el flete de la casa de electrodomésticos,
me dijeron que a ese barrio no iban. De hecho me mostraron un mapa de la ciudad
donde había un montón de cruces rojas, señalando lugares a los que no entraban
por miedo a los robos. Mi nueva casa quedó debajo de una de estas
cruces.
Antes laburaba de filetero en el puerto. A
veces ganaba bien, otras mal pero siempre en negro. No tenía obra social para
los pibes y cuando fuera viejo no iba a tener jubilación. Cuando nos mandaron a
la periferia de la ciudad trasladarme hasta el puerto me quedó tres veces más
lejos, pasé de llegar en cinco minutos a tardar una hora ¡si pegaba bien los
bondis! Un día, por llegar tarde al laburo el jefe me notificó que ya no
volviera, que estaba sin trabajo. Ahí estuve boyando sin saber qué hacer. Hacía
changas, pero la cosa se me complicaba cada vez más. Empecé a tirar currículum
por todos lados, pero estaba condicionado por la edad, porque tenía pibes, por
el lugar donde vivía, qué sé yo, por haber nacido. Al poco tiempo volvió a caer
en casa uno de los tantos pibes de la universidad que a veces pasan haciendo
encuestas, lo cual me llamó la atención ya que generalmente una vez que logran
sus datos para lo que sea que estén estudiando no vuelven más. Pegamos onda con
el pibe y le conté que me habían echado de la filetera. Entonces me dijo que
podía intentar que yo entre en la fábrica donde él trabajaba. Pasó un tiempo y
no hubo ni noticia. Las cosas siguieron estando mal para mi familia,
difícilmente me la rebuscaba como podía.
Un día llegué a
casa, luego de un trabajito de albañil que salió en lo de un amigo, mi señora
que me esperaba con un notición: me habían llamado del parque industrial,
querían tener una entrevista de laburo. ¡No lo podía creer! Iba a trabajar en
una multinacional, en blanco y donde se me vería como un verdadero trabajador,
respetado en todos sus derechos.
Me presenté a la
entrevista y me contrataron. Empezó a cambiar mi vida y la de mi familia. Empecé
a cobrar un sueldo todos los meses. ¡Tenía derecho a vacaciones! Se me pagaba el
presentismo, la productividad y el aguinaldo. Y empecé a contar con obra
social.
Mientras
transcurría mi tiempo como obrero me preocupaba por hacer las cosas bien para
poder pasar de peón a operario y luego, si Dios me ayudaba, quizás lograría ser
operario calificado. Pero también me empezaron a hacer ruido un montón de
lógicas fabriles. Éstas iban y venían en mi cabeza y chocaban con la historia de
mi vida en el barrio. Entonces, sin quererlo, en una especie de viaje conmigo
mismo, empecé a marcar algunos paralelismos.
Trabajo, barrio: dos caras de un mismo
miedo. Control, competencias y
cometas
Cuando nos
quisieron sacar de la villa hicieron correr la bola de que la Hondonada era un
lugar de malvivientes, buscando que los vecinos es decir los ciudadanos “con
derechos” sean cómplices de la relocalización. A su vez, en la fábrica, se hacía
correr la idea de que todos los que trabajaban allí formaban parte de una gran
familia, donde cada uno observaría lo que hacía cada integrante. Si había una
oveja descarriada sería el mismo grupo, la misma gran familia la que tenía que
denunciarlo y ser cómplice de su despido si este fuera necesario. Esto me rompía
un poco las bolas ya que yo nunca fui buchón de nadie. Por otro lado, ese tema
de la gran familia, con un montón de hermanos y un padre que supongo sería el
dueño de la empresa, me hacía recordar a esos pastores religiosos que salen en
televisión. ¡A mí nunca me convencieron! Además el dueño debe de ser un mal
padre ya que nunca viene a visitar a sus hijos. Yo nunca lo conocí. Creo que
vive en Alemania donde está la central, dicen que un día pasó por aquí, pero que
cuando vino, sólo se reunió con los puestos jerárquicos. ¡Éstos deben ser sus
hijos predilectos!
En la fábrica ante el miedo de quedarse sin
trabajo, se implanta el terror. Los trabajadores aceptan las directrices sin
protestar ya que muy oportunamente se hace uso de que afuera reine el desempleo,
los salarios bajos y la inseguridad en todos los niveles. De hecho, recuerdo que
en mi entrevista laboral, la jefa de personal supo intimidarme al señalar una
gran torre de currículum que esperaban por mi puesto. ¡Parecía un obelisco de
currículum! En ese momento recordé uno de los videos que vimos en la villa
cuando empezamos a organizarnos. En él se veía cómo el sistema se vale de un
ejército de reserva, un ejército de desocupados y marginados que presionan
empujando a la baja los salarios. Los capitalistas, así, amenazan a los que
tienen trabajo con mandarlos a la miseria si no se someten a sus exigencias. Un
miedo similar viví en el barrio cuando se nos amenazaba con dejarnos fuera del
plan de vivienda. Yo tengo un pariente que se fue de la villa porque consiguió
alquilar una casita, pero desde el municipio le dijeron que si no vivía en la
villa al momento de la relocalización no iba a poder reclamar casa. Entonces se
vio obligado a venirse un año más a la Hondonada a lo de mi suegra, que no tiene
espacio ni para un perro, él, su mujer y sus dos hijos. Asimismo la posible
relocalización de la fábrica también se usa como amenaza. Al ser de capitales
extranjeros, si no hacíamos las cosas bien o si rompíamos mucho las bolas con
algunos reclamos, ésta iba a cerrar sus puertas y se iba a volver a su país de
origen quedándonos todos sin trabajo.
Cuando entré a
trabajar, me acuerdo que di una dirección que no era la correcta por miedo a que
no me tomen. Esto lo dije por las dudas ya que como a mi barrio no entra el
remis, y como el único colectivo anda más o menos, tenía miedo que pensaran que
iba a llegar tarde, o más de una vez no iba a ir. Eso sí, una vez que quedé
efectivo, que pasaron los 3 meses de contrato a prueba, recién ahí di mi
verdadero domicilio. Y por un lado me vi beneficiado ya que cuando presentaba
carpeta médica con reposo domiciliario, el médico de la empresa no lo iba a
verificar por miedo de entrar al barrio.
Uno de los tantos días en la fábrica me
llamó la atención ver que, en diferentes carteleras, empezaron a aparecer
gráficos de barra que mostraban lo que producía cada sector y cada turno.
Entonces apareció un compañero de trabajo que me cuestionó que yo estaba yendo
mucho al baño y me dijo apuntando a dichas carteleras “Fijate que el turno noche
está produciendo mucho más que nosotros. A ver si cortás un poquito con el
baño”. Esto no sólo me hizo acordar a los gráficos que me mostró en una
oportunidad la jefa de las asistentes sociales con todos los anotados que pedían
casas, sino que además observé que tenían un objetivo parecido: en la fábrica se
generaron peleas entre los trabajadores y competencia por lo que producía cada
turno y en cada sector (en plástico, en revisado, en empaque, etc.); y en el
barrio, nos llevaron a pelearnos entre nosotros por ver quién accedía a qué
casita y al lado de quién (“que no me llevo con mi hermana entonces no me pongás
al lado de su casa”; “que me dijeron que los de esquina son chorros”;
etc.).
Los viejos
operarios de mi sector me contaron que antes que comprara la multinacional, las
luchas para lograr las cosas eran más bien en forma colectiva, y aunque los ex
patrones al igual que éstos eran unas aves rapaces, sólo tenían dos o tres
buchones que les tiraban data y a quienes éstos les pagaban con más plata. Con
la multinacional las cosas cambiaron. Empezaron a aparecer cada vez más jefes de
jefes, como quien dice “muchos caciques y pocos indios”. Ahora, aquellos que les
chupan las medias a esos jefecitos es a los que mejor les va, los que menos
trabajan y los que más rápido ascienden. Igualmente yo ya estaba acostumbrado a
esto ya que había aprendido que el municipio beneficiaba más con las casas a
aquellas familias que se llevaran mejor, que más cerca estén de la jefa de los
asistentes sociales, sobre todo a los que les llevaban regalitos.
Por momentos me
olvidaba de los paralelismos y disfrutaba de mi estabilidad laboral. Resulta que
por primera vez en mi vida pude llevar a mi familia de vacaciones. Pero al
volver, me encontré que mi casa estaba tomada. Traté de hacerme entender con la
gente que se me había metido, pero no hubo forma. Entonces fui al municipio y al
instituto de la vivienda a reclamar y a hacer la denuncia, pero me dijeron que
no se podía hacer nada. Que me habían advertido que eso podía pasar y que había
hecho mal en haberme ido de vacaciones y haber dejado la casa sola. Me volvieron
a anotar en una lista y cuando vieron mi recibo de sueldo me explicaron que
existía un plan con una financiación diferente, que era un plan hecho para gente
que sí pudiera pagar las casas, “para gente bien”. No como el plan en el que
estaba yo, supuestamente pensado para los que no podían pagar. ¡Ahora tenía
trabajo y en blanco! Escuché, me interesó y me metí. Sentí que mi situación
había cambiado y que podía ofrecerles unas mejores condiciones de vida a mi
mujer y a mis hijos. Mientras me salía la nueva casita volví a la zona de mi
querida Hondonada y le alquilé la casa a un amigo a dos cuadras de donde estaba
la villa. La cual, lejos de desaparecer, crecía sobre los escombros de las
casillas volteadas, sobre las cicatrices que dejó la organización del espacio
anterior. A pesar de que los medios señalan que casi la totalidad de la villa
fue relocalizada, no dicen nada sobre muchas familias migrantes que se instalan
día a día sobre las ruinas que dejaron las topadoras municipales.
Después de un
año, volvimos a trasladarnos con mi familia a un nuevo barrio. Un barrio lleno
de casitas color lila. Yo miraba a mí alrededor y me acordaba de las casitas
blancas del barrio donde me habían trasladado antes. Ahora formábamos parte de
los habitantes de las llamadas casitas “milka”. En el trabajo también nos
diferencian por colores: los uniformes azules son de producción, los verdes
plástico, los negros mantenimiento. No sé bien porqué esto es así. Supongo que
es para ser controlados y más fácilmente visibilizados por las cámaras de
seguridad. ¡Quién sabe!
Las cámaras de
seguridad existen porque la empresa también tiene miedo, ¡miedo a que sus
empleados les roben! Entonces ponen en marcha toda una batería de dispositivos a
los que se agrega una empresa tercerizada de seguridad, cuyos integrantes nos
pasan una especie de detector de metales por el cuerpo y nos obligan a mostrar
el bolso a la salida. Este accionar también se parece al del barrio donde me
habían tomado la casa. Era singular la cantidad de rottweiler que los vecinos
ponían como medida de seguridad. En el patio de casi todas las casas hay
rottweiler. Cuando tienen cría se los van vendiendo entre los vecinos. De vez en
cuando se escapa uno y hace un desastre. Recuerdo el julepe de los pibes de la
universidad cuando el mío se los quiso comer. ¡Yo para colmo les conté que a mi
me había mordido una pierna!
Cuanto más cambian las cosas más siguen
igual. La ceguera académica
Después de seis
años como efectivo, la fábrica empezó a incorporar gente con el secundario
terminado. Ante el miedo que nos rajen por no tenerlo, algunos viejos nos
pusimos a estudiar. Por suerte yo ya tenía algunos años cursados y pude
terminarlo en sólo uno a través de un plan que lanzó el gobierno en el cual, si
bien no aprendí un carajo, por lo menos me hice del papelito. Me ayudó mucho el
haber ido los primeros años de mi adolescencia al secundario, esto debo
agradecérselo a mi vieja que a pesar de venir de una familia humilde tenía la
idea que había que estudiar para “ser alguien”. “Tenés que estudiar para que no
te caguen”, me decía. Terminé y ya que estaba en el baile, me decidí a seguir
estudiando. Primero porque entendí que para ascender posiciones o le chupaba las
medias a los de casco blanco, es decir a los hijos predilectos de la gran
familia, o intentaba obtener un título y presionar para que me lo reconozcan. Y
segundo porque el haber trabajado en changas toda mi vida me daba una ventaja
que era que sabía trabajar con mis manos y muchas veces
éramos nosotros los que les enseñábamos a los ingenieros. Nosotros los
trabajadores le conocíamos las mañas a las máquinas, no teníamos la teoría de
ellos, pero sabíamos laburar. Pero en la fábrica parecía que no importaba lo que
sabías hacer sino tener un papelito que te acredite para hacerlo. Fue así que en
busca del apreciado titulito entré a estudiar ingeniería en la
pública. Después de un
año de estudio me di cuenta que me tiraban más los temas sociales. Entonces me
puse a estudiar Sociología y ahí es donde empecé a leer a los clásicos, como
Comte, Weber, Durkheim y Marx. Tuve algunos profesores buenos, pero otros muy
mediocres. Incluso con doctorados y miles de títulos. Así como en la fábrica el
que sabe, sabe, y el que no, es jefe, en la academia los doctorados tampoco
quitan lo tarado.
Tal es así que,
en una de las cátedras, llegó a mis manos un estudio de caso hecho por esos
universitarios que nos visitaban en la Hondonada. La mirada de éstos nos ponía
en una dicotomía de buenos y malos en donde nosotros, los buenos, éramos
aplastados por los malos por no entender los mecanismos de éstos. Ellos de
alguna manera venían a poner en claro estos mecanismos y ayudarnos a entender.
Nos cargaban de cierta ingenuidad y al mismo tiempo que nos alababan obviaban
nuestras contradicciones. Cuando leía este trabajo de investigación me daba la
sensación que sus autores tenían la necesidad de diferenciarse, por lo menos con
sus palabras, de esa clase burguesa de la que por herencia se sienten parte.
Entonces pensé que yo debía ser investigador ya que a diferencia de estos
intelectuales que en el mejor de los casos patearon el barrio, yo viví en él.
Era mi espacio cotidiano y podía hablar mejor de él. Pero mis ansias de
investigador pronto se vieron obstaculizadas por cierta burocracia que no me
permite acceder a becas por mi edad o por cuestiones que no entiendo como la
regularidad, o porque no hay franjas horarias que contemplen al tipo que
trabaja, o porque mis cursos fabriles de soldador y demás no sirven en la “lucha
de los papers”. Porque la
universidad es elitista, porque en ella también hay cámaras de seguridad, porque
otra vez la circularidad del sistema vuelve a mostrarme su contorno.
Salario justo y vivienda digna. La
enajenación del sistema capitalista
Mientras dicha
circularidad se me presentaba cual si fuera una ironía, algunas de las ideas que
empezaron a invadir mi mente estaban en línea con las de Marx: el objetivo
último de la lucha de la clase obrera no debe ser la aspiración a ciertos logros
dentro del sistema capitalista, sino reemplazar el sistema por una economía
socialista controlada por los propios trabajadores. Como Marx declaró en las
postrimerías de su obra “Valor, precio y beneficio”, “(…) en vez de la consigna
conservadora: ‘¡Un salario justo para un día de trabajo justo!’, los
trabajadores tienen que inscribir en sus banderas el lema: ‘¡Abolición del
sistema de salarios!’” En tal sentido es de destacar el atino de Marx al hablar
de la falsa conciencia de clase. Ésta parecía adueñarse de mis compañeros de
fábrica, de mis vecinos del barrio y de mí. Es como que todos estamos
formateados por esa estructura burguesa que de alguna manera nos lleva a
justificar nuestra compulsiva relocalización y la pésima vivienda en las que
habíamos sido depositados con el hecho de que veníamos de vivir en un rancho en
la villa. Así la idea de la pelea por un salario digno me retrotrae al debate en
torno a la vivienda digna. Ambos discursos son movilizantes, discursivamente
hablando, pero ninguno de ellos ataca a las cuestiones de fondo y no hacen más
que reproducir la explotación de una clase social sobre otra.
En cierta
oportunidad, en el cuarto de hora entregado por la patronal para merendar,
mientras me apresuraba a comer (ya que tenía ganas de ir al baño y temía ser
sancionado si no llegaba a mi puesto de trabajo a tiempo), escuché en la tele el
noticiero local que comentaba lo que estaba ocurriendo en un barrio: “Una toma
en el barrio Patronato.” Todos prestaron más atención y mientras escuchaba, unos
compañeros comentaron: “A estos negros les dan una casa, cuando yo tuve que
trabajar horas extras toda mi vida para poder hacerme la mía”; “Trabajo hace
veinte años y tengo que alquilar, mientras a estos vagos les dan una casa.” Yo
que la viví de abajo, yo que había sido relocalizado compulsivamente, que había
sido echado del barrio donde jugué a la pelota de chico, donde nunca entendí que
si se trataba de darnos una vivienda digna porqué no nos dejaron arreglar
nuestras casas ahí, en el barrio, yo no podía más que sentir rabia por lo que
decían mis compañeros. Pero no me convenía enfrentarme a ellos, sabía que si la
discusión terminaba en una pelea, podían echarme y volver a ser un desempleado,
no podía darme esos lujos teniendo muchas cosas que pagar a crédito. Al mismo
tiempo me sentí un hipócrita al reflexionar que, si bien estos obreros, supuesto
motor de la revolución, no entendían que se trataba de relocalizados por
especulación inmobiliaria y menos que la tierra es de quien la habita, tampoco
en su momento ni mis vecinos ni yo pusimos en tela de juicio que las casas que
nos entregaron hayan sido bajo el sistema de propiedad privada; todo lo
contrario, siempre estuvimos muy de acuerdo con ello.
El discurso de
mis compañeros veo que se repite una y otra vez. Es eco del ruido de la clase
dominante que utiliza al espacio urbano para su propio usufructo, despojando a
los sectores excluidos de los beneficios que ellos se apropian, creando una
realidad que hace ver normal el uso restringido de la ciudad, cuando por
derecho, la ciudad debiera ser de todos y para todos. Bajo la lógica capitalista
el espacio es visto como un bien de cambio sujeto a las leyes de mercado donde
su visualización y también su ocultamiento van a depender de si existe
conciencia de clase o no. Pero el tema es que yo me considero un tipo con
conciencia e igualmente estoy atravesado por la enajenación del sistema, me
atraviesa en mi barrio, en mi trabajo y en la facu, me atraviesa en todos los
órdenes de mi vida.
Con el paso de los años me convertí en una
persona distinta. Ya no soy un trabajador a changas, filetero en busca de una
planta donde trabajar, sino que ahora soy un asalariado efectivo, con una casa
“propia”, o por lo menos con la posesión de una, metido de plano en el
consumismo, y sirviendo en todo sentido a la reproducción ampliada del capital.
Mi condición de trabajador es también la condición que me aburguesó. Los
discursos reaccionarios que escucho en la fábrica ya no me molestan tanto, y aún
entendiéndolos como propios de una clase que siempre me oprimió, mi preocupación
actual está más ligada a pagar el auto, la casita y las vacaciones. ¿Qué más se
puede pedir?
Nota bibliográfica:

SAR MORENO, Cristian; FABIANI, Luis Gabriel (2013). “Del
trabajo a la casa, la circularidad muestra su contorno”. En: NÚÑEZ, A. [et.al.]
Territorialidades (rel) atadas. 1a ed. - Santa Fe: Colectivo Editorial 4OJOS.
ISBN 978-987-29327-1-8
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