Desde Salta
En cuanto terminaron los festejos del Año Nuevo 2001, partí desde
la terminal de ómnibus de Retiro rumbo a la ciudad de Salta junto a Omar, su
hermana Marisol y mis hijos Joaquín y Martín. Durante la noche el micro atravesó
las provincias de Buenos Aires y Santa Fe, y a primera hora de la mañana ingresó
a la ciudad de Pinto, en Santiago del Estero, uno de los lugares más calurosos
del país. Y allí nos dispusimos a desayunar.

Portada de ingreso a la ciudad
de Pinto, con el lema “Pinto. Cada vez
mejor”
En realidad el término “ciudad” le quedaba demasiado grande ya que
se trataba de un pequeño pueblo, ubicado sobre la ruta nacional número treinta y
cuatro, que era el centro de una zona de actividad
agropecuaria.

Avenida principal de Pinto, en
la provincia de Santiago del Estero
Y si bien nos encontrábamos en el sudeste de la provincia, donde
las condiciones edáficas y climáticas eran relativamente mejores que en otros
sectores, la pobreza era semejante a todo el territorio
santiagueño.

Viviendas muy precarias a lo
largo de la ruta nacional número treinta y
cuatro

A pesar de estar en época de
lluvias, grandes áreas se encontraban con pastos
secos
La siguiente parada fue la terminal de ómnibus de San Miguel de
Tucumán donde pudimos tener un rápido almuerzo para arribar a Salta veintiuna
horas después de haber dejado Buenos Aires.
Nos alojamos en un hotelito económico con todas las habitaciones
orientadas a un patio central que estaba situado en la calle Rivadavia a sólo
dos cuadras del Palacio Legislativo. Esa noche salimos a comer unas típicas
empanadas y cuando estábamos regresando nos sorprendió una lluvia intensa,
característica de esa época del año.
A la mañana siguiente comprendí perfectamente lo del dicho
“…como hongos después de la lluvia…”, ya que se los veía por todas
partes, incluso junto a los zócalos del baño de la habitación.
Desayunamos en el bar de la esquina de la Legislatura y después de
dar algunas vueltas por el Centro de la ciudad, fuimos hasta la represa de Cabra
Corral. Estuvimos allí toda la mañana junto al espejo de agua que estaba repleto
de gente de la zona que iba a mitigar las altas temperaturas y disfrutar del
paseo, muchos de ellos haciendo picnics para pasar allí todo el día.
Pero nosotros decidimos almorzar en la zona y regresar a la ciudad
temprano. Y fue así que pasando por las casas de comida del lugar, nos
instalamos bajo un endeble toldo de una de ellas que tenía en la puerta una
pizarra que anunciaba de esta manera los platos del día: “HAY EMPANADA -
CHOCLO CON QUESO - MILANEZA CON FRITA – TALLARÍN CON SALSA”.
Todo estaba muy limpio aunque era muy precario. Con cada uno de
nuestros movimientos las sillas se balanceaban, no sólo por los desniveles del
piso de tierra sino por el desgaste que ya tenían, mientras que la chica que
atendía era una indiecita sin demasiada experiencia. Y en ese contexto, Martín,
quien en pocos días cumpliría diez años, pretendiendo continuar degustando el
plato que su abuela había preparado para la mesa de Fin de Año, ¡pidió nada
menos que “Vitel Toné”!
Si había un lugar en el mundo en que era imposible que sirvieran
Vitel Toné, era justamente ese, por lo que la joven mocita abriendo sus ojos
sorprendida, exclamó:
-¡¿Quéeeeeeeee?!
Y nosotros, sin darle ningún tipo de explicación a Martín,
respondimos:
-Él quiere una milanesa.
Nuevamente en la ciudad, y cuando bajó un poco el sol, pretendimos
tomar el teleférico que ascendía hasta el cerro San Bernardo, pero en esos
momentos se encontraba fuera de servicio por lo que decidimos subir a pie. El
cerro, que fuera declarado Reserva Natural Municipal, medía 1471,92 m.s.n.m.,
pero como Salta se encontraba emplazada a 1187 m.s.n.m., respecto de la ciudad
la altura era de sólo doscientos ochenta y cuatro con noventa y dos metros. Así
que encaramos el ascenso a partir del Museo de Antropología a través de los poco
más de mil escalones de piedra, y desde los balcones pudimos tener una vista
panorámica de la ciudad y del valle de Lerma.
Al día siguiente contratamos un remis y le pedimos que nos llevara
desde Salta hasta San Salvador de Jujuy por el camino viejo, el de la cornisa,
que ya había quedado vedado para los micros y camiones que utilizaban la
autopista. Ese trayecto era considerado por nosotros como imperdible por estar
absolutamente cubierto de vegetación, y cada tanto, aparecer sobre la ruta
alguna viborita o alguna araña pollito, muestra de la gran biodiversidad de la
selva subtropical salto-jujeña.
Y a mitad de camino decidimos hacer una parada en el Dique La
Ciénaga, ya provincia de Jujuy. Allí había mucha gente pescando, pero nosotros
preferimos ir directamente al restaurant ubicado en sus orillas donde se podían
degustar los pejerreyes que se sembraban en el
lago.

Con Joaquín, Martín y Omar en el restaurant del Dique Las
Ciénagas
Ya en la capital jujeña nos hospedamos, como casi siempre, en la
residencial San Carlos, muy cerca de la terminal de ómnibus, desde donde en los
próximos días continuaríamos viaje rumbo al norte.