Este
dossier consta de dos artículos:
Ayotzinapa,
terror clasista. Carlos Fazio
La matanza de
Tlatlaya del PRI es igual a la masacre en Iguala del PRD. Manuel
Aguilar Mora
Ayotzinapa, terror
clasista
Fue un crimen de Estado. Los
hechos de Iguala, donde seis personas fueron asesinadas, tres de ellas
estudiantes, hubo 20 lesionados ?uno con muerte cerebral? y resultaron
detenido-desaparecidos de manera forzosa 43 jóvenes de la Escuela Normal
Rural Isidro Burgos de Ayotzinapa, configuran crímenes de lesa
humanidad.
Los ataques sucesivos de la
policía municipal y un grupo de civiles armados contra estudiantes; las
ejecuciones extrajudiciales, la desaparición forzada tumultuaria y la
tortura, desollamiento y muerte de Julio César Fuentes ?a quien, con la
modalidad propia de la guerra sucia, le vaciaron la cuenca de los
ojos y le arrancaron la piel del rostro?, fue un acto de barbarie
planificado, ordenado y ejecutado de manera deliberada. No se debió a la
ausencia del Estado; tampoco fue un hecho aislado. Forma parte de la
sistemática persecución, asedio y estigmatización clasista de los tres
niveles de gobierno (federal, estatal y municipal) hacia los estudiantes
normalistas. Agentes estatales violaron el derecho a la vida de tres de
sus víctimas y una fue torturada; los 43 desaparecidos fueron detenidos
por agentes del Estado, acto seguido de la negativa a reconocer el acto y
del ocultamiento de su paradero, lo que configura el delito de
desaparición forzosa.
Como tantas veces antes desde
1968, asistimos a una acción conjunta, coludida, de agentes del Estado y
escuadrones de la muerte, cuya “misión” es desaparecer lo
disfuncional al actual régimen de dominación. La figura de la
desaparición, como instrumento y modalidad represiva del poder instituido,
no es un exceso de grupos fuera de control, sino una tecnología represiva
adoptada racional y centralizadamente que, entre otras funciones, persigue
la diseminación del terror.
Ante la gravedad de los hechos
y el escrutinio mundial, autoridades estatales y federales han venido
posicionando mediáticamente la hipótesis del “crimen organizado y las
fosas comunes”, coartada que de manera recurrente ha sido utilizada como
estrategia de desgaste, disolución de evidencias y garantía de impunidad.
Una lógica perversa que, en el caso de Iguala, busca difuminar
responsabilidades y encubrir complicidades oficiales, y juega con el dolor
de los familiares de las víctimas y sus compañeros. Como dicen las madres
y los padres de los 43 desaparecidos, “las autoridades andan buscando
muertos, cuando lo que queremos es encontrar a nuestros muchachos
vivos”.
No es creíble que los hechos
hayan respondido a una acción inconsulta de un grupo de efectivos
policiales. Resulta en extremo sospechoso que desde un principio no se
contemplara la cadena de mando en el marco del Operativo Guerrero Seguro,
y que incluso se facilitaran las fugas del director de seguridad pública,
Francisco Salgado Valladares, y de su jefe, el alcalde con licencia José
Luis Abarca.
Dieciséis de los 22 policías
municipales procesados dieron positivo en la prueba de rodizonato de sodio
?es decir, dispararon sus armas? y podrían ser los autores materiales de
los asesinatos. Falta saber quiénes son los responsables intelectuales y
cuál fue el verdadero móvil de los hechos, incluidas las 43
detenciones-desapariciones forzadas.
Según consignó Vidulfo
Rosales, abogado del Centro de Derechos Humanos de la Montaña
Tlachinollan, las autoridades ministeriales no procedieron a practicar un
interrogatorio profesional y exhaustivo que diera elementos para localizar
con prontitud a los jóvenes detenido-desaparecidos. Agentes del Ministerio
Público actuaron con negligencia e insensibilidad y podrían resultar
cómplices en la acción de manipular evidencias y enturbiar los hechos.
Amnistía Internacional calificó la investigación judicial de “caótica y
hostil” hacia los familiares y compañeros de las víctimas.
Hubo uso desproporcionado de
la fuerza coercitiva del Estado. Hay que insistir en la cadena de mando.
Los hechos ocurrieron en presencia de la policía estatal y federal y de
los agentes del Cisen (la policía política del régimen). Pero también de
elementos del batallón de infantería número 27, que depende de la 35 Zona
Militar. En particular, del denominado Tercer Batallón, unidad de fuerzas
especiales a cargo, entre otras, de las tareas de inteligencia. Ambos
batallones tienen sus cuarteles en Iguala. Además de que en ese estado
existen bases de operación mixtas.
Entre la primera y segunda
balacera el Ejército dejó pasar tres horas. ¿Por qué? Como denunció Omar
García, representante del comité estudiantil de Ayotzinapa, luego de ser
agredidos a balazos por la policía municipal, “efectivos castrenses”
sometieron a los normalistas. Narró que al hospital Cristina ?adonde
llevaron al estudiante Édgar Andrés Vargas con un balazo en la boca? “los
soldados llegaron en minutos, cortando cartucho, insultando. Nos trataron
con violencia y nos quitaron los celulares. Al médico de guardia le
prohibieron que atendiera a Édgar”.
En Guerrero, el control
territorial lo tiene el Ejército. Un ejército que actúa bajo la lógica de
la contrainsurgencia ?es decir, del “enemigo interno”? y vive obsesionado
con la presencia de la guerrilla. Por acción u omisión, los mandos
castrenses de la zona tienen responsabilidad en los hechos protagonizados
por policías y paramilitares de Iguala, además de que quedó demostrada,
una vez más, la delegación parcial del monopolio de la fuerza del Estado
en un grupo paramilitar y/o delincuencial.
Existen indicios que sugieren
el montaje de una gran provocación. Pudo tratarse de un crimen mayor para
ocultar otro: la ejecución extrajudicial de 22 personas por el Ejército en
Tlatlaya, estado de México, y el encubrimiento de los responsables. Desde
2006 las fuerzas armadas han venido exterminando “enemigos” en el marco de
un Estado de excepción permanente de facto. Los hechos de Iguala
confirman la regla: fue un crimen de Estado. La Secretaría de la Defensa
Nacional mintió en el caso Tlatlaya; todas las autoridades pueden estar
mintiendo ahora. ¡Vivos los llevaron, vivos los queremos!
Carlos Fazio es un
periodista uruguayo radicado en México. Pertenece a la redacción del
diario La Jornada y colabora con el semanario Brecha, de
Uruguay.
http://www.jornada.unam.mx/2014/10/13/opinion/020a1pol
La
matanza de Tlatlaya del PRI es igual a la masacre en Iguala del
PRD
En los
últimos meses la descomposición política y social del país se profundizó
confirmando así los augurios nefastos que desde su inicio anunciaba
ominosamente el presente gobierno de la restauración priista de Peña
Nieto. Los tenebrosos acontecimientos ocurridos en Tlatlaya en el estado
de México y después los de Iguala en el vecino estado de Guerrero vienen a
corroborar por completo lo anterior.
De hecho
la conmoción política producida por estos espantosos acontecimientos que
sacuden y horrorizan a la opinión pública nacional en estos momentos, se
ha dado en un brevísimo periodo de no más de dos semanas debido a que los
fusilamientos de Tlatlaya, aunque ocurridos el pasado 30 de junio,
llegaron al conocimiento de la opinión pública nacional hasta finales de
septiembre, coincidiendo así con la otra masacre de decenas de estudiantes
perpetrada en Iguala, Guerrero, precisamente el 26 de
septiembre.
21
personas, entre ellas una muchacha menor de edad, fueron abatidas a
quemarropa por el ejército en Tlatlaya, México, en la frontera con
Guerrero. Tuvo que ser una información de la Associated Press la que
obligó a que los medios de comunicación nacionales informaran casi tres
meses después al público mexicano de lo ocurrido. La indignación de
amplísimos sectores populares no se hizo esperar y se ha sumado a la
conmoción producida ante el horror de la masacre de estudiantes
normalistas en Iguala. Los escándalos de estas crudas y bárbaras
represiones han escalado a niveles mayúsculos siendo muchísimas sus
repercusiones; las que sucediéndose como una cascada, confrontan al
gobierno de Peña Nieto y sus aliados del PRD en el Pacto por México a una
de sus peores crisis.
La
matanza de Tlatlaya
En los
dos casos represivos, la información de lo ocurrido ha salido a contra
corriente de los medios de información oficiales e incluso han agarrado
desprevenidos a los pocos medios independientes existentes. En el caso de
Tlatlaya esto tiene su explicación directa porque el protagonista
principal de la represión ha sido el ejército cuya primera versión, que el
gobierno estatal mexiquense de Eruviel Ávila y el federal de Peña apoyaron
durante meses, era de una simplicidad rayana en lo inverosímil. Según ella
los militares se enfrentaron a delincuentes que los tirotearon primero, lo
cual los obligó a defenderse. Pero, extrañamente, ningún soldado se
reportó como caído en el tiroteo y sólo gracias a las declaraciones de
tres mujeres (una de ellas madre de la muchacha asesinada), cercanas a la
escena del crimen, que contradijeron esa versión, afirmando que las
víctimas se habían rendido ante los militares, quienes sádicamente los
ultimaron a sangre fría, sólo así comenzó a salir a la luz pública el
carácter siniestro de lo sucedido en Tlatlaya y a conocerse con más
precisión lo ocurrido. Por ejemplo, fue evidente que los militares
tardaron varias horas hasta que llamaron a las autoridades judiciales,
horas que utilizaron para hacer el montaje de “la escena del
enfrentamiento” con los cadáveres sembrados, todos ellos con un arma a su
lado, en una maniobra grotesca que fue fácilmente desbaratada.
Los
jóvenes ultimados, entre los 17 y 24 años, todos ellos aparecían como los
típicos miembros de las bandas compuestas por desempleados del devastado
medio rural mexicano, carne de cañón primaria de los cárteles de narcos,
extorsionadores y secuestradores, cuyos jefes, ellos sí, están vinculados
con las autoridades y son parte de las élites regionales.
La
gravedad de los hechos salpicó al gobernador Ávila y a su procuraduría
quienes avalaron durante meses la versión de la Secretaria de la Defensa
Nacional (Sedena). Sólo hasta que las evidencias abrumadoras señalaban que
el enfrentamiento era un hecho, aceptaron que había responsabilidades que
fincar a los militares por la ejecución de las 21 personas efectuada
después.
Muy
tardíamente involucrado, el presidente de la Comisión Nacional de Derechos
Humanos (CNDH), Raúl Plascencia V., en vez de encargarse de investigar a
fondo los hechos, también avaló la versión inicial del ejército,
provocando la iracunda reacción de los organismos defensores de los
derechos humanos agrupados en el Comité Ciudadano para el Rescate de la
CNDH que han pedido su renuncia y se oponen rotundamente a su reelección
como presidente la cual Plascencia Villanueva intenta llevar a cabo
actuando más como un simple funcionario gubernamental que como un defensor
de los intereses ciudadanos.
Finalmente la PGR ha “atraído”
el caso y ya el procurador de la República ha declarado sobre la
investigación y de la detención de una decena de militares que
participaron en el crimen de Tlatlaya.
Esta
matanza es la comprobación fehaciente que Peña Nieto sigue aplicando la
política iniciada por el anterior presidente Calderón que consiste en
llevar la violencia militar a las calles del país profundizando la
represión, la corrupción y la impunidad que asuelan al territorio
nacional.
La
masacre de Iguala
Si en el
caso de Tlatlaya la indignación fue mayúscula, la masacre de los
estudiantes normalistas en Iguala ha horrorizado a todo el país: la
represión ha llegado a niveles que hacen recordar los años nefastos de los
gobiernos de Díaz Ordaz y Echeverría en los 60's y 70's con su estela de
masacres en Tlatelolco, San Cosme y de la llamada “guerra sucia”: todos
ellos crímenes de estado que marcaron indeleblemente la historia de México
en la segunda mitad del siglo XX.
Las
víctimas de la masacre de Iguala son los más de 500 estudiantes de la
Normal Rural de Ayotzinapa del municipio de Tixtla, la más aguerrida entre
las aguerridas nueve normales rurales que existen en el estado de
Guerrero. Ellos junto con miles de sus compañeros en todo México han
emprendido una campaña contra la política educativa de Peña Nieto votada
por las cámaras legislativa el año pasado y entre cuyas metas principales
está la restricción, si no es que desaparición completa, de las escuelas
normales rurales, centros de cultura y educación de las poblaciones más
marginadas del país, las comunidades indígenas. Su lucha firme e
intransigente provocó su criminalización por parte de los tres niveles
gubernamentales en Guerrero y en todo el país, causa fundamental de la
represión de que son víctimas desde siempre.
En una
de sus giras por el estado el 26 de septiembre, dos camiones repletos de
estudiantes fueron detenidos en Iguala, al norte del estado y balaceados
impunemente por la policía resultando muertos seis personas, entre ellos
tres estudiantes y un jugador de un equipo de futbol cuyo autobus pasaba
por los sitios en que se daba la balacera, además de una veintena de
heridos. Los policías arrestaron a 43 jóvenes los subieron a sus
camionetas y se los llevaron por rumbos desconocidos. Durante diez días
los estudiantes permanecieron desaparecidos, produciendo un verdadero
furor de enojo en las poblaciones de Iguala, Chilpancingo, Acapulco y
otras poblaciones de Guerrero. Finalmente el 4 de octubre en la sierra
vecina de Iguala se descubrió una fosa con una veintena de cadáveres, casi
sin duda alguna pertenecientes a una parte de los estudiantes que fueron
secuestrados, ultimados y luego quemados sus restos.
Tuvo que
ser literalmente mundial el clamor de indignación que acompañara a las
protestas nacionales para que el presidente Peña Nieto entendiera que el
asunto no era “meramente local” como había declarado su secretario de
Gobernación Osorio Chong y que competía por entero a la procuraduría
federal (PGR). En una pieza oratoria ambigua y elusiva políticamente,
reconoció el 6 de octubre, más de diez días después de ocurridos, la
envergadura colosal de los hechos; siendo el procurador de la República
quien se encargó de informar sobre las medidas tomadas por el gobierno
federal: intervención de la gendarmería nacional y de elementos de la
Marina que toman el mando en Iguala, destitución de muchos funcionarios
municipales y el arresto de más de una veintena de policías participantes
en los hechos, una investigación forense de los restos para su
identificación y persecución del alcalde José Luis Abarca y de su jefe
policíaco Francisco Salgado que se fugaron con la tácita anuencia de las
autoridades al mando del gobernador de Guerrero Ángel Aguirre.
El
PRD en la mira
Así como
en el caso de Tlatlaya ha sido el PRI y el gobernador mexiquense quienes
han salido a relucir en la primera fila del escándalo, los protagonistas
políticos involucrados en los crímenes de Iguala son las autoridades
estatales guerrerenses encabezadas por el gobernador Aguirre y las
municipales de Iguala encabezadas por José Luis Abarca Velázquez, todos
ellos miembros del PRD, el partido que desde hace más de dos décadas
gobierna a Guerrero.
Las
investigaciones tanto oficiales como de los sectores civiles dedicados a
la defensa de los derechos humanos y en general los medios de
comunicación han mostrado un panorama aterrador, el cual confirma hasta la
saciedad lo que se sabía pero se trataba de ocultar o minimizar: la
penetración directa y sin tapujos de los grupos delincuenciales en todos
niveles de los órganos del estado. En Iguala el alcalde José Luis Abarca,
así como su jefe policíaco Francisco Salgado (hoy fugados) eran personas
directamente vinculadas con bandas de sicarios, algunas conocidas con los
nombres de Guerreros Unidos y La Familia, muchos de cuyos miembros
integraban la nómina de los policías del ayuntamiento.
Disponiendo de amplios
recursos financieros Abarca logró ser el alcalde de Iguala apoyado por la
corriente hegemónica en el PRD de los Chuchos formalmente llamada Nueva
Izquierda. Sus trapacerías eran ya bien conocidas y denunciadas, las
cuales incluían crímenes, como el cometido contra tres miembros
perredistas uno de ellos fundador del partido en la ciudad Arturo
Hernández Cardona, quienes fueron ultimados en marzo de 2013. La viuda del
primero, Sofía Mendoza, apoyada por Raúl Vera López el obispo de
Saltillo, condujo una campaña ante las autoridades federales para que el
asesinato de su esposo fuera investigado por la PGR. Se encontró ante un
muro de indiferencia que la llevó a recurrir a la Comisión Interamericana
de Derechos Humanos (CIDH) la cual precisamente unos días después de la
masacre emitió una advertencia con carácter vinculante al gobierno de
México urgiéndole a la presentación de los 43 estudiantes
desparecidos.
El 4 de
octubre, el mismo día del descubrimiento de las fosas con los cadáveres de
los estudiantes, en uno de los hoteles más lujosos del centro histórico de
la ciudad de México se realizaba el Consejo Nacional del PRD en el que se
elegiría al nuevo dirigente del partido, quien resultó ser, como era ya
sabido ampliamente, Carlos Navarrete, otro de los jefes de los Chuchos. En
las fotos y noticieros siempre a su lado figuraba de manera prominente, ni
más ni menos, que el gobernador Ángel Aguirre, quien al día siguiente
debía reconocer que “podría renunciar a la gubernatura” si dicha renuncia
ayudaba al esclarecimiento de la masacre. Por su parte, Navarrete anunció
que el 7 de octubre su primera acción como presidente sería ir con todos
sus secretarios a Chilpancingo a realizar un acto de “apoyo a las
instituciones estatales que habían realizado a cabalidad su labor”, entre
ellas, por supuesto, la del gobernador Aguirre, uno de los personajes más
oscuros de la política guerrerense quien hace 19 años, en esta ocasión
como priista, ya había sido gobernador interino del estado sustituyendo al
cacique histórico Figueroa Alcocer que debió renunciar con motivo de otra
matanza de campesinos en el poblado de Aguas Blancas.
Decenas
de organizaciones civiles, políticas, sindicales, estudiantiles, de
colonos, de defensa de los derechos humanos, religiosas y pueblo en
general anuncian su participación en la manifestación que se realizará el
8 de octubre en la ciudad de México, la cual seguramente será acompañada
por otras en diversos puntos del país.
La
crisis de Tlatlaya y de Iguala será un factor que afectará a la dura capa
gobernante del país, a sus partidos, a sus dirigentes. También el otro
partido que con el PRI y el PRD integra el trío de partidos gobernantes
nacionales, el PAN confronta una crisis que se pudo apreciar en la
elección de su presidente y ante todo en lo sucedido con motivo de la peor
catástrofe ecológica sucedida en el país desde la del Ixtoc en los años
80’s. En Sonora paralelamente a las masacres mencionadas se produjo el
peor desastre ecológico reciente al desbordarse ingentes contaminantes
tóxicos de las represas de la mina Buenavista del Cobre de la región de
Cananea que afectaron al río Sonora y a sus afluentes. El cinismo del
gobernador Guillermo Padrés Elías, el primer gobernador panista de la
entidad, fue el ingrediente político que vino a demostrar por enésima vez
lo funesto de los gobernantes, ya sean priistas, panistas o perredistas,
que dominan la vida política de México.
Desastres humanos
consecuencias directas de la represión y las matanzas impunes, devastación
del medio ambiente y destrucción de los recursos naturales, con una capa
gobernante cada vez más desvergonzada y cínica en su representación y
defensa de los intereses de las élites económicas y sociales en detrimento
de las abrumadoras mayorías populares empobrecidas y explotadas. Ese es el
panorama que se delinea atroz y trágicamente ante nosotros en esta
hora del devenir de México. Un panorama que la necesaria realización de la
tarea más urgente y vigente en el seno de los sectores más conscientes y
responsables de las vanguardias revolucionarias, la construcción de la
organización partidaria independiente, democrática y socialista de los
trabajadores y sus aliados populares.
Manuel
Aguilar Mora, historiador y
profesor de la UACM, es militante de la Liga de Unidad Socialista (LUS) de
México.
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